Primaveras árabes (II): la esperanza de Túnez

Los tunecinos fueron los primeros en osar, en indignarse y romper el silencio que les había sido impuesto. Tunecinas y tunecinos fueron los primeros en invadir las calles para manifestar su descontento y poner fin al mandato de su tirano particular, Zine El Abidine Ben Ali. Aquí el levantamiento fue real y profundo, popular e imprevisible, espontáneo, frente al egipcio, más calculado y limitado geográficamente, y el libio, una suerte de guerra civil entre tribus azuzada y ayudada de forma directa desde el exterior. Nadie podía prever que un 17 de diciembre de 2010 un joven vendedor ambulante de Sidi Buzid, pequeña localidad del interior tunecino afectada por la crisis económica, iba a encender la mecha de la revolución jazmín, antesala de los movimientos de contestación bajo el epígrafe de primavera árabe. Muchos se empecinaron en vislumbrar el advenimiento de nuevos espacios democráticos en Túnez, Libia y Egipto, presuponiendo trayectorias e intenciones homogéneas en tan diferentes contextos. Harto seductor, en plena consonancia con “el fin de la historia” y final triunfo planetario de la democracia liberal, preconizado por el ensayista Francis Fukuyama. Seductor, es cierto. Pero ilusorio. Cada vez menos espontánea y previsible, la primavera árabe se ha topado de bruces con la más cruda de las realidades: una Libia desangrada e incapaz de asentar un poder capaz de ejercer el monopolio legítimo de la violencia, y un Egipto donde la institución castrense se ha hecho absolutamente con las riendas de la situación. Sólo queda Túnez.

Apartados xeográficos África
Palabras chave Túnez Ben Ali Ennahda UGTT
Idiomas Castelán

Los tunecinos fueron los primeros en osar, en indignarse y romper el silencio que les había sido impuesto. Tunecinas y tunecinos fueron los primeros en invadir las calles para manifestar su descontento y poner fin al mandato de su tirano particular, Zine El Abidine Ben Ali. Aquí el levantamiento fue real y profundo, popular e imprevisible, espontáneo, frente al egipcio, más calculado y limitado geográficamente, y el libio, una suerte de guerra civil entre tribus azuzada y ayudada de forma directa desde el exterior. Nadie podía prever que un 17 de diciembre de 2010 un joven vendedor ambulante de Sidi Buzid, pequeña localidad del interior tunecino afectada por la crisis económica, iba a encender la mecha de la revolución jazmín, antesala de los movimientos de contestación bajo el epígrafe de primavera árabe. Muchos se empecinaron en vislumbrar el advenimiento de nuevos espacios democráticos en Túnez, Libia y Egipto, presuponiendo trayectorias e intenciones homogéneas en tan diferentes contextos. Harto seductor, en plena consonancia con “el fin de la historia” y final triunfo planetario de la democracia liberal, preconizado por el ensayista Francis Fukuyama. Seductor, es cierto. Pero ilusorio. Cada vez menos espontánea y previsible, la primavera árabe se ha topado de bruces con la más cruda de las realidades: una Libia desangrada e incapaz de asentar un poder capaz de ejercer el monopolio legítimo de la violencia, y un Egipto donde la institución castrense se ha hecho absolutamente con las riendas de la situación. Sólo queda Túnez.

Exceptuando a Marruecos, cuya vía es original y anterior al “despertar” de los pueblos en la región, Túnez es hoy el gran laboratorio de democratización en el mundo árabe. Es aquí donde las cosas comenzaron y donde aún pueden llegar a buen término. Y aún así la esperanza tunecina está renqueante, maltrecha. El pueblo se queja de la degradación de la economía, el aumento del coste de la vida y de la inseguridad. Dos años y medio después de la caída de Ben Ai, la transición política atraviesa una aguda crisis. En desacuerdo sobre le proyecto de nueva constitución no ceden en sus reivindicaciones ni Ennahda ni la oposición al partido islamista en el poder. La formación de Rached Ghannouchi apoya la idea de un “diálogo nacional” bajo la égida de la poderosa Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT) y se dice favorable a la formación de un gobierno apolítico cuando se halle un consenso sobre la Constitución y las elecciones. La coalición opositora, que promueve manifestaciones diarias en el país, reclama la división del actual gabinete y la puesta en marcha de un Gobierno de tecnócratas antes de cualquier negociación sobre la Carta Magna y los comicios. A diferencia de los Hermanos Musulmanes egipcios, desde su llegada al poder Ennahda ha hecho prueba de un fino sentido de realismo político.

Es así como la formación islamista ha realizado importantes concesiones, ya sea sobre el rol de la ley islámica en la Constitución o el estatuto de las mujeres. Acusados de laxismo al encuentro de los salafistas el Gobierno de Ali Larayed acusó a Ansar Al Sharia, vivero electoral no confesable de Ennahda, de estar detrás del asesinato de los opositores Chokri Belaid y Mohamed Brahmi.
Túnez debe apoyarse en una sociedad civil amplia y heterogénea, dinámica y determinada. El país de Bourguiba cuenta con una clase media y élite intelectual libre y formada. Por otra parte, el país más pequeño del Magreb no dispone de hidrocarburos ni de economía de renta, ni de peso geopolítico alguno, elementos que podrían jugar en su favor. Muestra de la “insignificancia” tunecina es que ni los vecinos magrebíes, ni las monarquías del Golfo, ni la propia Unión Europea, han aportado más que un tímido apoyo al proceso democrático. Y a la luz de experiencias recientes, esta autonomía se presenta como toda una oportunidad. Además, después de haber proferido amenazas de “guerra” contra el Gobierno, Ansar Al Sharia ha sido finalmente proscrita, el pasado mayo. Los miembros del movimiento salafista fueron amnistiados con la revolución, a pesar de su proximidad con Al Qaeda y los grupos yihadistas activos en el Monte Chaambi, cerca de la frontera con Argelia. Ennahda fue acusada favorecer el auge de los extremistas, al haber optado por integrar el salafismo en el juego político o, como dicen sus adversarios, de manipularlos en su propio beneficio. Una estrategia que, ante el desorden que reina en el Sahel, ha permitido a los violentos un auge sin precedentes. Un lastre para el proceso democrático que, no obstante, debería ser superado por un amplio acuerdo entre Ennahda y la oposición. La dimisión del primer ministro Larayedh podría allanar el camino. Y una vez de acuerdo sobre el nuevo Gobierno habría que abordar la Constitución, redactar una ley electoral, formar la instancia encargada de organizar los comicios y fijar su calendario. La última esperanza.