Egipto espera elecciones para septiembre, las primeras consideradas plurales o, como anuncia el presidente Hosni Mubarak, democráticas, desde el fin de la monarquía, en 1952. Ello, desde que prometiera en febrero, por modificación del artículo 76, la propuesta de “diálogo nacional”, esto es, elección presidencial directa y secreta y mutipartidismo en las urnas. Todo ello para que esta república, con un marcado carácter personalista y estatalmente organizada en torno a Mubarak, se muestre más amable hacia un EEUU que, cuando sugiere, obliga.
Sólo unos días antes del anuncio, Bush había instado a la “gran y orgullosa nación de Egipto” a mostrar el camino hacia la democracia (entendida como estabilidad petrolera, comercial y securitaria en el mundo árabe), y a convertirse en modelo a imitar por el resto de gobiernos tiranos de la región. Si Mubarak ha planteado esta reforma con desgana o con verdadera vocación aperturista, apenas tiene importancia porque el escenario político de Egipto, diseñado a la medida del presidente durante más de veinte años, tardará mucho en convertirse en referencia. Es más, esta aparente liberalización política responde a una doble estrategia bien diseñada: por una parte, dar respuesta visible a las peticiones democratizadoras de EEUU. Por otra, ganar tiempo para preparar la sucesión presidencial de Mubarak a favor de su hijo, Jamal, como eficaz manera de perpetuar su herencia.
Por ello, teniendo en cuenta las actuales circunstancias, bien cabe plantear que todo ensayo de democracia en el país no será más que una representación deslegitimada. En primer lugar, porque esta propuesta de democracia a medias –los candidatos deben contar con la aprobación de un porcentaje de integrantes del Parlamento, compuesto actualmente por cerca de un 80 por ciento de oficialistas– ha compartido titulares, con la presión policial, hacia miembros de la oposición izquierdista e islámica, una práctica frecuentemente recurrida por el régimen. En segundo término porque, aún en caso de aprobarse la reforma electoral, los partidos políticos no dispondrían de apenas tiempo para hacer campaña o preparar el desafío a la perpetuada legislatura de Mubarak. En tercero, porque el presidente sabe que se enfrenta a una oposición (la legalmente reconocida), domesticada, debilitada, perezosa, y, en algunos casos, más comulgada con sus tesis que con las contrarias.
En el escenario interno, la agitación social que en la actualidad se registra en Egipto, cultivada entre una amalgama de pobreza, paro y opresión, se libra, por costumbre, en la contienda de la fuerza y no en la del diálogo. Nuevas promesas, viejos métodos.
Si la situación resultaba de por sí poco creíble, los atentados de El Cairo de principios de mes, reivindicados por pupilos de Al Qaeda, han añadido nuevos interrogantes a la definitiva aplicación de estas promesas y, sobre todo, han resucitado en Egipto el pánico al islamismo radical. Aunque, en principio, Mubarak se ha mantenido en lo dicho y la oposición le ha reclamado que ello no haga retardar más las reformas, bien es sabido que, a poco que el régimen se sienta vulnerable, el terrorismo será la excusa para manipular las elecciones e imponer restricciones a la participación política. En ello, el Ejecutivo egipcio tiene experiencia.
Las encuestas indican que la proscrita Hermandad Musulmana, principal fuerza opositora y la que cuenta con mayor base social, se haría con el poder en el caso de elecciones libres. Mubarak es perfectamente consciente de ello y argumenta sus temores en conexiones terroristas más supuestas que probadas. La democracia selectiva ligada a la excusa del miedo, ya representa, impidiendo a los islamistas participar en los sufragios, un déficit democrático, pues estos partidos, en su versión moderada, son fundamentales para cualquier proceso democratizador. Con su participación se demostraría que la voluntad de cambio es real, y no, como más bien aparenta, un tablero en el que Egipto y EEUU juegan a engañar y los demás, a creer.