El gato al agua

Decía el gran estratega Sun Tzu que “un buen jugador busca la tendencia general, en tanto que un mal jugador se limita a buscar las piezas”. Esa es la nueva atmósfera que parece presidir el evidente cambio experimentado en la actitud de la Administración estadounidense hacia China. Al abandono de la política de sanciones y de supeditación de la mejora y profundización de las relaciones mutuas a los avances registrados en materia de derechos humanos, la Administración Clinton opone ahora algo tan querido y familiar a los dirigentes chinos como el archiconocido pragmatismo.

Muy lejos quedan ya las recriminaciones de la oposición demócrata a los Presidentes Reagan o Bush, a quienes exigían una mayor contundencia frente a Beijing. De un año para otro, Bill Clinton pasó de condicionar la renovación de la cláusula de nación más favorecida al respeto de los derechos humanos, a desligar radicalmente ambos temas. Hoy los papeles se han invertido y, paradójicamente, es la oposición republicana quien reivindica desde la creación de comisiones de investigación acerca de la transferencia de tecnología sensible, hasta un apoyo más decidido, militar y político, a Taiwán. En Washington, no hay “política de estado” hacia a China.

El origen de la mutación puede explicarse en razón de circunstancias de naturaleza global, pero sobre todo económicas. Entre 1990 y 1996, las ventas de Estados Unidos a China crecieron un 90%; en 1997, el comercio bilateral alcanzó la suma de 42.800 millones de dólares; USA es el segundo socio comercial de China en orden de importancia y China ocupa la quinta posición en el comercio exterior estadounidense. Por otra parte, según el Banco Mundial, las oportunidades en materia de proyectos de infraestructura a desarrollar en China en la próxima década pueden valorarse en casi un billón de dólares. Asi las cosas, no es de extrañar que la “China roja” tenga en el empresariado americano, al igual que en el hongkonés o taiwanés, su más incondicional aliado. Importantes acuerdos se vislumbran en materia de cooperación nuclear, en clara rivalidad con Rusia, y también aeronáutica.

China, como es lógico, apuesta muy en serio por la normalización de sus relaciones con Estados Unidos y parece estar dispuesta a hacer concesiones en más de un sentido con el fin de mejorar su imagen ante la comunidad internacional. Más veloz en lo económico: reducción importante de aranceles, mayor protección de los derechos de propiedad intelectual y, en general, incremento de las facilidades para el acceso de las empresas norteamericanas al inmenso mercado chino. En idéntico orden de cosas, Beijing, a cambio, espera encontrar menos problemas para adquirir alta tecnología, ingresar, por fin, en la OMC, etc. Más allá de lo estrictamente económico, el guión chino impone en otras materias la llamada “diplomacia del gota a gota”: una firma de un pacto internacional hoy, una liberación mañana… Concesiones simbólicas que no afectan, por ahora, a lo fundamental y que no producen en modo alguno, ni en su sociedad ni en su capa dirigente, la imagen de una cesión humillante para obtener ventajas materiales. Pese a sus carencias, el resultado de esta política es bien conocido: Estados Unidos ha dejado de apoyar en los foros internacionales las mociones críticas con China en relación a los derechos humanos.

China crece en importancia en la política exterior estadounidense. Son cada vez más las cuestiones en las que Washington precisa contar con Beijing en el escenario regional e internacional. Por supuesto en materia de seguridad regional (Corea, Camboya, la proliferación nuclear) pero igualmente en materia económica. La crisis de Japón bien pudiera agravarse con una devaluación del yuan chino, afectando seriamente a la economía estadounidense. El papel estabilizador desempeñado por Beijing frente a los desórdenes financieros que están sacudiendo la región, incrementa esa proyección. Pero Washington necesita igualmente vencer las resistencias de China, miembro del Consejo de Seguridad de la ONU, para legitimar el creciente uso de la intervención, en apariencia multilateral, como mecanismo de respuesta a crisis internacionales graves.

Japón y Taiwán son los otros dos vértices insoslayables que condicionan esta relación. El acuerdo de cooperación militar firmado en septiembre último entre Japón y Estados Unidos incluye en el paraguas de protección, en caso de crisis, a unas ambiguas “zonas aledañas” que China interpreta como una clara alusión aTaiwán y otras islas que reivindica desde hace tiempo. Taiwán, lo ha dicho Qian Qichen, es el talón de aquiles de las relaciones Beijing-Washington y el principal factor sobre el que pivotan las posibilidades de normalización o de perturbación. Reales o no, los intentos de influir con donativos en un cambio de política del Partido Demócrata en relación a China, se explicarían fundamentalmente por la necesidad de reducir la influencia del lobby taiwanés en la Casa Blanca.

En suma, con gran habilidad y paciencia, por supuesto, oriental, China ha conseguido llevar el gato al agua, es decir, atraer a la Administracion estadounidense a sus posiciones, e iniciar la vertebración, por ahora con éxito, de una asociación estratégica (no una alianza, sino una relación normal entre países, en palabras de Liu Huaqiu, director de la oficina de asuntos exteriores del Consejo de Estado) que hace solo un par de años hubiera sido impensable. Clinton, contagiado del pragmatismo chino, recibirá los honores de jefe de Estado en la misma plaza de Tiannanmen que hace casi diez años la CNN convertía en simbolo mediático de una nueva “masacre comunista”.