China y Estados Unidos se aprestan a dar otra vuelta de tuerca a la medición de fuerzas en el escenario asiático. El anuncio de la retirada de Irak y la cuenta atrás respecto a Afganistán (2014), coincide con nuevos avances de la presencia estadounidense en la región de Asia-Pacífico, tanto en el orden económico como militar y en el de la seguridad.
Las tensiones en el mar de China meridional y oriental, el retroceso de los partidarios de una integración regional autóctona en Japón, el periodo de incertidumbre que se abre en la península coreana tras la muerte de Kim Jong-Il, el reavivar de los desencuentros entre China e India, las expectativas derivadas de la continuidad o no del proceso de acercamiento entre China y Taiwán tras las elecciones del próximo 14 de enero en Formosa, entre otros, facilitan argumentos a Washington para justificar ese nuevo impulso a su presencia en la región con el objetivo de preservar su liderazgo global.
Evitando precipitarse y haciendo de la necesidad virtud para eludir la confrontación directa con EEUU, China parece apostar por el fomento del diálogo bilateral con todos y cada uno de los países de la región y, una vez más, promoviendo su diplomacia comercial en forma de activación de los intercambios económicos y las inversiones, de modo que ello pueda servir de contrapeso efectivo para, al menos, neutralizar la ofensiva de Washington en la zona. En los próximos meses podemos asistir a una competencia diplomática voraz entre ambos como recientemente hemos constatado en Myanmar, sin excluir la incorporación de una dimensión militar de gran alcance.
Desde el inicio de la administración Obama, las reformulaciones de las prioridades estratégicas de la Casa Blanca han estado al orden del día. Tras el fiasco del G2, el aceleradísimo proceso de transformación económica global, agravado por la crisis, que enfatiza la emergencia de la región de Asia-Pacífico y con el horizonte de las elecciones presidenciales en el candelero, desde Washington se propone una ofensiva en toda regla plantando cara a los deseos chinos de conformar un liderazgo propio e incontestable en la región.
Así, a los antiguos socios (Japón, Corea del Sur, Tailandia, Filipinas y Australia), se sumarían India e Indonesia, conformando una amplia red en sintonía con los valores y objetivos de Estados Unidos, a modo de un tándem transpacífico, similar al construido en Europa tras la II Guerra Mundial.
Dicha red, que se completaría con proyecciones complementarias en Asia central, dispensaría unas capacidades añadidas de contención de China, país al que, no obstante, seguiría otorgando el privilegio de la relación más trascendente a nivel regional y global, pero a sabiendas de que le distancian valores sustanciales. La ofensiva económica y militar de EEUU en la región debe concretar un contrapeso de la influencia china, que puede ser bien acogido por algunos pequeños estados de la zona que no confían en las buenas palabras de Beijing y fruncen el ceño ante sus apetitos energéticos en aguas disputadas.
China dice que Asia necesita un socio y no un líder y sus máximos dirigentes (Xi Jinping inicia el día 20 de diciembre una gira por Vietnam y Tailandia) se vuelcan en declaraciones de fe acerca de la bonhomía de sus intenciones. A los acuerdos de libre comercio rubricados con los países de la ANSEA se sumaría ahora un aumento significativo de las inversiones en países clave, facilitado por el rechazo que suscitan iniciativas similares en Occidente, aunque difícilmente serán suficientes para opacar los recelos que sugieren algunos comportamientos agresivos de sus pesqueros o la mejora material y tecnológica de su Armada.
El nuevo contexto podría obligar a China a considerar otras fórmulas para abordar la problemática de seguridad en el entorno regional a la espera de que las dificultades presupuestarias conviertan en agua de borrajas las proclamas estadounidenses, pero también le exigirá conceder mayor importancia a una deriva negativa de sus relaciones con EEUU que añadiría influencia a aquellos sectores que advierten en el comportamiento de Washington una actitud abiertamente beligerante.
Sin una arquitectura multilateral de la seguridad asiática, la región es víctima fácil de los intentos de evitar la afirmación de mecanismos de integración autóctonos, acabando presa de los intereses de los grandes estados que la utilizarán como moneda de cambio en sus relaciones bilaterales.