Siempre ha levantado ampollas el hecho de que China, un país gobernado por un partido comunista, ninguneara la dimensión social en su vertiginosa y reciente espiral de desarrollo, amparando realidades, procederes y actores que ofrecen un difícil encaje en aquella trayectoria que dice imperar en su ideario formal. Las líneas de justificación de esa minusvaloración fáctica de lo social se han configurado en torno a dos ejes. Primero, la prioridad es el desarrollo, Deng dixit, y, consecuentemente, todo lo demás debe supeditarse a la consecución de dicho objetivo supremo. Segundo, sensu contrario, con el igualitarismo maoísta sería imposible el despegue económico. El desmantelamiento del precario andamiaje social construido durante las tres primeras décadas de la China Popular acompañó la transformación del modelo socioeconómico pasando, sin red alguna, del tazón de hierro, que todo lo proveía y aseguraba, a la nada y, paradójicamente, generando la esperanza de una vida mejor en esos millones de personas desahuciadas de sus derechos básicos. Al enriquecerse, esos problemas desaparecerían por arte de magia.
Hasta el estallido de la crisis financiera, todos los dedos apuntaban a China como el argumento último de las voces que reclamaban recortes y pasos atrás en lo social en los países desarrollados. Ello brindaría los medios para poder competir con la fábrica del mundo que convertía el dumping social en el ariete reequilibrador del poder económico global.
Y China se desarrolló. Hasta el punto de convertirse en la segunda potencia económica del planeta. No obstante, en términos de desarrollo humano, se encuentra al nivel de Gabón, poco más o menos (89). Eso dicen los datos del PNUD 2010, pero también los informes de la propia Academia de Ciencias Sociales de China. Y todo indica que las cifras oficiales se quedan cortas. La riqueza ha llegado, pero ni mucho menos a todos por igual. Ese inmenso foso es expresión inequívoca del controvertido saldo de su crecimiento y comienza a pasar factura.
Ya en el tramo final de su mandato, los actuales dirigentes chinos han mostrado cierto compromiso con la corrección del desasosiego social. Han eliminado impuestos a los campesinos, multiplicado las inversiones en materia de educación y salud, mejorado las pensiones y la legislación social, aumentado los salarios, apoyado una mayor integración de la población inmigrante… pero todo indica que ese esfuerzo ha sido absolutamente insuficiente y que lo social ha ido a remolque de otras magnitudes. De año en año, las mismas promesas incumplidas, con datos maquillados, han culminado en la cronificación de un malestar de fondo que erosiona la legitimidad del PCCh.
La idea de compartimentar lo social, diferenciarlo de las tensiones propiamente políticas (ligadas al hecho étnico-territorial, por ejemplo), neutralizarlo con gestos e inversiones amortiguadoras o la promoción de un orgullo nacional compartido y basado en los grandes avances del país no ha logrado compensar ni mitigar los sinsabores derivados de la desigual distribución de la riqueza. Las nuevas generaciones no se conforman y reclaman una urgente puesta al día.
Hace tiempo que el problema está en la agenda. El temor a que la crisis global y la introducción de medidas estructurales que apuntan al establecimiento de un nuevo modelo de desarrollo en el país agudizaran las tensiones era más que una previsión. La imploración de mano izquierda para gestionar los descontentos está tan al orden del día como la invocación a la armonía, pero resulta de difícil aplicación cuando por doquier las complicidades entre los poderes económicos y las autoridades imponen de facto la ley del más fuerte no dejando otra alternativa que una ira que, a la mínima, parece explosionar por doquier. El deterioro de la seguridad, un valor tradicional en China, manifestado en hechos inauditos como la reiteración de accidentes graves o ataques a guarderías infantiles pero también en la persistencia de controles masivos en espacios abiertos (como el acceso al metro o a las plazas públicas) irradiando una atmósfera de insatisfacción que alcanza a los más amplios sectores sociales, extiende la sensación de que las cosas no se están haciendo bien.
Todo ello sugiere que el tratamiento de lo social demanda en China un salto cualitativo. El problema no es solo de más emolumentos en las partidas sino de una auténtica refundación de lo social. La recuperación de la confianza y la preservación de la estabilidad exigen diálogo y participación de una sociedad civil que debe articularse como protagonista de una transformación que exige más actores que el PCCh. Difícilmente podrá resultar si se arbitra en una sola dirección, de arriba abajo, como hasta ahora. Las capas burocráticas parten de la premisa de que solo ellos tienen el celebrado don del acierto, pero el aplauso o la reprobación no son el único patrimonio de los administrados. El mandarinato y la democracia así entendida casan mal, pese a los intentos del PCCh de edificar sobre dichas premisas las bases del nuevo orden chino. Lo social sin la sociedad es una estratagema de difícil éxito. Puede parchear el modelo y quizás conjurar relativamente la incidencia de la inestabilidad, pero a la larga es claramente insuficiente para dar paso a una sociedad madura y sostenible.