Estados Unidos: Pobreza, desesperanza y populismo

La desigualdad social en Estados Unidos resulta pasmosa. De hecho esta ha vuelto a los niveles que prevalecieron a finales del siglo XIX. En la actualidad el 20% de arriba posee el 88,9% de la riqueza de la nación, mientras el 40% de abajo debe más de lo que tiene. Más aún, mientras el salario de la mayoría de los trabajadores ha permanecido relativamente estancado desde finales de los setenta, las ganancias del 1% del tope se han incrementado en 156% y las del 0,1% del vértice piramidal han crecido en 362% (Alvin Powell, “The cost of inequality”, Harvard Gazzete, February 1, 2016).

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Idiomas Castelán

La desigualdad social en Estados Unidos resulta pasmosa. De hecho esta ha vuelto a los niveles que prevalecieron a finales del siglo XIX. En la actualidad el 20% de arriba posee el 88,9% de la riqueza de la nación, mientras el 40% de abajo debe más de lo que tiene. Más aún, mientras el salario de la mayoría de los trabajadores ha permanecido relativamente estancado desde finales de los setenta, las ganancias del 1% del tope se han incrementado en 156% y las del 0,1% del vértice piramidal han crecido en 362% (Alvin Powell, “The cost of inequality”, Harvard Gazzete, February 1, 2016).

No sólo desapareció la movilidad social, sino que los indicadores sociales comienzan a mostrar señales de injusticia alarmantes. Una investigación reciente de la Universidad de Harvard, que pasó revista a centenares de millones de archivos del Servicio de Recaudación Fiscal (Internal Revenue Service), determinó la existencia de una brecha exorbitante entre las expectativas de vida de los sectores ricos y pobres de dicho país. En efecto, las personas pertenecientes a los grupos privilegiados suelen vivir un promedio de 15 años más que los situados en los sectores de menor ingreso. En el caso de estos últimos su expectativa de vida resulta similar a la de los habitantes de Sudán o Pakistán (Peter Reuell, “For life expectancy, money matters”,Harvard Gazzete, April 11, 2016).

Curiosamente la distinción racial no guarda relación con los mayores niveles de morbilidad. De hecho está resulta mayor en la llamada franja del herrumbre del Medio Oeste, conformada por obreros de raza blanca, que en el denominado Sur Profundo, donde predomina la población negra. No en balde Paul Krugman afirmaba: “El colapso social en la clase trabajadora blanca es mortalmente serio…La mortalidad entre los estadounidenses de raza blanca y edad media, que había venido declinando por generaciones, comenzó a subir de nuevo a partir del 2000. Este incremento en la tasa de mortalidad se refleja en importante medida por un aumento en los suicidios, el alcoholismo y el abuso de opioides prescritos…Algo está realmente mal en el país de tierra adentro” (Republican elite’s reign of disdain”, The International New York Times, March 19-20, 2016). Ello en adición, desde luego, a otras consideraciones. Según Alvin Powell ya citado: “Los estadounidenses pobres –independientemente de raza o etnia- tienen niveles de salud mucho más bajos que los de buena posición. La atención médica que reciben es deficiente, las condiciones ambientales y de vivienda en las que viven son deplorables y las tasas de suicidio, violencia, accidentes y tabaquismo, así como las sobredosis de drogas y medicamentos, son inmensas”.

Sin embargo, según apunta Bernie Sanders, la mortalidad entre los jovenes de la clase trabajadora de raza blanca es también alarmante: “Según reporta el Centro de Control de Enfermedes, en los últimos quince años se ha producido un incremento del 30 por ciento en la tasa de muertes de jóvenes de raza blanca en edades comprendidas entre los venticinco y treinta y cuatro años, resultantes básicamente del alcohol, las sobredosis de droga, los suicidios y las enfermedades hepáticas crónicas. Ante la incapacidad de encontrar empleos decentes e ingresos suficientes, la desesperanza se apodera de sus vidas y los lleva a morir mucho más jovenes que sus padres”(Our Revolution: A Future to Belieleve In, London, 2017).

Las causas de esta desigualdad social son múltiples, remontándose en su mayoría a la era Reagan. Entre las mismas cabría citar la desregulación económica, la reducción de impuestos para los más ricos, la disminución del poder de los sindicatos, la desinversión en servicios públicos, las externalizaciones de empleos al mundo en desarrollo y, más recientemente, la automatización de labores productivas. Junto a las razones anteriores hay una adicional de particular peso: la flexibilización en las leyes de financiamiento electoral por parte de la Corte Suprema de Justicia. La conjunción entre la desaparición de límites a las donaciones y la posibilidad de escudar la identidad de los donantes, ha incrementado exponencialmente los aportes de campaña.

La última de las causas citada resulta especialmente relevante en la medida en que la mayor parte de las demás tiene origen político. En otras palabras, y tal como lo demostraba la reconocida periodista Jane Mayer en su obra Dark Money (Dinero Oscuro), las grandes fortunas han estado en capacidad de influenciar de manera determinante la agenda política del país por vía de sus contribuciones de campaña. Dicha agenda, de más está decirlo, se ha amoldado a sus intereses económicos. ¿Cómo explicar de otra manera que en la crisis de las hipotecas inmobiliarias del 2008, la ayuda del Estado se dirigiera a una camada de grandes bancos y no a los millones de ciudadanos que estaban perdiendo sus viviendas?

La presidencia Trump y el populismo estadounidense son resultantes directos de esta situación.