El 14 de julio de 2015, y gracias a los importantes esfuerzos realizados por el Secretario de Estado estadounidense John Kerry, se firmó un histórico acuerdo mediante el cual Irán se subsumía a las norma del Tratado de No-Proliferación Nuclear y al sistema de salvaguardas de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Como resultado de dicho acuerdo, Irán se comprometía a eliminar el 98 por ciento de sus reservas acumuladas de uranio medio enriquecido y a reducir en dos tercios el número de sus centrífugas de enriquecimiento de uranio durante un plazo de trece años. Más aún, abría sus puertas a la AIEA para que en forma regular inspeccionara su cumplimiento a los términos de dicho acuerdo.
El 14 de julio de 2015, y gracias a los importantes esfuerzos realizados por el Secretario de Estado estadounidense John Kerry, se firmó un histórico acuerdo mediante el cual Irán se subsumía a las norma del Tratado de No-Proliferación Nuclear y al sistema de salvaguardas de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Como resultado de dicho acuerdo, Irán se comprometía a eliminar el 98 por ciento de sus reservas acumuladas de uranio medio enriquecido y a reducir en dos tercios el número de sus centrífugas de enriquecimiento de uranio durante un plazo de trece años. Más aún, abría sus puertas a la AIEA para que en forma regular inspeccionara su cumplimiento a los términos de dicho acuerdo.
En contrapartida, Irán era liberado de las sanciones económicas impuestas en su contra por Estados Unidos, la Unión Europea y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Más allá de la significación intrínseca de dicho acuerdo, mediante el cual Irán renunciaba a construir armamento atómico y proveía garantías al efecto, la firma de dicho tratado permitía que Washington y Teherán pudiesen poner fin a cuarenta años de enemistad. El subproducto más importante de este acuerdo consistía en sentar las bases para la construcción de un proceso de construcción de confianza recíproca entre iraníes y estadounidenses.
Ello resultaba tanto más importante cuanto que como resultado de su guerra innecesaria contra Irak, Estados Unidos había echado abajo el muro de contención regional que este país representaba frente a Irán. Con ello había contribuido a hacer de Irán un gigante dentro del Medio Oriente. Sin embargo, el resultado geopolítico más significativo derivado del Tratado con Irán no tenía que ver con el Medio Oriente, sino con China. No teniendo que preocuparse por el tema Irán, Estados Unidos podía focalizar su atención en la contención a China, cuyo ascenso vertiginoso y el reto a su primacía global, constituían su prioridad incontestada de política exterior.
Sin embargo, inexplicablemente a luz del sentido común, en mayo de 2018 el Presidente Trump decidió retirar a su país del Acuerdo Nuclear con Irán y reimponer sanciones económicas a dicho país. Ello a pesar de que el Director de la AIEA afirmaba que, como resultado de la minuciosa y continua supervisión de sus inspectores, podía dar plenas garantías de que Irán estaba cumpliendo cabalmente con el compromiso asumido. Así las cosas, Washington y Teherán volvían nuevamente al primer round.
En un comienzo Teherán intentó dar muestras de paciencia frente al cambio radical de circunstancias. Sin embargo, la lista de condiciones impuestas por Estados Unidos para retirar sus sanciones económicas equivalían a la sumisión incondicional de Teherán. Ante exigencias tan desmesuradas, ni siquiera las sanciones más duras que pudiesen imponérsele estaban en condiciones de extraer concesiones por parte de Irán. Por el contrario, la escalada se presentaba como su única vía de escape. Ello, pues al incrementar los costos de Estados Unidos, dentro de la evaluación de los costos y beneficios de las sanciones, los primeros resultarían mayores que los potenciales beneficios que Washington podía obtener.
Las partes se adentraron así en una espiral de acción y reacción que cerraba cada vez más las posibilidades de alcanzar una solución negociada. No obstante, el asesinato de la segunda figura más poderosa del régimen iraní, el General Soleimani, representó un salto cuántico en el proceso de escalada. Se trataba, en efecto, de un alto representante de un Estado soberano. De hecho, desde que Estados Unidos derribó el avión del Almirante japonés Yamamoto, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, no había emprendido el asesinato abierto de un alto jerarca de un gobierno extranjero. El riesgo de que una fuerte reacción iraní conlleve a otra mayor de Washington, hace altamente probable la posibilidad de una guerra entre ambos. Una guerra por entero innecesaria que respondería perfectamente a aquello que Obama caracterizó como guerras tontas.
Según señalaba Amanda Macías de CNBC, desde 2001 Estados Unidos ha gastado US$ 5,9 millón de millones de dólares en guerras en el Medio Oriente (CNBC, 14 noviembre, 2018). Trump está creando las condiciones no sólo para seguir por esa vía, sino para hacerle un gigantesco regalo a China. Al centrar nuevamente su atención en el Medio Oriente, Washington descuidaría grandemente su foco en el Extremo Oriente. Ello alargaría la oportunidad estratégica de China más allá de sus expectativas más desmesuradas, permitiéndole alcanzar la hegemonía en el Este de Asia y proyectarse geoestratégicamente hacia el Océano Índico En efecto, la desatención de Washington le brindaría luz verde para expandirse geoestratégicamente en los mares del Sur y del Este de china, consolidar su proyección naval hacia el Océano Índico, absorber bajo su égida a los países de Sudeste Asiático e inclinar en su beneficio los diferendos marítimos con varios de estos.
¿Cómo entender tanta torpeza?