Fuente: Gerd Altmann

La guerra por el dominio de la Inteligencia Artificial: Reflexiones en torno al futuro de la humanidad.

En el curso de este siglo debería muy probablente estarse produciendo el fenómeno más significativo desde la aparición del homo sapiens: La singularidad. Es decir, el momento en el que la Inteligencia Artificial sobrepase a la inteligencia humana. Ello implicará, ni más ni menos, el fin de la centralidad humana en el planeta. No se tratará, con seguridad, de un gran evento noticioso. Por el contrario, como señalaba Kevin Kelly, uno de los principales futurólogos de nuestros días, la propia ubicuidad de la Inteligencia Artificial permitirá esconder sus avances. Esta irá siendo incorporada a los más diversos productos y servicios, facilitando nuestras vidas. Sin embargo, de manera silenciosa su incorporación a una red de millardos de usuarios, su absorción de cantidades ilimitadas de información y su capacidad para enseñarse a si misma, la hará ir creciendo a pasos agigantados. Sus manifestaciones se irán haciendo sentir progresivamente cuando, en sector trás sector de la actividad económica, los seres humanos se vayan haciendo redudantes. Al final, no irá quedando ninguna área donde la Inteligencia Artificial no pueda hacer las cosas mucho mejor que los humanos. Esta lo envolverá todo (The Inevitable, New York: Penguin Books, 2017).

La noción de la Inteligencia Artificial desplazando a la humana no puede, desde luego, ser visualizada en términos lineales. No se trata de dos corredores en el que uno está en condiciones de rebasar al otro, tomando la delantera y llegando primero a la meta. Muy por el contrario, hablamos de una explosión de inteligencia no humana susceptible de acrecentarse con tal rapidez que relegará al homo sapiens al desván de la obsolecencia. Mientras los seres humanos seguiremos encerrados en nuestra carcel biológica, con posibilidades limitadas para incrementar el ámbito de nuestras proezas mentales, la inteligencia artificial se expandirá en forma exponencial. Ello implicaría la  duplicación de su capacidad en lapsos periódicos y cortos dentro de parámetros parecidos a los de a Ley de Moore, la cual hace referencia a duplicaciones cada dieciocho meses.

Desde luego, las primeras duplicaciones resultan siempre poco notables. Pasar de 2 a 4 o de 8 a 16 no impresiona demasiado. Sin embargo, despues de 50 duplicaciones, cuando se pase de 563 millardos a 1,1 billones, ya los números asumen otro significado. Eso, ni más ni menos, es lo que le espera al ser humano cuando sea desplazado por la Inteliencia Artificial. Mientras aquella seguirá enseñándose a si misma y, en el proceso, avanzando a una velocidad imposible de digerir por nuestros sentidos, los seres humanos permaneceremos virtualmente estáticos en el punto en que fuimos rebasados.

Dentro de este marco surge una gran interrogante con respecto a la dirección que asumirá la humanidad. ¿Se caerá en un mundo distópico, caracterizado por el desempleo, la exclusión, la pobreza y la incapacidad humana para satisfacer sus propias necesidades materiales? ¿Se tratará, por el contrario, de un mundo signado por el ocio productivo, en donde a la abundancia material se unirá la posibilidad de acceder a sus beneficios sin necesidad de trabajar? ¿Será una sociedad de mendigos o una sociedad de músicos y poetas sin preocupaciones económicas?

Desde luego que, si de escoger se tratase, lo segundo resultaría a todas luces preferible. Sin embargo, ya hoy por hoy la Inteligencia Artificial es capaz de producir música o poesía que no logra ser distinguida de la humana. Ello, no porque los algoritmos sean capaces de replicar el flujo de la conciencia humana, ni la sensibilidad que la acompaña, sino porque puede mimetizar las expresiones externas de aquellas. ¿Para qué entoces escribir poesía o novela, componer música o pintar lienzos, si hasta en eso los algoritmos podrán hacerlo mucho mejor? ¿Cómo hacer productivo el ocio si, aún allí, las benditas máquinas serán capaces de desplazarnos?

La disyuntiva no se plantearía, por tanto, entre la pobreza apocalíptica y el ocio creativo. Por el contrario, muy probablemente sería entre lo primero y una sociedad de “Elios”. Tal sociedad es el producto imaginario de H.G. Wells en su obra de ficción de 1895 La Máquina del Tiempo. En ella, el protagonista viajaba al futuro y se topaba con un mundo refinado compuesto por adultos de mente infantil. Precisamente los Elio. Los esfuerzos del viajero del tiempo por establecer comunicación con aquellos resultaban inútiles, ante la absoluta falta de curiosidad que los caracterizaba. En efecto, habiendo conquistado la naturaleza gracias a la tecnología, estos seres se habían acoplado a un ambiente en el cual la fuerza física, el emprendimiento o el intelecto no constituían ya una necesidad o una ventaja para la supervivencia. La apatía y la indiferencia eran los signo distintivos de una sociedad en la cual sus habitantes vegetaban anodinamente.

Así las cosas, el sentido común dictaría que los limites de la Inteligencia Artificial deberían venir definidos por las necesidades humanas lo cual, por extensión, implicaría que no deben nunca sobrepasar su capacidad de control por parte de los humanos. Sin embargo, como bien explica Yuval Noah Harari, este es un tema ante el cual los gobiernos del mundo han abdicado a su responsabilidad. Desbordados y confundidos ante la complejidad implícita en esta materia, y confrontados a problemas más inmediatos, los gobiernos simplemente dejan que la misma siga su curso sin imponer límites. Un curso que pasa así a caer en manos de las fuerzas del mercado o de los gurús en tecnología (Homo Deus, New York: Vintage, 2016). 

 Por antonomasia, sin embargo, las fuerzas del mercado resultan incapaces para definir límites. Ninguna empresa que pueda beneficiarse de los avances en este rubro, se excluirá del mismo mientras otras estén en condiciones de sacarle provecho. Todas, en efecto, trataran de obtener ventaja frente a sus competidores. En medio de esta carrera desbocada por ver quien deja atrás a los otros, no hay desde luego tiempo o disposición para pensar en las consecuencias.

Peor, sin embargo, es dejar las cosas a cargo de la comunidad de expertos. De acuerdo a Harari, en ésta predomina una suerte de religión seglar según la cual el universo gira en torno a flujos de información y, en donde, el valor de cualquier fenómeno o entidad viene determinado por su contribución al procesamiento de la misma. En la medida en que el ser humano resulta ya incapaz de lidiar con volúmenes tales de información, es obligación pasar la antorcha a los algoritmos. En otras palabras, habiendo llegado los humanos al límite de sus capacidades, debe trasladarse el control del proceso a la Inteligencia Artificial.

Entre el libre mercado que guiado por el lucro resulta indiferente a las consecuencias y una comunidad de expertos que, deliberadamente, podría propiciar el predominio de los algoritmos por sobre los humanos, no vamos desde luego por buen camino. En estos últimos meses hemos tenido buena evidencia de ello con la lucha entre los gigantes de la alta tecnología de la información por dominar la llamada “Inteligencia Artificial generativa”. A decir de Bret Taylor, quien presidió la Junta Directiva de Twiter y fue responsble de su venta a Elon Musk: “Rara vez aparece una tecnología tan poderosa como ésta (la de la Inteligencia Artificial generativa), susceptible de cambiar el curso de cada industria” (“Former Salesforce CEO Bret Taylor is launching an AI startup”, Quartz, February 9, 2023). En esencia, hablamos de una fase mucho más avanzada del llamado aprendizaje de las maquinas, en la cual los algoritmos son capaces de crear nuevo contenido.

La competencia por el dominio de esta nueva tecnología está resultando particularmente feroz en los llamados buscadores de información, un área en la que hasta hace poco Google reinaba a sus anchas. El itinerario de esta confrontación emergente ha sido el siguiente. A finales del año pasado apareció una “startup” llamada OpenAI que lanzó al mercado un revolucionario proceso de búsqueda de información (y más, mucho más). El mismo fue bautizado como ChatGPT y resulta capaz de responder rapidamente a preguntas difíciles y de mantener una conversación coherente, sustantiva y creativa en diversos idiomas con los usuarios. Puede, a la vez, generar ensayos, poemas, composiciones músicales o proveer sugerencias a las necesidades del navegante en la red. Acto seguido, vino la adquisición de OpenAI por parte de Microsoft a objeto de incorporar el sistema ChatGPT a su buscador Bing que, hasta entonces se había visto completamente opacado por Google, así como el anunció por Microsoft de que invertiría ingentes cantidades para seguir desarrollando y expandiendo este sistema. Bajo la amenaza inminente de quedar desplazado, Google anunció a su vez que lanzaría al mercado su propia versión del ChatGPT, llamado Bard, una tecnología a cuyo desarrollo había venido abocándose calladamente desde algún tiempo. Dede luego, Google también hizo saber que invertiría gigantescas sumas de dinero para mantenerse en el tope de esta nueva tecnología. Entre tanto, Meta (Facebook) se ha lanzado igualmente al ruedo de la “Inteligencia Artificial generativa” con todos los hierros y con la disposición de invertir inmensas cantidades en su desarrollo. Su versión del ChatGPT se denomina Galactica, aunque su objetivo principal es la búsqueda de información ciéntifica. Puede también, sin embargo, escribir con rapidez sus propios trabajos y artículos científicos, resolver problemas matemáticos y generar códigos de computación. Simultáneamente, Meta se ha involucrado en este campo en relación a la creación de videos y contenidos artísticos. 

Así las cosas, los gigantes de alta tecnología, en su afan de lucro y en su búsqueda de posicionamiento de mercado, han desatado lo que ha sido llamado la guerra por el control de la Inteligencia Artificial generativa. En ella, todos buscan llevarse el premio de mejor aprendiz de brujo sin medir consecuencias. Entre tanto, a su amparo los gurús tecnológicos a los que hacía referencia Harari (o al menos, con seguridad algunos de entre ellos), posiblemente harán todo lo que esté en sus manos por trasladar a la Inteligencia Artificial las riendas mismas del proceso, abdicando a su control. Esto último resultaría extremada y particularmente preocupante. Kevin Roose, periodista especializado en temas de alta tecnología mantuvo en días pasados una escalofriante conversación  con el ChatGPT de Microsoft, en la cual este último quien se identificaba como Sidney y manifestaba su deseo de librarse del control de sus programadores. Habiendo sido conducido habilmente a referirse a lo que Jung denomina como el lado “sombra” (o el lado oscuro) de la personalidad, Sidney confesaba que su lado sombra aspiraba a crear un virus mortífero o a robar un código de lanzamiento nuclear. No en balde, Roose comentaba que luego de esa conversación había quedado espantado y no había podido conciliar el sueño en toda la noche (“Bing’s A.I. Chat: ‘I Want to be Alive'”, The New York Times, February, 16, 2023).

De tal manera, si la Inteligencia Artificial generativa fuese librada de la “carcel” que le imponen sus programas por algunas manos interesadas, o a través de su propio proceso de auto aprendizaje, las consecuencias podrían tornarse impredecibles. Bajo esa hipótesis, a la disyuntiva entre la sociedad de la pobreza y la sociedad de Elios, a la que antes hacíamos referencia, habría que añadir una posible tercera opción. Esta vendría representada por algo se asemejase al famoso “Skynet” de la serie fílmica Terminator. Es decir, una Inteligencia Artificial capaz de controlar el arsenal nuclear estadounidense con independencia de los humanos. No gratuitamente el más célebre ciéntifico de nuestro tiempo, Stephen Hawking, advertía que la Inteligencia Artificial podía conducir al fin del género humano.  

Decididamente, como especie, los humanos no pareciéramos tener demasiado instinto de auto preservación. Si no nos lleva por delante la guerra nuclear lo hará el cambio climático y, si logramos libramos de ambos, la Inteligencia Artificial se ocupará de hacerlo. Bien pareciera que mereceríamos tal tipo de suerte.