Mapamundi chinés

Los rasgos distintivos del nuevo orden internacional

A diferencia de la que prevaleció durante la bipolaridad Washington-Moscú, la actual resulta menos estructurada e inmensamente más móvil y fluída. También a diferencia de aquellos tiempos, nada parece indicar que los dos grandes ejes de poder mundial dispongan de la capacidad para subsumir bajo sus objetivos políticos a quienes desean preservar su libertad de acción.
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Tras la Segunda Guerra Mundial el orden internacional resultó claramente bipolar, con Estados Unidos y la Unión Soviética encarnando los dos grandes centros de poder global. Sin embargo, frente a este bipolaridad se erigió el Movimiento de Países No Alineados. En la primera cumbre de este celebrada en Belgrado en 1961, cinco años después de su fundación, el grupo contaba con 29 miembros, mientras que para su quinta cumbre en Colombo en 1976 sus miembros habían llegado a 86. Este incremento en su membresía fue consistente con el proceso de descolonización. Apelando a la neutralidad, sus integrantes lucharon por no ser absorbido por la rivalidad entre las dos grandes potencias. Para ello, sus miembros recurrieron a estrategias diversas. La China de Mao, por ejemplo, adversó a ambas superpotencias por igual bajo la premisa de que ni Washington ni Moscú tendrían interés en desequilibrar la bipolaridad doblegando a China. El Egipto de Nasser, por el contrario, prefirió estimular la competencia entre las superpotencias para ver cual de ellas ofrecía mayores beneficios a su país. A la larga, no obstante, los no alineados no pudieron escapar a los imperativos de la alineación y la mayor parte de sus países debieron acercarse a uno u otro polo. Así lo hizo China a partir de 1972 o Egipto desde la segunda mitad de los años setenta, cuando ambos se arrimaron a los Estados Unidos. Más aún, el calificativo de no alineado constituía con amplia frecuencia un simple eufemismo frente una clara alineación. Buen ejemplo de ello lo constituyó el papel protagónico jugado por Cuba dentro de dicho movimiento en los años 70.

A partir del colapso soviético en diciembre de 1991 el orden internacional se tornó unipolar, con Estados Unidos accediendo a la cúspide incontestada de este. Ello entrañó una auténtica hegemonía global por parte de Washington. En efecto, de acuerdo a la definición clásica de Antonio Gramsci la noción de hegemonía no sólo entraña el reconocimiento por parte del conjunto de un solo liderazgo, sino la capacidad por parte del líder para definir el marco y los términos del debate. La aquiescencia de la comunidad internacional frente al liderazgo estadounidense no admitió dudas, como tampoco lo hizo su capacidad para definir el marco y los términos de las reglas del juego internacionales. Más aún, se trató de una hegemonía que pudo ser instrumentada indirectamente por intermedio de una extensa red de instituciones y mecanismos internacionales que no sólo reconocían un líder único sino también una ideología única. Bajo este orden de cosas, las naciones del mundo debieron escoger entre la alineación a la potencia dominante o el ostracismo del sistema global que este comandaba.

Hoy, las cosas han cambiado. Estados Unidos se ve confrontado a la rivalidad abierta de China, quien le pisa los talones en diversos órdenes. Pero a la vez a la de Rusia que, aunque en su confrontación con Ucrania ha demostrado ser más débil e incompetente de lo que se asumía, sigue poseyendo alrededor de 5.900 ojivas nucleares y el derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero más allá de estas tres grandes potencias, hay otras que emergen con rapidez. Entre estas últimas destaca la India. Es así que se habla del surgimiento de un orden internacional multipolar. Es decir, uno compuesto por varios polos.

Sin embargo, a pesar de esta multipolaridad en asenso, lo cierto el mundo se está dividiendo en dos grandes esferas que hacen recordar a los tiempos de la Guerra Fría. Ello no sólo se plantea en términos geopolíticos, sino que apunta también a un desacoplamiento creciente de estas esferas en lo económico y lo tecnológico. La primera de éstas es liderada por Estados Unidos y tiene su núcleo primigeneo en los países que conforman la OTAN y en la red de alianzas estadounidenses en la región del Asia Pacífico (Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur, Japón y Filipinas integrarían esta última). En total, 33 países que conforman el viejo sistema de alianzas estadounidense. Mientras la OTAN, que representa la más institucionalizada expresión de éstas en la historia, alcanzó ya 75 años, las aliazas estadounidenses en el Asia Pacífico se remontan a los primeros tiempos de la Guerra Fría. Entre ambos subgrupos se ha ido entretejiendo una relación creciente. Ello queda evidenciado por la inédita participación en la última Cumbre de la OTAN de los jefes de Estado o de gobierno de Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda, o por la visita reciente a Tokio y Seul del Secretario General de la OTAN. Taiwán se configura también como un miembro lógico de esta esfera. Ello, a pesar de la ambigüedad de su status internacional y de no conformar un miembro de la comunidad de las naciones reconocido por la mayoría de éstas. En esencia, y con excepción de algunos pocos ahora ausentes como es el caso de Israel, las alianzas estadounidenses actuales constituían el núcleo duro de sus alianzas en tiempos de la Guera Fría.

La segunda esfera gira en torno al eje en vías de consolidación entre Rusia y China. El mismo se sustenta en diversas consideraciones. Entre éstas, una inmensa frontera común de más de 4.300 kilómetros, economías que resultan plenamente complementarias, regímenes autoritarios similares con ópticas coincidentes en diversas áreas, una visión nostálgica con respecto a su grandeza pasada, una trayectoria de ejercicios militares conjuntos, treinta y nueve encuentros sostenidos entre Xi y Putin, una agenda internacional compartida y una estrategia de apoyo a sus respectivas posiciones en el ámbito de las Naciones Unidas. Más aún, las dos naciones mantienen una visión revisionista del orden internacional que el académico de Princeton Gilbert Rozman definía, en 2014, en los siguientes términos: “Esta está motivada por un sentido de identidad nacional que se define por contraposición a Occidente (…) El presidente chino Xi Jinping ha descrito lo que denomina un Sueño Chino, el cual entraña un nuevo orden geopolítico asiático construido por los gobiernos de esa región y en donde Pekín estaría llamado a jugar el papel principal. De la misma manera el Presidente ruso Vladimir Putin ha clarificado su objetivo de crear una Unión Euroasiática donde también Moscú jugaría un papel preminente. Ambos gobiernos han acusado a Estados Unidos de mantener una agresiva mentalidad de Guerra Fría que busca contener sus legítimas aspiraciones de liderazgo en sus respectivas regiones (…) La retórica china de apoyo a las acciones de Putin en Ucrania y la retórica rusa de apoyo a la visión de Xi en el Este de Asia no son coincidencia. Por el contrario, ellas expresan un nuevo orden geopolítico” (“Asia for the Asians”, Foreign Affairs, October 29). Desde entonces, cabría agregar, las ambiciones de China se han vuelto crecientemente globales. Pero más allá del tamaño de sus respectivas ambiciones, ambos comparten un sentido de agravio con respecto a los Estados Unidos y la percepción de encontrarse rodeados por el sistema de alianzas que aquel comanda.

Más allá de que hasta el presente Pekín no esté suministrando armas a Moscú en su conflicto con Ucrania, está la repetición por parte de China de la narrativa rusa con respecto a las causas de la guerra, su rechazo a utilizar el término “invasión” para referirse a las acciones de Rusia, su ausencia de toda crítica a Rusia en la ONU, la reiterada afirmación de amistad sin límites entre ambos y el hecho de que Rusia ha logrado hacer frente a las sanciones occidentales gracias a China. Esto último se expresa por vía del incremento notorio de las compras de energía por parte de China, por las compras a China de todo aquello que Occidente le niega (tecnología, maquinarias, productos electrónicos, metales de base, vehículos, naves, aviones, etc.) y por el hecho de que Rusia puede utilizar a la divisa china para mantener ese dinámico intercambio comercial bilateral. La guerra en Ucrania ha logrado consolidar la alianza entre estos dos países, pero a la vez ha definido una relación desigual entre ellos en la que China se afirma como piloto y Rusia como un distante segundo de a bordo.

Como seguidores naturales de la esfera que gira en torno a este segundo eje se encontrarían, en grado variable, los países que consistentemente han votado contra la condena a Rusia, o eufemísticamente se han abstenido de hacerlo, en las seis resoluciones referentes a la invasión a Ucrania celebradas en la Asamblea General de la ONU. Más alla de China, allí caerían Bielorusia, Bolivia, Camboya, Corea del Norte, Cuba, Eritrea, Guinea Ecuatorial, Irán, Laos, Mali, Nicaragua, Siria, Venezuela y Zimbawe. Dentro de este grupo, Irán y Corea del Norte adquieren particular relevancia. También Surafrica pareciera estar fluyendo hacia este bando. No sólo se apresta a celebrar ejercicios militares conjuntos con Rusia y China en el momento álgido de la guerra en Ucrania, sino que se ha negado a censurarlo en la ONU.

Desde su llegada a la Casa Blanca, Biden quiso encuadrar la rivalidad estadounidense con China y Rusia como una confrontación existencial entre democracia y autoritarismo. En un comienzo esta dicotomía fue vista con profundo esceptisismo por las naciones europeas, para las cuales un país que no sólo venía de ser presidido por Trump sino que en cuatro años podía volver a serlo, carecía de las credenciales suficientes para liderar una cruzada a favor de la democracia liberal. La invasión a Ucrania, sin embargo, se encargó de brindar justificación y consistencia a esta narrativa. No en balde todas las naciones que se han encuadrado bajo el liderazgo de Washington exhiben como denominador común su adherencia al sistema democrático.

Esta dicotomía ha afectado de manera significativa la capacidad de tracción del liderazgo de Washington en el llamado Sur Global. Si en lugar de conceptualizar la guerra en Ucrania como una lucha entre la democracia y el autoritarismo, Estados Unidos hubiese apelado a principios como el de la inviolabilidad de las fronteras o el de la inalienabilidad de la soberanía estatal, el resultado hubiese sido probablemente otro. Fronteras y soberanía son temas de amplia capacidad de convocatoria internacional, que encuentran dolientes por doquier. La noción de democracia liberal, en cambio, no sólo se identifica con parámetros culturales paticulares, sino que ha resultado desacreditada por el fuerte impulso de los populismos que proliferan poe doquier.

A una narrativa con limitada capacidad de tracción se le ha unido la indiferencia de la mayor parte del mundo con respecto a lo que se percibe como un coflicto de naturaleza regional. Es decir, como un problema básicamente europeo. Más aún, como un tópico que es resentido en virtud de su capacidad para sustraer la atención de los centros de poder global de lo que realmente le importa a la mayoría: Los devastadores efectos económicos resultantes de la pandemia. Situación ésta que se ve incrementada ante los impactos alimenticios y energéticos impulsados por ese conflicto ajeno.

Todo lo anterior ha contribuido a elevar el número de los que no se comprometen con una u otra esfera de poder global. Sin embargo, aún antes del conflicto en Ucrania venía evidenciándose una fluidez mayor en el comportamiento de los no comprometidos. Esto cobraba forma a través de una libertad de acción que hubiese resultado impensable en tiempos de la Guerra Fría. Durante aquella, quienes se encontraban al interior de alguno de los dos bloques tenían escaso margen de disidencia. Mientras la Dotrina Brézhnev dejaba claro que las tropas del Pacto de Varsovia se encargarían de mantener a raya cualquier actitud contestataria al interior de la órbita soviética, la mano expedita de la CIA estadounidense estaba lista para propiciar golpes de Estado cada vez que un miembro de su órbita se evidenciaba demasiado independiente. Incluso a los miembros de los No Alineados, como señalábamos, no les quedó otra opción en la práctica que la de terminar arrimándose a uno u otro bando, limitando así su margen de acción internacional.

Muchos ejemplos testimonian la actual autonomía de movimiento de los no comprometidos. A pesar de conformar el histórico “patio trasero” de Estados Unidos, América Latina disfruta de una inmensa libertad de acción en relación a China, nación que se ha transformado en el primero o segundo socio comercial de los países de la región. A la inversa, dentro de la periferia china, los países del Este de Asia mantienen un acercamiento a “la carta” con respecto a las superpotencias. Es así que varios de ellos se vuelcan hacia Washington en la búsqueda de seguridad y, simultáneamente, lo hacen hacia China en persecución de oportunidades económicas.

Este acercamiento a la carta ha encontrado un fuerte impulso a raíz de la guerra en Ucrania. India, asociada a Washington al interior del llamado “Quad” que busca contener a China, ha enfatizado sus vínculos con Rusia tras la invasión. Sus importantes requerimientos energéticos y la opción de que los envíos petroleros rusos aumenten como resultado de las sanciones occidentales, han hecho que Nueva Delhi le de la espalda a Estados Unidos en relación a este tema. Otro tanto ocurre con Israel, quien durante décadas ocupó un lugar primigenio entre las alianzas de Washington, y que ahora fluye hacia una autonomía de movimiento mucho mayor. No queriendo antagonizar más de la cuenta a Rusia, con quien debe convivir en su frontera norte dada la presencia de sus fuerzas en Siria, Jerusalem guarda sus distancias con respecto a Washington. Algo similar ocurre con Arabia Saudita, otro antiguo aliado cercano de Washington, que sin romper con aquel ha pasado a privilegiar los vínculos petroleros con Rusia y las oportunidades comerciales con China.

En síntesis, a pesar de la multipolaridad en ascenso, observamos la consolidación de dos grandes esferas de poder mundial que en mucho reproducen las inmensas tensiones de la Guerra Fría. Al mismo tiempo, sin embargo, la no alineación está a la orden del día. A diferencia de la que prevaleció durante la bipolaridad Washington-Moscú, la actual resulta menos estructurada e inmensamente más móvil y fluída. También a diferencia de aquellos tiempos, nada parece indicar que los dos grandes ejes de poder mundial dispongan de la capacidad para subsumir bajo sus objetivos políticos a quienes desean preservar su libertad de acción.