60 años del armisticio en Corea

Poco que celebrar

Grandes fastos acogerá Pyongyang estos días para conmemorar la firma del armisticio en 1953 que puso fin a tres años de guerra fratricida. Pero lo cierto es que muy poco cabe celebrar. Aquella guerra, tras siete lustros de ocupación japonesa y tres más con zonas de ocupación delimitadas en torno al paralelo 38, fue un calvario para el pueblo coreano, sometido a las diatribas ideológicas de la incipiente Guerra Fría y a los apetitos estratégicos de las dos superpotencias que emergían de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.

Grandes fastos acogerá Pyongyang estos días para conmemorar la firma del armisticio en 1953 que puso fin a tres años de guerra fratricida. Pero lo cierto es que muy poco cabe celebrar. Aquella guerra, tras siete lustros de ocupación japonesa y tres más con zonas de ocupación delimitadas en torno al paralelo 38, fue un calvario para el pueblo coreano, sometido a las diatribas ideológicas de la incipiente Guerra Fría y a los apetitos estratégicos de las dos superpotencias que emergían de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.

Desde entonces, el instinto de supervivencia ha marcado los destinos del país, especialmente tras la disolución de la Unión Soviética. Nunca logró sumar a Corea del Sur a la suspensión de las hostilidades, ni tampoco normalizar las relaciones con EEUU. Aislado, el régimen norcoreano ha sacrificado cualquier expectativa de desarrollo y mejora económica a la entronización de la dinastía militar-burocrática que controla sus destinos. Pese a todo, de heredero en heredero, la monarquía sobrevive a su aislamiento, arguyendo el nacionalismo en sus múltiples manifestaciones como espada de fuego que cercena cualquier posibilidad de evolución.

El tiempo parece detenido en Corea del Norte. Aquel rayo de esperanza que iluminó la península en 2000, cuando una cumbre histórica reunió a los dirigentes de los dos países, se esfumó rápidamente. El diálogo hexagonal auspiciado desde 2003 por China –que perdió hasta 700.000 efectivos en aquella guerra sin cuyo concurso probablemente ganaría el Sur con el apoyo de EEUU-, encalló en 2008, tras la primera prueba nuclear del régimen norcoreano (2006). Y ya van tres, la última en febrero de 2013. De la defensa inicial de un proyecto orientado a satisfacer las necesidades energéticas del país (hoy garantizadas por China en un ochenta por ciento) con acompañamiento internacional (el programa KEDO) se ha pasado a una defensa a ultranza de su derecho a la posesión de armas nucleares.

La escalada de tensión vivida desde comienzos de este año ha servido a Kim Jong-un para fortalecerse internamente, ganarse lealtades y promover a sus fieles. Los optimistas, que no descartan la positiva influencia del periplo formativo exterior en la orientación ejecutiva del nuevo líder, ven en estos cambios, y sobre todo en la recuperación del defenestrado Pak Pong Ju, una posibilidad certera de impulso de las reformas económicas, en línea con lo sugerido por China, que ambiciona participar en la explotación de sus recursos minerales y demás. Los pesimistas advierten que, aun en tal hipótesis, el programa nuclear, motivo principal de fricción con EEUU, no se suspenderá en tanto Pyongyang no reciba garantías de seguridad. Solo el arma nuclear proporcionaría el blindaje que el régimen precisa para evitar hipotéticas agresiones exteriores.

Paradójicamente, a pesar de ser tan denostado, a nadie, ni a los países que lo critican, le interesa el hundimiento del régimen norcoreano. A EEUU le brinda un argumento simple pero efectivo para reforzar sus alianzas con los principales socios de la región con quienes ha multiplicado unos ejercicios militares que extreman el nerviosismo en Pyongyang. Tampoco a Corea del Sur, pues tendría que asumir de golpe un pesado fardo en un momento poco conveniente, centrado como está en asegurarse una plaza de primer orden en los procesos de integración en la región. Japón, en su día muy beneficiado económicamente por la guerra de Corea ya que le convirtió en el principal proveedor de las tropas internacionales, realiza una lectura similar aunque su preocupación mayor es el frente continental. China, por su parte, ambiciona la unificación con Taiwán pero la unificación de la península coreana, a la vista de la desigualdad de fuerzas, estaría liderada por Seúl y Washington, lo que situaría las fuerzas estadounidenses a las puertas de su frontera noreste. Un panorama difícilmente aceptable.

Pyongyang también ha hecho estos cálculos. Con un manejo habilidoso de la provocación, ha demostrado reiteradamente su capacidad para dar una y mil vueltas de tuerca al contencioso, llevando las riendas de una situación que, a la postre, no permite otra salida más racional que la negociación bilateral o multilateral. Así, aunque China apoye en un momento dado las propuestas de sanción en el Consejo de Seguridad de la ONU, sabe que ello obedece al deseo de Beijing de contemporizar con EEUU pero que será prudente en la gestión de su aplicación. La geopolítica impone sus condicionantes de forma inexorable.

No quiere esto decir que los líderes norcoreanos tengan las manos del todo libres y que puedan hacer y deshacer a su antojo. Especialmente en estos momentos cuando en juego está el liderazgo de la región y, sobre todo, la clave sobre la que pivotará: la economía o la defensa. Según sea una u otra, así corresponderá a EEUU o a China. Las amenazas a la estabilidad tan diestramente ejecutadas por Corea del Norte no pueden despertar el entusiasmo en China pues debilitan su estrategia de desarrollo pacífico. Y problemas no le faltan, con la activación de las tensiones en el Mar de China oriental y meridional. Es por ello previsible cierta calma en el futuro inmediato, aunque de los sobresaltos nadie nos va a librar.