Un centenario, dos celebraciones

La Revolución de 1911, que empezó el 10 de octubre de 1911 con un levantamiento armado, puso fin a 2.000 años de régimen imperial al derrocar a la Dinastía Qing (1644-1912) y dio como resultado un gobierno republicano, el primero de Asia. La también conocida como Revolución de Xinhai abrió un nuevo tiempo histórico y político caracterizado por la sucesión de grandes convulsiones internas y la intensificación de las agresiones imperialistas cuyos efectos perduran hasta hoy, cuando China parece tener más al alcance de la mano que nunca la posibilidad de acceder a una nueva estabilidad que ponga a fin a este largo período de modernización.

Desde el triunfo de la revolución maoísta, cuando se inició lo que podríamos considerar el segundo tramo de dicho proceso, se “adelantó” al primero de octubre la fiesta nacional en la China continental, mientras que en Taiwán, a donde se trasladó el derrotado gobierno del Kuomintang (KMT), se mantuvo la fecha del diez de octubre como la más señalada. El régimen de Taipei pasó a simbolizar aquella primera China republicana, mientras que el de Beijing encarnaba la Nueva China.

En el continente siempre se resaltó la importancia histórica de la Revolución de Xinhai, así como el respeto por la figura de Sun Yat-sen, el inspirador de aquel proceso, cuya viuda, Soong Ching-ling, asumió responsabilidades destacadas en el nuevo poder, mientras su hermana, esposa de Chiang Kai-shek, se exiliaba en Taipei, escenificando también en lo personal el drama de aquella partición de facto. No obstante, no pasó a formar parte significativa del calendario político.

El Partido Comunista de China (PCCh) y el KMT colaboraron formalmente en dos ocasiones, interrumpidas por períodos de dura represión y guerra civil. El ideario maoísta iba mucho más allá de los Tres Principios del Pueblo (soberanía, democracia, bienestar) del KMT, a tono con el idealismo emancipador de la época. La política de reforma y apertura promovida en Beijing en los años ochenta acabó por acentuar dicho reconocimiento, hasta el punto de que hoy, en el nuevo clima bilateral existente entre las autoridades de China continental y Taiwán, dicha fecha representa un nuevo factor de acercamiento, aunque inevitablemente complejo porque la historia, más si es reciente, sigue siendo objeto de controversia.

En Taiwán, por su parte, la celebración adquiere un énfasis absoluto, contribuyendo de paso a ese empeño resinizador del KMT, de nuevo en el gobierno desde 2008, con el que trata de diluir el impulso taiwanizador desplegado por una oposición, la del Partido Democrático Progresista, que considera tales vínculos históricos como un pesado lastre que hipoteca la difícil existencia soberana de la isla y su futuro. Entre 2000 y 2008, el ex presidente Chen Shui-bian intentó refundar la identidad taiwanesa cortando puentes y distanciándose de la realidad continental.

El centenario de aquella revolución es revelador del denodado esfuerzo de la sociedad china por encontrar un rumbo específico para poner freno a la decadencia de los últimos siglos y abrazar la modernidad, para unos, necesariamente adaptada a sus singularidades civilizatorias mientras que, para otros, forzosamente homologada con las sociedades más desarrolladas del planeta. Por otra parte, evidencia el carácter inconcluso de dicho proceso ya que, pese a los avances registrados en el último siglo, a China le queda aún un largo trecho por delante para liberarse de todos sus demonios. No obstante, cabe significar que aquel levantamiento marcó un punto y aparte, abriendo el camino a una plena recuperación del país cuyas máximas proyecciones alcanzan a nuestro tiempo.

Paradójicamente, cuando más se aleja dicha fecha más repunta una nueva evaluación del pasado previo en la que sobresale el esfuerzo por identificar hechos y valores positivos capaces de contribuir a forjar una nueva identidad china que pudiera resultar aceptada por todos sus ciudadanos. La reivindicación del confucianismo a uno y otro lado del Estrecho de Taiwán, a despecho de aquellos revolucionarios que en 1911 lo asociaban con la causa más profunda de su decadencia, forma parte de dicho proyecto que precisa de imaginarios lo suficientemente sólidos como para eclipsar las décadas de confrontación.

Indudablemente, el acercamiento económico de los últimos años y la construcción de amplias redes de contacto y relación entre las dos orillas ha relajado mucho la tensión. Dichos fenómenos ensanchan los espacios para el entendimiento pero no han conseguido, por el momento, truncar los mutuos recelos y puede que, por si solos, no lo logren nunca. Para vencer la desconfianza es preciso fijar referentes simbólicos que puedan ser compartidos por ambas partes.

En suma, la celebración de este centenario, por partida doble aunque con diferente intensidad, nos recuerda la importancia histórica de aquel despertar chino, pero también la pendencia de la unificación, una asignatura sujeta a tensiones profundas, difícil de gestionar, pero que deberá tener en la Revolución de 1911, más que en la victoria-derrota de 1949, su referente primero de ansiar llevarla a cabo de forma pacífica. Las dos Chinas podrán reencontrarse en ese futuro más o menos lejano recuperando las aspiraciones esenciales de aquella insurrección. Pese al siglo transcurrido, no han perdido su vigencia.