Beijing, Beijing…

A simple vista, Beijing no parece una ciudad especialmente atractiva. Sobre todo hoy día, cuando el empeño en hacer de ella otro espejo inigualable de la China moderna, con sus rascacielos y grandes avenidas, convierte su identidad más profunda y querida en un anacronismo que parece perdurar a contracorriente. No obstante, a pesar de tanta destrucción física y espiritual impuesta por una modernidad que no exageraríamos en calificar de pueblerina en muchos de sus trazos más notorios, perviven aun rincones y espacios que le confieren un alma especial, quizás venida a menos pero viva, auténtica y rebelde, que nos habla de pasados imperiales y vocaciones patrióticas que forman parte de la propia agenda del corazón de país, pero igualmente de una humanidad cercana y ajena al trajín bullicioso que amenaza con arruinar la felicidad de los pequineses.

A despecho del Beijing del tráfico insoportable y el smog asfixiante, restan aun parques entrañables en los que el único ruido admisible es el de las chicharras en verano y el tiritar de las hojas y ramas de los sauces llorones en la cortísima primavera. Las frecuentes tormentas de arena en esta época del año se toman un respiro en el que muchos ciudadanos consideran un abrigo natural para disfrutar de la soledad, la meditación o el encuentro. Mi preferido en Beijing es Yuyuantan, un parque situado en las inmediaciones del Museo Militar, el único gratuito de la capital. “Verdes y vigorosas hierbas crecen en Yuyuantan/ los susurros de las fuentes se oyen a lo lejos/Entre los sauces llorones se proyectan las sombras de las colinas/En el ocaso las flores de durazno flotan sobre el agua”, reza un poema de más de ocho siglos. No es Yuyuantan uno de los parques de recorrido habitual para turistas con poco tiempo para gozar de distracciones fuera de programa, pero en su limitada geografía pueden encontrarse mil y un retazos de un pasado inmediato convulso que invita a la reflexión sobre el ir y venir de las utopías y sus intervalos.

Junto a los parques, Beijing ofrece como gracia su peculiar tapiz rururbano en proceso de extinción y que bien merece ser apreciado en toda su rica fisonomía. En la zona de Gulou, por ejemplo, pasear por los hutones y sentarse en cualquier extremo para observar en silencio los restos de la vida rural que aún subsisten en la capital china, constituye un placer sencillo al alcance de cualquiera. Pocas cosas auténticas quedan en Beijing y es en los hutones donde mejor se puede apreciar ese estilo de vida rural y simbiótico encajonado en una mega urbe cercana a los veinte millones de personas. Los hutones se encuentran no precisamente en su periferia de hipotéticas favelas sino en pleno corazón de la ciudad, en el entorno del Palacio Imperial y de la plaza de Tiananmen. ¿Cuánto resistirá? No son barrios esplendorosos, pero si constituyen un autentico lujo que no deja a nadie indiferente.

Calles y callejuelas, muros y templos, mercados y tiendas, todo ello con esas denominaciones poéticas que nos hablan del viento de otoño, del profuso verdor, de la luna de madrugada, del arco iris colgante o la reluciente nieve, nos recuerdan que alguna vez hubo aquí una sensibilidad que no pocos quisieron adjetivar como sinónimo de decadencia, tumba del progreso y espejo de una China de espaldas a la gente común.

Esa Beijing con alma propia es un manantial de delicadeza que se erige como firme baluarte frente a la Gran Destrucción Cultural que vivió el país en décadas pasadas, pero también frente a la actual, desatada por los intereses de la especulación inmobiliaria que no entiende otro lenguaje que el del ladrillo, ya no rojo, tan exento de humanidad como de elegancia.

La capital de China es un microcosmos de la inmensa transformación que vive este país, con sus tensiones y despertares, pero con el añadido afortunado de un poso cultural y civilizatorio que puede respirarse en muchas de sus esquinas. En conjunto, conforman una monumentalidad diferente a la retratada en esas guías de la ciudad inevitablemente abocadas a descartar rincones para adaptarse a las exigencias del viajero común.

El breve lapso transcurrido en tan ingente transformación nos facilita la posibilidad de contrastar y acompañar dicha evolución simplemente hojeando las páginas de “viejas” guías, editadas a finales de los ochenta o poco antes, y que nos transmiten esa sensación de vértigo que acompaña el cambio chino. Libros que, una vez más, nos ilustran acerca de su auténtica y más profunda identidad. La que en verdad vale la pena conocer.