China se planteó la celebración de las Olimpíadas de 2008 en Beijing como una oportunidad inmejorable para demostrar a su propia ciudadanía que la recuperación de cierto status internacional era un hecho y también al mundo que el proyecto modernizador inspirado por Deng Xiaoping a partir de 1978 haría irreversible la afirmación de un país próspero, moderno y abierto al exterior como nunca. No obstante, y contrariamente a dichos deseos, la explosión de incidentes en Tibet el pasado 14 de marzo parece haber dado el pistoletazo de salida a las múltiples tensiones de este Estado-región, reflejando ante sí misma las enormes carencias del proceso modernizador que al tiempo de éxitos indudables presenta sombras de considerable grosor. Así, las Olimpíadas de agosto van camino de convertirse en un espejo de tantas tensiones acumuladas, dañando seriamente la imagen de China y poniendo en cuestión su capacidad para manejar de forma responsable crisis internas que podrían conocer nuevos episodios en los próximos meses (desde la temida revuelta uygur en Xingjiang a la emergencia del reprimido movimiento de Falun Gong), poniendo en jaque a unas autoridades con crecientes dificultades para someter tanta disidencia.
En octubre de 2007, el XVII Congreso del Partido Comunista de China (PCCh) destacó en sus debates y conclusiones la necesidad de acometer un doble esfuerzo en los años venideros para hacer realidad la armonía proclamada por Hu Jintao. Ese doble esfuerzo se concretaba en dos impulsos: el social y el democrático. Del primero se ha hablado mucho en los últimos años, a sabiendas de las inmensas insuficiencias que han acompañado el crecimiento y el desarrollo exponencial de las últimas décadas, prestando mucha atención a la eficacia económica pero muy poca a la justicia social. Las deficiencias de todas las áreas del bienestar (salud, educación, sistema de pensiones, etc), visibles tanto en el medio rural como incluso en el urbano, indican las quiebras de la capacidad del Estado para modernizarse a sí mismo. Cabe reconocer que no es tarea fácil en un país en vías de desarrollo, como lo es China aún, a pesar de esos números absolutos que tanto nos apabullan, y de tan considerable población (que ha registrado una importante caída en sus cifras de pobreza), pero los programas sociales, anunciados con reiteración desde 2006 y nuevamente en las sesiones de la Asamblea Popular Nacional (APN) de este año, constituyen una necesidad extrema para amortiguar los conflictos sociales y redistribuir la riqueza aminorando la desigualdad.
En lo que atañe a la democracia, el compromiso de los dirigentes chinos muestra tres vertientes: de una parte, fomentar la participación social y alargar, en amplitud e intensidad, los derechos cívicos; de otra, reformar la administración estatal para hacerla más eficiente y con mayor capacidad para servir a la sociedad y homogeneizar el ejercicio público a nivel territorial enfatizando áreas de especial proyección (tecnología o medio ambiente); por último, perfilar un diseño político adaptado a sus características. Todo ello, al parecer, sin poner en cuestión las características esenciales del modelo vigente: predominio absoluto del PCCh, no separación Estado-Partido, haciendo concesiones, todo lo más, al imperio de la ley, a la participación creciente de independientes en la acción de gobierno o a la potenciación del singular pluralismo que encarnan los llamados ocho partidos democráticos, que “aceptan” el liderazgo del PCCh. Esta es la hoja de ruta inicial para los próximos quince años, quizás más.
El problema territorial
Los sucesos de Tibet del 14 de marzo y también los menos publicitados de Xingjiang acaecidos el 23 del mismo mes(1), evidenciaron, entre otros, las fragilidades del modelo autonómico chino. No estamos ante problemas históricos o religiosos, aunque la historia y las religiones (budista en un caso, musulmana en otro) formen parte del problema, sino ante conflictos de naturaleza política a los que el Gobierno chino ha venido respondiendo de triple forma. De una parte, impulsando el desarrollo económico y social de dichas zonas; de otra, manteniendo un férreo control político, mucho mayor incluso que el practicado en las provincias de mayoría han, lo que, de entrada, anula cualquier posibilidad de ejercicio efectivo de una autonomía creíble; por último, convirtiendo las respectivas culturas, en especial en Tibet, en una expresión de identidad desprovista de significación política, reconduciéndola a una manifestación neutra y folklórica de especial utilidad para promover el desarrollo de un turismo gestionado, en buena medida, por profesionales originarios de otras provincias de mayoría han.
Es verdad que la situación general de Tibet ha mejorado en los últimos años. Las inversiones del Gobierno central han sido muchas e importantes y se ha roto con la tradicional incomunicación de la región con la apertura del tren Qinghai-Tibet el 1 de julio de 2006. Numerosos índices económicos y sociales dan cuenta de ese cambio (el PIB, por ejemplo, ha crecido más de un 12% durante siete años consecutivos). Pero también lo es que los principales beneficiarios de la nueva situación son los han y los hui (musulmanes) llegados a la región con el objetivo de enriquecerse con el filón de oportunidades abiertas en las regiones del Oeste. Ello explica, en parte, la onda destructora de los rebeldes tibetanos que, según fuentes oficiales, prendieron fuego a más de mil establecimientos regentados por ciudadanos de otras nacionalidades, ocasionando la muerte de varios de sus propietarios y empleados. El progreso, el desarrollo técnico, las mejoras en la educación o la salud y, en general, el mejor nivel de vida, no han sido suficientes para seducir a los tibetanos, que siguen viviendo en su mundo, lleno de una espiritualidad rica y profunda, bien alejada de la obsesión por la riqueza que hoy invade la mentalidad de los han.
China no renunciará nunca a estos territorios, pues ambos tienen un alto valor estratégico como terrazas ante la vecina India o Asia Central, con importantes recursos minerales o acuíferos. Pero lo que está en juego es su propia capacidad para integrar a las nacionalidades minoritarias en un proyecto estatal compartido y compartible. Si no cabe defender, ni mucho menos a capa y espada, un regreso de la teocracia de un Dalai Lama y sus huestes con un discurso político-religioso deliberadamente ambiguo y, al contrario, cabe apostar por la autoorganización de la sociedad civil como expresión de un proyecto laico y democrático para Tibet, a China le cabe la responsabilidad de intentar perfilar un lenguaje común que sea capaz de superar el actual paternalismo virtuoso pero humillante, poniendo freno al auge migratorio y otras expresiones de clara vocación colonialista. Se equivoca si todo lo reduce a una conspiración organizada con el objetivo de manipular los sentimientos de la opinión pública internacional. Las frustraciones son igual de reales.
La cuestión tibetana ha logrado que China sea señalada con el dedo por numerosos sectores. Su reacción se ha caracterizado por denunciar la interesada manipulación mediática (con numerosos episodios lamentables que demuestran la clara intencionalidad de muchos medios de comunicación cegados por una predisposición hipercrítica en relación a China y que conecta con el alarmismo de hechos anteriores como los productos o alimentos defectuosos) y ofrecer el tradicional aluvión de informaciones destinadas a contrarrestar las denuncias de la oposición externa(2). Pero en esta competición, Beijing lleva las perder. Las simpatías parecen estar del otro lado. Cabría hablar también de una tercera reacción, menos visible: el aumento de la paranoia en materia de seguridad ante la proximidad de los Juegos, que ha disparado los temores y, probablemente, acentuará la represión “cautelar”.
Cabe reconocer los esfuerzos de China por poner fin al oscurantismo que los lamas impusieron en Tibet, en su día con un inmovilismo socio-político muy superior incluso al del régimen chino, pero puede servir de poco si a la mística tibetana no opone una nueva cultura política que trascienda el pragmatismo y el materialismo de que ha hecho tanta ostentación para convertir a los hipotéticos beneficiarios en sujetos de su propio progreso y de conformidad con los vectores esenciales de su identidad.
Democracia, derechos humanos y semántica
La asunción semántica de valores considerados universales forma parte del bagaje político-institucional de la China actual. Las autoridades de Beijing no se oponen a ellos, al contrario, dicen reconocer esos valores, con dos matices: habrá que adaptarlos y se necesita tiempo para ello. En principio, nada habría que objetar. Nuestros sistemas no son ni mucho menos perfectos, aunque esa imperfección ““incluyendo los retrocesos post-11S”“ o el relativismo cultural tampoco pueden servir de subterfugio para eludir la esencia de los mismos. Pero China tiene todo el derecho del mundo a buscar su propio camino y a establecer un régimen tan singular como considere preciso.
Hoy se recuerda en Beijing que entre la Revolución Francesa (1789) y el reconocimiento del derecho de sufragio de las mujeres (1945) medió siglo y medio; y que algo más consumió el reconocimiento efectivo y pleno de los derechos políticos de la población negra en EEUU. La democracia estaba inserta en el programa del movimiento del 4 de Mayo de 1919, punto de inflexión del despertar chino ante el período de decadencia y humillación en que habían sumido el país las últimas dinastías imperiales y las potencias extranjeras. La democracia dice ser el objetivo del PCCh en los próximos quince años, llegando a ser plena en Hong Kong en 2017, con elecciones directas, y con avances significativos en el continente, conducidos entonces por el llamado a suceder a Hu Jintao, Xi Jinping. Por el momento, palabras aparte, los experimentos conocidos de democracia campesina no ofrecen muchas esperanzas de emergencia de un auténtico pluralismo. Al final, el proceso se ha reconducido a nuevas formas de legitimación del poder del PCCh, quien destaca por encima de cualquier otra institución o expresión de autonomía efectiva que intenta siempre someter. Todo ello añade gran incertidumbre al futuro democrático de China, ciertamente incluido en la agenda interna, pero con un perfil que, por el momento, no es del todo tranquilizador. Incluso podríamos decir que su objetivo declarado excluye la aplicación del modelo occidental, considerado inadecuado para todas las latitudes(3). Ello abre interrogantes sobre su identidad futura, si bien parece lógico que el contexto cultural e histórico se tenga en cuenta y que puedan admitirse sin ambages formas de democracia necesariamente plurales.
El nivel de desarrollo económico es otro factor importante. En mente está el proceso seguido por la República de China en Taiwán. Las similitudes entre el PCCh y el KMT (Kuomintang, reciente ganador de las elecciones presidenciales del 22 de marzo y firme defensor de la pertenencia de Tibet a China) son más de las que pudieran adivinarse a simple vista. También los modelos de modernización en lo económico presentan muchos elementos en común. Las disidencias internas y la emergencia de una sociedad civil obligaron al KMT a liderar el proceso de liberalización en lo político a finales de los años 80 del siglo pasado, demostrando así, a la postre, que la identidad y la cultura oriental en nada objetan valores como los insertos en el catálogo básico de libertades públicas, aunque subsistan cinco poderes en vez de los tres clásicos de nuestro sistema. El acercamiento entre el PCCh y el KMT, iniciado en 2005, tiene, pues, una trascendencia añadida de gran valor, ya que la experiencia de Taiwán en lo político podría acabar por incorporarse a la agenda bilateral, lo que, además, podría facilitar la identificación de una fórmula más flexible que la actual (un país, dos sistemas) para culminar la unificación estatal.
La presión y sus efectos
Los sucesos en Tibet y la presión ejercida sobre el régimen chino durante el recorrido de la antorcha olímpica por algunas capitales del mundo desarrollado, con anuncios de cancelación de asistencias a la ceremonia inaugural de los Juegos, han extendido una ola de indignación en buena parte de la sociedad china. Ello se debe esencialmente a la incomprensión por la parcialidad, cuando no manipulación (la utilización de fotografías de la represión de una manifestación de exiliados tibetanos en Nepal o de una película donde soldados chinos colaboraban como figurantes disfrazados de monjes) del tratamiento informativo de los sucesos del 14 de marzo en los medios occidentales y al apoyo prestado a un movimiento que responsabilizan del pogromo de Lhasa. En el fondo, piensan muchos, los intentos de desprestigiar a China ante la opinión pública internacional (haciéndola responsable desde el aumento del precio del petróleo o los cereales al cambio climático, pasando por la situación en Darfur) son un mal pretexto y consecuencia del pavor al renacimiento del país que, de consumarse, podría poner freno a la “arrogancia” occidental, ya en entredicho cuando el epicentro de la vida económica internacional se traslada a la región de Asia-Pacífico.
Ese brote de nacionalismo en la mayoría han (en torno al 92% de la población), por otra parte, facilita y mucho las cosas al PCCh, quien renueva sus argumentos sobre la necesidad de estar alerta ante los peligros que acechan la emergencia del país, y encuentra comprensión y complicidad en una población que si bien no ha ahorrado críticas con respecto al comportamiento occidental en muchas ocasiones (confundiendo derechos e intereses en función de sus ambiciones estratégicas), esperaba las Olimpíadas como una oportunidad para armonizarse con ese mundo exterior y desarrollado que en buena medida también admiran, después de una dilatada historia de desencuentros en los que siempre han llevado las de perder. La falta de estima del intenso esfuerzo realizado en estos años, alimenta un sentimiento de “injusticia” que invade a aquellos chinos escasamente predispuestos a admitir más lecciones de Occidente.
¿En qué medida puede funcionar la presión con China? Para lograr resultados efectivos debe poder gestionarse. No debe sobreentenderse con ello la imposición de cualquier tipo de corsé, sino que, más allá de las consideraciones económico-empresariales, el factor cultural e histórico-civilizatorio, tienen su importancia a la hora de tratar con Beijing. Cabe exigir que China cumpla sus promesas y sea fiel a esos compromisos contraídos (y trascendiendo las asimilaciones simplemente semánticas) para los cuales hoy, en teoría, no existen obstáculos ideológicos en el PCCh, pero debemos tener en cuenta las singularidades de su cultura política, única en muchos sentidos, hoy obsesionada con la recuperación a toda costa de su posición central en el sistema internacional y con la superación de las humillaciones del pasado infringidas por los grandes países occidentales.
Evitar que Beijing derive en un nacionalismo exacerbado y, al tiempo, partiendo de un buen conocimiento de la realidad, enviar mensajes claros y coherentes a sus dirigentes y a la sociedad china, serán actitudes mucho más efectivas que cualquier ultimátum que, en el fondo, no es más que un simulacro de firmeza que los estados occidentales abandonarán a la primera de cambio para satisfacer otros apetitos mayores que los principios. Lo que está en juego va mucho más allá del éxito o el fracaso de las Olimpíadas.
Notas:
(1) Las protestas tuvieron lugar en la ciudad de Hotan.
(2) Ver www.anti-cnn.com.
(3) Renmin Ribao, 4 y 5 de febrero de 2008.