Nadie podría negar la extraordinaria vitalidad estadounidense en ciencia, tecnología, servicios en general, universidades, gerencia, finanzas o industria del entretenimiento. A no dudarlo dicho país se encuentra a la vanguardia del mundo en campos como los citados. Sin embargo, a pesar de lo anterior, en Estados Unidos se habla y se piensa de manera extrañamente arcaica. La suya es una incomprensible amalgama entre factores extremos de modernidad y tradicionalismo. Luego de dejar claros los primeros, exploremos los segundos.
Nadie podría negar la extraordinaria vitalidad estadounidense en ciencia, tecnología, servicios en general, universidades, gerencia, finanzas o industria del entretenimiento. A no dudarlo dicho país se encuentra a la vanguardia del mundo en campos como los citados. Sin embargo, a pesar de lo anterior, en Estados Unidos se habla y se piensa de manera extrañamente arcaica. La suya es una incomprensible amalgama entre factores extremos de modernidad y tradicionalismo. Luego de dejar claros los primeros, exploremos los segundos.
Sus excesos de religiosidad lo transforman en un pueblo más cercano a los fundamentalistas del Medio Oriente que a sus congéneres de Occidente: 39% sus habitantes se califica a sí mismo como “cristianos vueltos a nacer”; 39% interpreta literalmente la Biblia; 46% de sus protestantes y 71% de sus protestantes evangélicos creen el Armagedón (la guerra del fin del mundo) y en la segunda venida de Cristo; tres de cada cuatro estadounidenses creen en el creacionismo y sólo uno de cada cuatro en la teoría de la selección natural de las especies (Kevin Phillips, American Dynasty, London, 2004; John Micklethwait & Adrian Wooldridge, The Right Nation, London, 2004; Time 6 November 2006).
Su puritanismo social resulta atípico. En palabras de Micklethwait y Wooldridge, arriba citados: “Los estadounidenses están determinados a penalizar, regular, legislar o a asignarle un carácter patológico a las más insignificantes amenazas sociales”.
Su concepto del castigo resulta proporcional a lo anterior: 70% de sus ciudadanos respalda la pena de muerte al tiempo que con 2,2 millones de encarcelados dispone sobradamente de la mayor población penal del mundo. Su tasa de encarcelamiento resulta hasta diez veces mayor que la del resto de Occidente (Micklethwait y Wooldridge; Jeremy Travis, The Growth of Incarceration in the US, Washington DC, 2014).
Su mitología nacional hace que se perciban a sí mismos como una sociedad elegida por Dios: la “Nueva Israel”. Ello da sustento a una suerte de religión seglar asumida con intensidad similar a la de su fervoroso cristianismo. La misma se expresa a través de la convicción de disponer de un modelo societario superior y de constituir la expresión de una historia excepcional en los anales humanos. Ello implica, por extensión, el impulso misionero de difundir su modelo por el mundo.
También formando parte de su mitología nacional aparece el llamado “espíritu de frontera”. Al igual que el “excepcionalismo” aludido en el párrafo anterior, éste responde a la creencia de ser un pueblo que se ha formado enfrentando peligros. Un pueblo siempre circundado por la amenaza. Según Ziaauddin Sardar y Merryl Wyn Davies: “La frontera del Oeste no es historia, es expresión de la interpretación dada a la historia, un genuino espacio mítico. Es atemporal. La frontera del miedo, al igual que ocurrió con la frontera del Oeste, está siempre en continuo movimiento” (American Dream, London, 2004). La paranoia extrema resultante del 11 de septiembre se inscribe dentro de una tradición que abarca desde las brujas de Salem hasta el mccarthismo. Es la tradición del enemigo que acecha.
Íntimamente ligado a lo anterior se encuentra el derecho de todo ciudadano a portar armas, consagrado por la Segunda Enmienda de la Constitución. Herencia de la milicia armada que se enfrentó a los británicos y que le dio su independencia a Estados Unidos, este derecho permanece como un anacronismo histórico que periódicamente se traduce en matanzas colectivas por parte de desequilibrados mentales. Pero también ligado a lo anterior está la necesidad de superar militarmente con creces al resto del mundo combinado.
Su dinámica social se encuentra anclada en sus “padres fundadores”, así como en Locke y los liberales ingleses del siglo XVIII. Ello se expresa en su temor a la “dictadura de las mayorías”, con la consiguiente necesidad de promover una sociedad compuesta por grupos e intereses contrapuestos. La democracia pasa así a ser concebida como una proliferación de minorías a cuya protección debe abocarse el Estado. El resultado de ello es la primacía de los grupos de presión por sobre el interés general, en medio de un entorno en el que los diversos intereses grupales dejan sin espacio a los del conjunto social.
La suya es una cultura de la virtud asentada en los valores inmanentes definidos por sus padres fundadores, en la que Dios y la protección divina constituyen referencias cotidianas. Una sociedad proclive a fundamentalismos y a extremos como resultado de la fijación en sus raíces, mitologías y espíritu de misión. No en balde el reconocido futurólogo Jeremy Rifkin señalaba que “el espíritu estadounidense languidece cansadamente en el pasado” (Newsweek, March 26, 2007).
Estados Unidos, como vemos, se encuentra simultáneamente a la vanguardia del mundo moderno y en rebelión contra éste. Ello no sólo hace extremadamente difícil comprender a este pueblo, sino que coloca al planeta en un estado de sobresalto permanente con respecto a las sorpresas que el mismo pueda dar.