Don Pedro I de Brasil IV de Portugal. Fonte: Wikipedia

Hispanoamérica y Brasil: Diferencias y paradojas 

La manera en que España y Portugal asumieron la conquista de sus territorios en América no pudo ser más diferente. Para los españoles la reconquista de su territorio frente a los moros y la conquista de América representaron un proceso continuo. El año de 1492 conecta a ambos fenómenos, dando fin a la primera de las dos empresas e iniciando la segunda. Ello adquiere profundo significado. Ningún otro país europeo sin el sentido de movilización militar y religioso que evidenció España a lo largo de ocho siglos, hubiese podido acometer la epopeya americana con tal determinación y energía.

En poco más de cincuenta años, España subyugó, cristianizó, urbanizó, pobló, encauzó económicamente, fundo universidades y brindó estructuras administrativas a un espacio físico y humano desmesurado. Un espacio cuya geografía estaba conformada por selvas tropicales inaccesibles, cordilleras intransitables y desiertos inclementes.

Durante esas primeras cinco décadas, en efecto, los conquistadores españoles derrotaron a civilizaciones y a pueblos indígenas inmensamente superiores en número y acostumbrados a la guerra. Ello incluyó a dos de los mayores imperios de la época, el Azteca y el Inca. Más allá de los excesos de violencia cometidos, los cuales son aún resentidos, se trató de una empresa sobrehumana.

Durante ese tiempo, y más allá también de la destrucción de códices y creencias ancestrales o de dar la espalda a los avances de aquellas civilizaciones tales como los conocimientos astronómicos mayas o la sofisticación de las redes de conectividad incas, los españoles materializaron lo que para ellos era importante: evangelizar a todo un continente. Esto, en si mismo, representó un esfuerzo superlativo que implicó el dominio de las lenguas y de las simbologías indígenas, como instrumento de enseñanza religiosa.

Acostumbrados a fundar ciudades, en el proceso de expansión de fronteras que caracterizó a su lucha contra los moros, los españoles trasladaron a América este impulso urbanístico. Durante el lapso de tiempo citado dieron origen a una amplia red de centros urbanos a todo lo largo y ancho de la geografía americana. Construidos bajo una visión estratégica, los mismos integraron a los espacios interiores y a estos, a la vez, con los puertos marítimos.

Poblar resultó una tarea paralela a la de urbanizar. Nuevas villas, pueblos y ciudades implicaban familias. Esto, a la vez, implicaba traer mujeres de España. Es creencia generalizada que la ausencia de mujeres españolas durante ese período impulsó el mestizaje. Ello es cierto, pero no del todo. Según el historiador español José Luís Martínez, mayor tratadista en este tema, un tercio de los arribos a tierras americanas durante el primer cuarto de siglo de la conquista se correspondió a mujeres. Aproximadamente, por tanto, una mitad de los conquistadores pudo casarse con españolas (Pasajeros a Indias, Madrid, Alianza Editorial, 1983).

A partir de 1545 comienza el desarrollo minero en gran escala en tierra americana. Esto puso en marcha una ambiciosa dinámica de interconexión económica y de construcción de infraestructuras. Los trabajadores de las minas necesitaban viviendas y alimentos, mientras el trabajo en estas requería de herramientas, utensilios y cuero en cantidad. Mulas y caballos eran necesarios para mover el oro y la plata a los puntos de exportación, lo cual a la vez requería de caminos y puertos. Haciendas y hatos ganaderos eran a la vez necesarios para proporcionar alimentos, bestias de carga y cueros. Y así sucesivamente en medio de una compleja imbricación de actividades.

En 1538 se funda la primera universidad de las Américas, la de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo. Esta sería seguida en 1551 por las universidades de México y de San Marcos en Lima. A la vez, una sólida estructura administrativa fue instaurada durante dicho lapso. Desde España el Consejo de Indias tenía jurisdicción sobre sobre el conjunto de las tierras en América, mientras en esta última dos virreinatos, los de Nueva España y Perú, controlaban a las audiencias (entre ellas la de Santo Domingo y Santa Fe de Bogotá), las cuales a la vez lo hacían sobre gobernaciones y ciudades.

Nada remotamente parecido ocurrió durante los cincuenta y tantos años posteriores a la llegada de los portugueses a Brasil en 1500. El hecho de que Portugal hubiese reconquistado su propio territorio de los moros 243 años antes que los españoles el suyo, definió otra prioridad. Esta vino representada por la exploración y el comercio marítimos. Para 1510 los portugueses estaban fundando la ciudad de Goa en la India y, pocos años después, controlaban el comercio mundial de las especies desde sus fortificaciones en la actual Indonesia.

Portugal tenía, a no dudarlo, una vocación global y comercial desconocida para los españoles. Sin embargo, mientras estos últimos controlaban a plenitud sus posesiones, los portugueses tenían un dominio laxo de las suyas. No en balde, no tardarían en ser expulsados de gran parte de aquellas tierras lejanas por los holandeses.

Mientras todo aquello acontecía, el Brasil portugués languidecía en el abandono. Apenas si un puñado de factorías de exportación de productos primarios de distribuían en sus costas. Los pocos portugueses llegados a aquellas tierras, aprovechando la tradición indígena de incorporar a sus tribus a quienes desposasen a sus mujeres, se unían a tantas como podían entre las distintas tribus. Sus hijos, mucho más cercanos a la cultura de sus madres que a la de sus padres, hablaban en lengua Tupi.

Surgen de allí, en lo que es hoy Sao Paulo, los llamados Bandeirantes. Se trataba de un grupo humano rudo y primitivo que, precedido por sus banderas, se adentraba en nuevos territorios a la caza de indios. Ello, con el objetivo de venderlos como esclavos. Este proceso de penetración en los espacios interiores de la geografía brasileña los convertiría en pioneros hoy celebrados de la nacionalidad.

Los procesos de institucionalización y cohesión territorial de las vastas tierras portuguesas en Brasil demorarían mucho más que las de aquellas dominada por los españoles. Paradójicamente, al momento de acceder a sus respectivas independencias, la institucionalización y cohesión territorial del Brasil superaría con creces a las de las nuevas repúblicas hispanoamericanas. La razón más directa de esto último estuvo vículada a la invasión de la Península Ibérica por parte de las tropas napoleónicas y a las consecuencias radicalmente distintas que ello produjo en las colonias españolas y portuguesas de allende el Atlántico.

Lo anterior habría de marcar profundamente la historia de Hispanoamérica y Brasil más allá de su independencia. Mientras, como resultado de dicha invasión, el monarca portugués huyó al Brasil e hizo de este la cabeza de su imperio, el rey español fue obligado a abdicar y subsiguientemente apresado en jaula de oro. Lo primero proporcionó un fuerte impulso a la monarquía portuguesa en Brasil y, por extensión, a la estructuración institucional y territorial brasileña. Lo segundo, en cambio, desató el proceso de independencia en la América Hispana.

Luego de trece años en Brasil, durante los cuales dicho territorio recibió un fuerte impulso en todos los órdenes y absorvió las claves institucionales de la monarquía portuguesa, el rey de Portugal debió regresar a casa. Se dice que antes de hacerlo aconsejó a su hijo Pedro, quien quedaba a cargo en Brasil, que de desatarse un movimiento de independencia lo encabezase él. Así ocurrió. Cuando el Parlamento portugués quiso volver a Brasil a su antigua posición de subordinación, un fuerte movimiento independentista emergió. Don Pedro se hizo portavoz del mismo y fue el encargado de cercenar los lazos con la patria de su padre. Sin derramarse una gota de sangre Brasil se transformó en Imperio independiente con Pedro a la cabeza.

Entre tanto la sangre corría a raudales en Hispanoamérica. La intensidad de las luchas de independencia varió de un lugar a otro, siendo Venezuela la más afectada con un cuarto de su población desaparecida. En la región entera, no obstante, el descabezamiento súbito del orden establecido y la desarticulación de estructuras abrió las puertas a largos años de conflictos internos en los que la sangre siguió corriendo.

En Brasil la continuidad del antiguo orden bajo nuevos ropajes brindó un alto nivel de legitimidad al poder. El mismo se expresó tanto a nivel doméstico como internacional. En función de lo primero la Corona pudo arbitrar las confrontaciones entre las distintas provincias y las distintas facciones, manteniendo las mismas dentro de un marco constitucional y pacífico. El intelectual Darcy Ribeiro habla de Brasil en plural, aludiendo a los cinco países diversos que coexisten dentro de uno sólo. Con una dimensión que equivale a la mitad de América del Sur, Brasil pudo sin embargo mantenerse como un Estado unitario. El papel conciliador jugado por la monarquía, dentro del contexto de una legitimidad aceptada por todos, fue responsable de ello.

Pero hubo a la vez una legitimidad internacional. Ello en la medida en que las monarquías europeas aceptaban a Brasil como una extensión natural de ellas. En tal sentido nunca se les ocurrió volcar sus apetitos imperiales sobre su territorio. Más aún, Estados Unidos debió reconocer el poder de convocatoria y respaldo del que disfrutaba Brasil en las capitales europeas, otorgándole un nivel de respeto muy particular.

Mientras lo anterior ocurría Hispanoamérica se fraccionaba en multitud de estados. Según las palabras mordaces de Domingo Faustino Sarmiento, Centro América hizo de cada aldea una República. A pesar de los esfuerzos y las advertencias de Simón Bolívar, quien visualizaba en la multiplicidad y debilidad de nuestros estados una invitación abierta a las intervenciones foráneas, ni la unión ni la concertación fueron posibles. Más aún la ausencia de capacidad arbitral al interior de dichas repúblicas, se tradujo en guerras civiles que las debilitaron todavía más.

Una legitimidad internacional limitada, derivada del hecho de que las monarquías europeas siempre vieron a las nuevas repúblicas hispanoamericanas como actores internacionales de segunda, agravó la debilidad anterior. Sólo la aplicación de la Doctrina Monroe pareció proteger a nuestras naciones del instinto depredador de aquellas. La misma, sin embargo, no era más que la delimitación de un coto cautivo en el que el depredador era uno sólo. Ello le permitió a este último hacerse con la mitad del territorio mexicano, dividir a Colombia para quedarse con el Canal de Panamá o invadir 34 veces a los países de la Cuenca del Caribe. Sin embargo basto el corto intervalo de la Guerra Civil estadounidense, en el que la Doctrina Monroe dejó de aplicar, para que Francia invadiera a México. Más aún, ni siquiera la Doctrina Monroe pudo impedir que Gran Bretaña se hiciese con parte de los territorios venezolano y guatemalteco.

Durante los sesenta y siete años en que pervivió el Imperio brasileño éste pudo garantizarle a su país tres elementos fundamentales: unidad, paz interior y respeto internacional. A ello se sumó un alto nivel de estructuración institucional. Durante igual período Hispanoamérica se fraccionó en numerosos estados, evidenció guerras civiles entre conservadores y liberales o entre centralistas y federalistas y fue objeto de apetitos y despojos imperiales por parte de Estados Unidos y de Europa.

En 1889 cae la monarquía brasileña sin dispararse un tiro. A decir de Carlos Fuentes, Brasil se acostó una noche siendo colonia para despertarse siendo un Imperio independiente y se acostó siendo Imperio para despertarse convertido en República. Todo ello sin violencia. Así las cosas, mientras España proporcionó a sus territorios de allende el Océano un alto nivel de estructuración al comienzo de su proceso de conquista y colonización, el mayor aporte de estructuración portuguesa al suyo tuvo lugar fundamentalmente al final de la fase colonial. Ello habría de determinar dos caminos muy distintos en la vida independiente de las poblaciones de habla hispana y lusitana de las Américas.