La eterna adolescencia de Hispanoamérica

La identidad constituye un componente fundamental en la historia de los pueblos. La capacidad para conciliar armoniosamente el pasado con el presente representa la mejor fórmula para abocarse a la construcción del futuro. Por el contrario, una identidad traumática o confusa puede conducir a un agotamiento de las energías de la sociedad en la búsqueda del propio ser. Ello inevitablemente se traduce en proyectos virginales, contagiando a sus sociedades con el mal de Sísifo: el recomenzar continuo.

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La identidad constituye un componente fundamental en la historia de los pueblos. La capacidad para conciliar armoniosamente el pasado con el presente representa la mejor fórmula para abocarse a la construcción del futuro. Por el contrario, una identidad traumática o confusa puede conducir a un agotamiento de las energías de la sociedad en la búsqueda del propio ser. Ello inevitablemente se traduce en proyectos virginales, contagiando a sus sociedades con el mal de Sísifo: el recomenzar continuo.

Dentro de las varias Américas hay tres parcelas mayores. Estas se encuentran representadas por Estados Unidos, Brasil e Hispanoamérica. Cada una de ellas ha evidenciado un marco de identidad distinta, lo que a la vez se ha traducido en diferentes derroteros históricos. Estados Unidos se adentró a la vida independiente sintiéndose parte cabal de la civilización inglesa. Brasil asumió su vida como nación soberana sin ruptura con su pasado. Al cortar con su metrópoli, por el contrario, Hispanoamérica no sólo buscó deshacerse de todo vestigio de su herencia colonial sino que también dió la espalda a su origen mestizo. No en balde la gran diferencia entre los dos primeros y la tercera. La continuidad del proceso histórico estadounidense y la evolución ecléctica del brasileño, contrastan significativamente con la negación permanente del pasado propia de los hispanoamericanos.

Según Samuel P. Huntington: “La cultura central de los Estados Unidos ha sido y sigue siendo la cultura de los colonos de los siglos XVII y XVIII que fundaron la sociedad norteamericana. Los elementos nucleares de dicha cultura pueden ser definidos de modos diversos pero incluyen la religión cristiana, los valores y el moralismo protestante, una ética del trabajo, la lengua inglesa, las tradiciones británicas en materia de ley, justicia y limitación del poder gubernamental… Tanto por su origen como por el núcleo central que ha mantenido desde entonces es pues, una sociedad colonial en el sentido estricto de la palabra” (¿Quiénes Somos?, Barcelona, 2004). En otros términos, la herencia recibida de la colonia definió su esencia como sociedad, permitiéndole mirar siempre hacia el futuro sin cuestionar sus bases de sustentación. Apenas si su Guerra Civil, a mediados del siglo XIX, hubo de resolver el único gran tema que su pasado colonial había dejado inconcluso: la esclavitud.

De acuerdo a Leopoldo Zea, Brasil a diferencia de Hispanoamérica “no sentirá el deseo de romper con el pasado heredado de la colonia. Todo lo contrario, verá en ese pasado un buen instrumento para asimilar otros mundos de los que también quería ser parte” (El Pensamiento Latinoamericano, Barcelona, 1976). En otras palabras, una herencia colonial interiorizada sin traumas le servirá al Brasil de palanca para incorporar todo cuanto en las experiencias europeas o estadounidenses pudiese complementar su propio acervo.

Baste recordar, para explicar esa actitud benevolente hacia su pasado, que a raíz de la invasión napoleónica la corona portuguesa se trasladó a Brasil e hizo de Rio de Janeiro la capital de su vasto imperio transoceánico. Allí mudó las instituciones metropolitanas, dejándolas como legado una vez que a través de un pacto de familia ambas partes decidieron separarse. Tan fácil resultó tal proceso que Brasil y Portugal seguirían compartiendo a Londres como principal socio comercial. No en balde la historia brasileña ha evidenciado un proceso evolutivo pragmático y moderado, en el que incluso los golpes de Estado se efectúan contando los cañones de las partes.

Arturo Uslar Pietri señalaba lo siguiente: “Si algo podría caracterizar al hispanoamericano en el escenario del mundo es esa situación un poco hamletiana de estarse preguntando todo el tiempo ¿quien soy? ¿qué soy?... Esa interrogante, esa especie de angustia ontológica, ha condicionado la situación hispanoamericana… Nosotros estamos constantemente revisando el piso sobre el que nos movemos, poniéndolo en duda y descubriéndolo” (Fachas, Fechas y Fichas, Caracas, 1982).

Tras la independencia un núcleo venezolano, representado por Bolívar, Simón Rodríguez y Andrés Bello, buscó encontrar la especificidad de nuestra condición de hispanoamericanos. Ello para construir modelos autóctonos a partir de una sangre y una cultura mestizas. Esta síntesis entre nuestros distintos nutrientes no sólo no podía negar lo hispánico, sino que por fuerza lo incorporaba como elemento rector. Tal intento hubo de quedar sepultado, sin embargo, en medio del clamor liberal de hacer tabla rasa con el pasado e importar instituciones y costumbres de Estados Unidos y Gran Bretaña. Esta tradición, seguida por la de los liberales de mediados del siglo XIX y por la de los positivistas que los sucedieron, consolidó el rechazo profundo a la herencia colonial y el deslumbramiento nunca superado por las matrices importadas del Occidente no Ibérico.

Este no saber exactamente quienes sómos, por no aceptar de donde veninos, nos condena a una adolescencia perpetua.