Las circunstancias derivadas de la crisis financiera global están llevando la diplomacia del gigante asiático a un atolladero crucial, acentuando la necesidad de un cuestionamiento profundo de sus tópicos tradicionales. Hasta hace bien poco, las severas contradicciones que condicionaban su evolución interna desde el maoísmo a un presente relativamente congraciado con un liberalismo alejado de las opciones emancipatorias de antaño, tenían como contrapeso cierta esperanza de representar un nuevo polo diplomático que, con los matices del caso, podría sugerir nuevas formas y rumbos para atemperar las amarguras de un orden internacional claramente descompesado en favor de los más poderosos. Ese otro liderazgo global que apuntaba formas singulares asociadas al concepto del mundo armonioso se basaba en la exclusión del uso de la fuerza y la defensa a ultranza de la soberanía y del diálogo y la negociación como mecanismos para la resolución de las controversias, reajustando, en paralelo, las diferentes representatividades globales a todos los niveles y ejercitando el liderazgo implícito del mundo en desarrollo cuya agenda podría alcanzar, con el apoyo de China, el epicentro de los grandes debates.
Pero hete aquí que, en los últimos meses, esa visión ha sufrido erosiones de diverso signo. En primer lugar, por los decepcionantes resultados de la cumbre de Copenhague y la liviandez de los compromisos chinos en este campo, demostrando capacidad para aglutinar voluntades que derivaron en bloqueo, si bien insuficiente para afrontar tan delicado reto ni mucho menos liderar un cambio de tendencia. Más revelador aún es su reposicionamiento en relación a la imposición de sanciones a Irán, no solo por cuanto supone de progresivo alineamiento con las tesis occidentales, aunque no llegue a aplicarlas de facto, sino por la quiebra que implica en relación a las posiciones defendidas por otros países emergentes como Brasil (integrante del BRIC), o Turquía. A propósito de Corea del Norte, su vecindad le obliga a un ejercicio complejo que evidencia su infinita paciencia para retomar el diálogo hexagonal, base de su estrategia, llegando incluso a dar muestras de pusilanimidad ante la muerte de tres chinos abatidos el pasado junio al tratar de cruzar ilegalmente la frontera norcoreana. Pyongyang desteme a Beijing, aparentemente sin consecuencias.
La tibieza y ambigüedad chinas no dejan claro de que lado se decantará finalmente ni tampoco si mantendrá invariable su apuesta por consolidarse como un nuevo punto cardinal, no solo fáctico, también conceptual, en la geopolítica global. La participación de China en el G20, por ejemplo, si bien ha simbolizado su entrada en esa nueva etapa en la que su opinión cuenta y mucho en la búsqueda de soluciones a los problemas globales, en la defensa de los intereses del mundo en desarrollo o en la reforma institucional, se está reduciendo a un debate sobre cuotas de poder o de mayor presencia de sus nacionales en las estructuras sin llegar al fondo de los problemas. El dificil equilibrio de tanta ambigüedad pragmática se completa con asuntos como el yuan o las ventas de armas a Taiwán. Maquillajes aparte, la flexibilidad real de la moneda china es mayor, pero ni de lejos podemos hablar de un viraje histórico, como algunos celebraron precipitadamente, ni tampoco de compromisos firmes para atender las reivindicaciones occidentales. La venta de armas a Taipei, por su parte, es fiel reflejo de las tensiones con EEUU que expresan rivalidades de todo tipo, alterando momentos de abierta hostilidad y desconfianza con el inocultable deseo de evitar el conflicto abierto con Washington, con intereses entrecruzados de las diplomacias civil y castrense.
La China contemporánea ha perdido muchas de sus referencias internas, hoy sustituidas por alusiones desarrollistas en las que aun prima el todo vale con tal de modernizar el país. ¿Las perderá también en la política exterior? ¿Revisará y hasta qué punto su orientación diplomática? ¿Podrá seguir aspirando a liderar las reivindicaciones del mundo en desarrollo? A día de hoy, las respuestas conceptuales (emergencia pacífica, desarrollo pacífico, mundo armonioso) se antojan ingenuidades discursivas de extrema debilidad para afrontar el complejo panorama regional y global.
La última revuelta ocurrida en Kirguistán, fronteriza con China (Xinjiang), con el telón de fondo del reforzamiento de los vínculos bilaterales durante el mandato del derrocado Askar Akaiev, acusado de prochino, y la pugna estratégica por frenar el entrismo de otros actores en la región, dispararon de nuevo las alertas en Beijing ante la necesidad de no actuar como mero observador de unos acontecimientos que pueden dar al traste con ambiciosos proyectos como la construcción de una inmensa red de alta velocidad que conecte Eurasia, uniendo Londres y Beijing en 2025, además de desestabilizar todo su Gran Oeste. Muchos han reclamado de China, a través de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), un papel mayor en la crisis promoviendo medidas coordinadas para restaurar el orden. Otro tanto podemos decir de Afganistán. China es ya el primer inversor en la economía afgana. El triángulo Kabul-Islamabad-Teherán es vital para asegurar el suministro del 60% de sus importaciones de petróleo de Oriente Próximo.
Nuevas exigencias y nuevos escenarios obligan a China a replantearse los principios básicos de su política exterior, en especial, cuanto atañe al no alineamiento, que podría ser sustituido por un sistema de garantías de seguridad o de alianzas con los vecinos para estabilizar su entorno inmediato por medios propios. Estructuras como la OCS o las cumbres tripartitas con Tokio y Seúl sugieren las bases de una nueva diplomacia acorde con su nueva significación global, pero puede obligarle a pasar a segundo plano las orientaciones que han presidido su política exterior desde 1949.