Si preguntan hoy día a cualquier chino cuales son sus personajes históricos favoritos o por los que siente más admiración, probablemente, en muchos casos, la respuesta no le exigirá mucha meditación: Qin Shihuan y Mao Zedong. El primero fundó China; el segundo fundó la Nueva China. Hay en esa respuesta dos elementos clave que no pueden pasar desapercibidos y que identifican dos grandes constantes históricas de este país. En primer lugar, la conciencia nacionalista, pues en ambos casos está presente la idea de la grandeza y la fuerza recuperada del país. En segundo lugar, el aprecio de la mayoría han por la unidad, un poderoso galvanizante que retroalimenta la conciencia nacional de los chinos.
Incluso es posible esa respuesta en muchas víctimas de Mao, esos varios millones de personas que han vivido momentos dramáticos y amargos en las tres primeras décadas de la Revolución, cuando las interminables campañas políticas del Gran Timonel les hacían la vida imposible o, simplemente, acababan con ella. A pesar de haber sido transgresor como pocos de las normas de la vida partidaria o de los valores predicados, Mao goza aún de cierta admiración popular y el Partido Comunista no abdica, en modo alguno, de su figura. Después de su muerte, no hubo un Jruschev en China dispuesto a hacer leña del árbol caído. El Partido, ya en manos de sus rivales ideológicos, se limitó a restablecer el funcionamiento normal de la vida partidaria (rehabilitando, en primer lugar, a algunas de las miles de víctimas del maoísmo) y del Estado, evaluando su papel histórico con voluntad de dar carpetazo al asunto para siempre: setenta por ciento de aciertos, 30 por ciento de errores. Debiera ser a la inversa, dicen algunos, pero, en cualquier caso, para los patrones orientales, supone un severo correctivo a su figura, a la que siguieron adicciones (Deng Xiaoping, Jiang Zemin) que han ido empequeñeciendo algunas de sus aportaciones. No obstante, en el imaginario popular de hoy día, la devoción por Mao no guarda comparación alguna con el aprecio que los chinos puedan sentir por Deng.
¿Cómo explicar que después de tres décadas de reforma subsista esa admiración? Una noticia publicada en el Diario del Pueblo el pasado 18 de mayo informaba de la inminente subasta de un retrato original de Mao Zedong. El cuadro, que sirvió para conmemorar el primer aniversario de la Revolución china, estuvo colgado en la Tribuna de Tiananmen hasta mediados de los años sesenta y sus reproducciones llegaron a todos los lugares del país. Pero desde que la noticia fue publicada miles de correos electrónicos se recibieron en el portal sina.com, para expresar la oposición a esa “irreverencia”, rechazando la mercantilización de una obra, considerada de gran valor histórico y artístico.
Quienes idolatran a Mao no son sólo campesinos, militares o funcionarios, sino también las capas medias que han mejorado al socaire de la desmaoización, sectores cultos o incluso entre los más jóvenes. Su retrato tanto puede presidir una humilde casa campesina de la provincia de Anhui como una junta de accionistas en la desarrollada Shenzhen.
La deificación de Mao no es un hecho casual ni espontáneo, sino consecuencia de una doble estrategia oficial. En primer lugar, se trata de exaltar la figura de un Mao benevolente, servidor del pueblo, inseparable de la epopeya revolucionaria, que hoy día, ante el avance de las desigualdades, es percibido con nostalgia entre esos sectores más perjudicados por la reforma que encuentran en su figura el alivio espiritual a sus innumerables frustraciones. Eso explica los miles de peregrinos que se acercan a Shaoshan, su pueblo natal, donde es venerado como un auténtico Buda; o las interminables colas en el Mausoleo de Tiananmen. Dicha utilidad se ve reforzada con una política de gestos por parte del gobierno y el Partido para reiterar su compromiso con los más humildes, en un ejercicio interesado de populismo que reclama comprensión y paciencia ante las contradicciones e incoherencias de un presente dificilmente conciliable con el ideario maoísta, al que, sin embargo, nadie quiere renunciar por temor al cuestionamiento de su permanencia en el poder.
Probablemente, a esa expresión de respeto que manifiestan los chinos hacia Mao Zhu Xi (Presidente Mao) no es ajena la política oficial de no indagar en la memoria histórica reciente. Cuando hace unos meses alguien propuso hacer un Museo de la Revolución Cultural para que el ejemplo de lo vivido en los “diez años de disturbios” se convirtiera en un ejercicio de reflexión colectiva que evitara perderse en el magma de recuerdos individuales, nadie le hizo caso. En vez de erosionar su figura, los dirigentes chinos actuales han optado por encumbrar el mito y destruir sus principales políticas, ya sea a nivel ideológico, económico, social o cultural. La instrumentalización de la figura sirve a sus fines de legitimación, si bien es inseparable también de una actitud muy habitual en China que consiste en superponer los hechos históricos, acumulando pasados y acomodando circunstancias sin afrontar una revisión a fondo, con el propósito de obtener un resultado equilibrado y más o menos homógeno o armónico.
Lo cual no deja de ser un hecho curioso cuando, justamente, más airea Beijing sus protestas y exigencias contra un Japón que se niega a admitir sus responsabilidades históricas en las agresiones cometidas contra los países vecinos durante la segunda Guerra mundial. En coherencia, también China debiera indagar en su pasado y hacer frente a su propia memoria.