Las ambiciones espaciales de Pekín siguen su curso. El paseo estelar de este fin de semana da cuenta de su enorme capacidad para recorrer, en poco tiempo, un largo trecho. Según el Libro Blanco sobre el programa espacial, publicado en 2006 por el Consejo de Estado, su objetivo se centra en la puesta en órbita de un laboratorio independiente y la exploración de la luna con un robot o, quizás, por un equipo de astronautas. Dichos objetivos tienen fecha: antes de 2020.
China insiste en la doble naturaleza de su programa: pacífico e independiente. Sin duda, el programa espacial es inseparable de esa estrategia global tantas veces reiterada y tendente a reforzar su soberanía a todos los niveles. Buena muestra de ello es el empeño por construir un sistema propio de posicionamiento espacial. Y, por otra parte, prestando especial atención a la mejora de sus capacidades tecnológicas, un aspecto en el que también se han advertido notables progresos en poco tiempo, pero una asignatura pendiente para culminar el tránsito a ese nuevo modelo de desarrollo enunciado por las autoridades. El proyecto incluye misiones de observación científica, recogida de datos, y mejora de las telecomunicaciones y de la teledifusión.
La cooperación en este campo tiene en Rusia un referente claro, aunque matizado, pero también en Francia y la agencia espacial europea (China participa en el programa Galileo desde 2003), o Brasil, entre otros, fomentando incluso una vertiente comercial orientada a los países en vías de desarrollo. El entendimiento con la NASA estadounidense sigue siendo complicado, habida cuenta de las reticencias existentes en el Pentágono respecto a la transferencia de tecnología sensible susceptible de ser usada por el ejército chino, sobre quien recae el control esencial de los programas espaciales.
Es verdad que la tradicional opacidad de los asuntos militares en el gigante oriental puede dificultar una cooperación estrecha. No obstante, la envergadura del desafío espacial hace indispensable la superación de las rivalidades y el fomento de un nivel acentuado de colaboración internacional. Llegados a este punto, difícilmente China podrá ser excluida a partir de ahora. En solo tres lustros de proyecto espacial, el cambio operado en las capacidades de Pekín es espectacular y su apuesta por la innovación puede dar mucho que hablar en los próximos años. El paseo espacial incluye a China, de pleno derecho, en el club de grandes potencias espaciales, a quienes podría dar alcance en poco tiempo.
En clave interna, a las puertas de la Fiesta Nacional y de la reunión de otoño del Comité Central del Partido Comunista, después de la deslumbrante puesta en escena de los Juegos Olímpicos y Paralímpicos, los dirigentes chinos certifican nuevamente ante la ciudadanía su voluntad y capacidad para sumar éxitos en la estrategia de modernización y apertura al exterior, circunstancia que reforzará la clave nacionalista de dicho proceso. En esta ocasión, el hito espacial no ha ido acompañado de la emisión del himno “Oriente es rojo”, como ocurriera en 1971 con su primer satélite, ahora se ha preferido ondear la bandera nacional en manos del taikonauta Zhai Zhigang.
La relativa moderación propagandística del pasado, muy temerosa aún del fracaso, ha dejado paso a una transparencia selectiva (la caminata y otras acciones de los astronautas fueron transmitidas en directo por la televisión china) que, además de mostrar una mayor seguridad, es interpretada como un gesto que abunda en una mayor apertura informativa, dimensión en la que sobran agujeros negros.
Es imaginable que estas acciones y ademanes facilitarán nuevas dosis de confianza en el liderazgo de Hu Jintao, a pesar de las sombras y dificultades que también alertan de los riesgos de crisis, siempre presentes en una China cuya sociedad, más exigente y autónoma, anhela una mayor evolución y estabilidad en todos los sentidos. Y así en el cielo como en la tierra.