Nubes negras sobre el Reino Unido

La hegemonía estadounidense se vio precedida por la británica. Normalmente se acepta que está última prevaleció durante el período comprendido entre el triunfo de la batalla de Waterloo en 1815 y el fin de la Primera Guerra Mundial en 1918. La hegemonía estadounidense, de su lado, se inicia tras la Segunda Guerra Mundial en 1945.

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La hegemonía estadounidense se vio precedida por la británica. Normalmente se acepta que está última prevaleció durante el período comprendido entre el triunfo de la batalla de Waterloo en 1815 y el fin de la Primera Guerra Mundial en 1918. La hegemonía estadounidense, de su lado, se inicia tras la Segunda Guerra Mundial en 1945.

El período comprendido entre las dos guerras constituyó una suerte de tierra de nadie. El Reino Unido resultaba ya demasiado débil para hacer valer su hegemonía y Estados Unidos no se decidía aún a imponer la suya. Según Charles Kindelberg, este estado de indefinición entre una potencia que no podía ejercer un liderazgo hegemónico y otra que se rehusaba a aceptarlo, creó las condiciones para que la crisis económica iniciada en 1929, se transformase en una penosa y larga depresión.

Hegemonía e imperio no resultan lo mismo. Si bien la hegemonía británica se inició a partir del siglo XIX, su imperio se remontaba al menos a un siglo antes. De la misma manera, su imperio habría de sobrevivir por varias décadas al fin de su hegemonía. Por lo demás, durante el tiempo en que subsistió la hegemonía inglesa –la llamada Pax Britanica- varios otros imperios compartieron la escena internacional. Entre estos, el francés, el ruso, el otomano o el austro-húngaro. Sin embargo, el Reino Unido pudo imponer su impronta hegemónica a través de un conjunto de reglas, acciones y mecanismos.

Gracias a la Armada Real Británica pudo garantizarse el tránsito seguro por los océanos. Sus naves a vapor revolucionaron el transporte y acortaron tiempos y distancias. Sus cables submarinos cruzaron buena parte del globo, interconectando a seres humanos de diversas latitudes. Beneficiándose de esas redes telegráficas transoceánicas, sus agencias de noticias habrían de proyectar un contenido anglo céntrico a los periódicos del mundo. La paridad entre la libra esterlina y el oro preservó la estabilidad monetaria internacional. El liberalismo económico, surgido de sus predios, se transformó en paradigma incontestado, definiendo las reglas del comercio mundial.

Sus prácticas de gerencia y contabilidad habrían de hacerse universales. Sus inversiones se proyectaron por todo el mundo, dando forma a numerosas instituciones financieras, redes ferroviarias y proyectos de infraestructura. Al amparo de iniciativas británicas tomó forma el primer grupo de instituciones internacionales. El concepto británico de vida civilizada habría de conformar una suerte de “poder suave”, copiado por las élites internacionales. Y así sucesivamente.

Para su suerte, quien habría de sucederlo en la hegemonía mundial, Estados Unidos, era un vástago de su lengua y civilización. Ello, y el haberse encontrado entre los vencedores tras la Segunda Guerra, le permitió conservar un nivel residual de influencia mundial que, de otra manera, le hubiera sido difícil mantener. Su idioma, su bagaje cultural y su sistema financiero, siguieron conservando inmensa relevancia. En definitiva, su alto perfil internacional pasó a sustentarse en la condición de gran ciudad global de Londres, primer centro financiero mundial, en su sillón permanente en el Consejo de Seguridad, en la universalidad de sus principales medios de comunicación social y en la fuerza de sus universidades. Todo ello sustentado en una vocación de país volcado al mundo.

El Brexit es expresión de una crisis profunda en esa vocación de universalidad. La aldea global por excelencia se ve asediada por la pequeña aldea que anida en su interior y que clama por un cierre sobre sí misma. Esta prevalencia de la pequeña aldea, pone en riesgo profundo la influencia británica y su jerarquía en el concierto de las naciones.

La misma amenaza con echar abajo la condición de gran ciudad global que detenta Londres, así como su preminencia como centro financiero. Amenaza la integridad territorial del Reino Unido, pues no sólo Escocia sino también Irlanda del Norte podrían optar por no seguir a Inglaterra en este viraje hacia la introspección. Amenaza la relevancia de sus universidades y medios de comunicación social, que pasarían a representar a un país en abierto declive y en proceso de vuelco sobre si mismo. Amenaza a su comercio y a su papel dentro de las cadenas globales de valor.

Tan importante como lo anterior, es la pérdida de credibilidad de un sistema político y de unas instituciones universalmente respetados. La extrema polarización que hoy vive el Reino Unido la disminuye ante los ojos del mundo. Ella se expresa por los altos decibeles emocionales del conflicto entre los que miran hacia adentro y los que miran hacia fuera. Pero se expresa, a la vez, por la carrera inversamente proporcional hacia los extremos, de sus dos grandes partidos históricos. Mientras los conservadores se mueven hacia el populismo y el nacionalismo de extrema derecha, los laboristas regresan al izquierdismo nostálgico y obsoleto de los años setenta. La dicotomía Boris Johnson-Jeremy Corbyn encarna bien la crisis que vive el Reino Unido.

Nubes negras se ciernen sobre el mismo.