La afirmación de que en China “mandan los hombres y no las leyes” forma parte de su acervo cultural milenario más íntimo. En su contacto con Occidente, desarrollado con intensidad e inusitada profusión en las últimas décadas, los dirigentes chinos han comprendido la importancia que desde otros parámetros se concede al derecho como garantía y exigencia para establecerse en el mundo de los negocios, pero también como fuente de certeza futura, en la medida en que la existencia de normas predetermina caminos que orillan la inseguridad y la imprevisión.
Es ese aprendizaje lo que las autoridades de Beijing han trasladado a su obsesión con el problema de Taiwán. La amenaza del uso de la fuerza en relación a la “provincia rebelde” no es nueva y forma parte del abecedario de la literatura política china, tanto anterior como posterior a la reforma de Deng Xiaoping. En el Libro Blanco de la defensa de 2004, se califica de “responsabilidad sagrada” el deber de impedir la separación del país que, por otra parte y paradójicamente, no está unido. La reunificación será una obligación legal a partir de su aprobación, pero, no nos engañemos, solo aporta la novedad del ropaje del discurso, lo que indica un entendimiento y asunción cada vez mayor de ciertos cánones, circunstancia formal que cabe apreciar positivamente, pero sin implicar alteración alguna de la actitud tradicional y de fondo.
China también responde así a las iniciativas de Taiwán. Si Taipei decide regular la vía del referéndum para hacer uso de ella en un determinado momento, quizás para legitimar la opción independentista, Beijing no desea quedarse atrás y lo que plantea con este texto es un mecanismo de respuesta para no dejar lugar a dudas de su vocación intransigente respecto a las actividades separatistas de Taiwán. Se equivoca, en cualquier caso, si deduce que de este modo una acción bélica contra la isla obtendría un menor rechazo de la opinión pública; y se equivoca también en la formulación: una ley anti-secesión podría tener sentido respecto a algunos territorios que reivindican la independencia, ya sea en Tibet o en Xingjiang, pero refiriéndose a Taiwán lo lógico hubiera sido poner el acento en la unificación.
China, por otra parte, ha errado en el secretismo. Dice muy poco a su favor, a pesar de que los contados elegidos que han podido acceder al texto aseguran que gira en torno a los ejes que han caracterizado siempre la posición china: no independencia, unificación pacífica, y un país dos sistemas. Diferentes misiones han explicado su contenido en EEUU, Europa y Japón, pero el texto no ha gozado de la mínima publicidad, lo que demuestra que la pretensión es meramente instrumental y que, a la postre, no será la aplicación de la ley lo que determine una u otra actuación sino que, como siempre, se impondrán los criterios de oportunidad política que dictamine la elite dirigente. La acusación de Taiwán de que esta ley supone la concesión de un “cheque en blanco” al Ejército pasa por alto que en China “el partido manda al fusil”, aún a sabiendas de que el Parlamento, en dichas circunstancias, desempeñará un papel limitadamente legitimador.