El viaje del Presidente Nixon a Pekín en 1972 y su encuentro con Mao Tse-Tung, dieron un vuelco fundamental a la geopolítica mundial. En dicha oportunidad ambos países acordaron dejar de lado “la cuestión crucial que obstruía la normalización de sus relaciones”. Es decir el tema Taiwán.
Ambas partes necesitaban de este compromiso. Para Mao era la garantía de que Washington no se aliaría con Moscú en su contra, en momentos en que las tensiones de China con la Unión Soviética habían llegado a su punto álgido. Para Nixon ello brindaba la posibilidad de salir de la guerra de Vietnam sin que China explotase en su beneficio esta situación de debilidad estadounidense.
El viaje del Presidente Nixon a Pekín en 1972 y su encuentro con Mao Tse-Tung, dieron un vuelco fundamental a la geopolítica mundial. En dicha oportunidad ambos países acordaron dejar de lado “la cuestión crucial que obstruía la normalización de sus relaciones”. Es decir el tema Taiwán.
Ambas partes necesitaban de este compromiso. Para Mao era la garantía de que Washington no se aliaría con Moscú en su contra, en momentos en que las tensiones de China con la Unión Soviética habían llegado a su punto álgido. Para Nixon ello brindaba la posibilidad de salir de la guerra de Vietnam sin que China explotase en su beneficio esta situación de debilidad estadounidense.
El acomodo anterior asumió connotaciones transformacionales. No sólo porque desde 1949 la relación estratégica con Taiwán había representado una pieza central de la política estadounidense hacia el Asia-Pacífico, sino porque las guerras de Corea y Vietnam habían sido libradas bajo la noción de que era necesario contener la expansión comunista y la influencia china.
Desde 1973 Pekín y Washington iniciaron relaciones sistemáticas a través de la apertura de Oficinas de Enlace en ambas capitales y en 1979 Jimmy Carter y Deng Xiaoping acordaron la apertura formal de relaciones diplomáticas. Esto último implicó el abandono del reconocimiento que hasta ese momento Estados Unidos había brindado a Taiwán y la aceptación de la existencia de una sola China.
Lo alcanzado en 1972 y 1979 brindó importantes dividendos a ambas partes. A partir de finales de esa década China pudo concentrarse en una política de crecimiento económico sin tener que desviar recursos o atención a una rivalidad estratégica con Estados Unidos. Ello, a la vez, permitió a Estados Unidos dirigir su atención prioritaria a otros escenarios en la seguridad de que China no sacaría provecho de ello.
De ambos quien mayor beneficio obtuvo fue China. Ello le posibilitó alcanzar el mayor crecimiento económico en la historia documentada de la humanidad, sacando de la pobreza a 600 millones de seres humanos y adentrándose en cuenta regresiva para convertirse en la primera potencia económica planetaria.
Hasta 2011 la atención prioritaria de Washington estuvo volcada hacia el Medio Oriente con una disminución considerable de su atención hacia la región Asia-Pacífico. A partir de dicha fecha, sin embargo, la situación se invirtió. Varias razones influyeron para ello: la constatación de que China representaba su mayor rival estratégico en el siglo XXI; la disminución de su nivel de paranoia con respecto a los riesgos del terrorismo islámico; la pérdida de relevancia estratégica del petróleo del Medio Oriente como resultado de los hidrocarburos de esquisto domésticos y, finalmente, la saturación resultante de los costos humanos y económicos incurridos en Irak y Afganistán.
La respuesta estadounidense al emerger de China buscó materializarse a través de una estrategia de efecto tenaza. La misma constaba de dos vertientes: una económica representada por la Asociación Tras Pacífica y otra estratégica expresada en el llamado “Pivote Asia”. Sin embargo esta focalización de su atención debió ceder espacio ante eventos inesperados surgidos en 2014. A partir de ese momento la contención a Rusia debió compartir prioridad con la contención a China. Más aún, la invasión a Irak por parte de ISIS y su declaración como Califato universal, así como las negociaciones nucleares con Irán, hicieron que Estados Unidos debiese concentrarse de nuevo a una región del mundo que parecía haber quedado subordinada.
Luego de ganada la presidencia, Donald Trump ha lanzado dos grandes cargas de profundidad a la política de su país hacia el Asia-Pacífico. Una fue anunciar el próximo abandono de la asociación Tras Pacífica. La otra fue dejar entrever que su país podría no adherir la política de una sola China. Lo primero deja a sus aliados de la región ante la difícil disyuntiva de escoger entre una expansión económica que ahora sólo China le garantizaría o una asociación estratégica con Washington. Para varios de ellos la balanza se inclina hacia Pekín.
La posibilidad de poner fin a la política de una sola China representa, sin embargo, una carga explosiva inmensamente más poderosa. Ello desestabilizaría por entero al vecindario Asia-Pacífico y con seguridad le aseguraría la deserción de la mayor parte de sus aliados en la región. Así lo dan a entrever las encuestas en Australia, el más consistente de sus aliados en esta parte del mundo o en cualquier otro. La mitad de los australianos han indicado que bajo las nuevas circunstancias, su país debería distanciarse de Estados Unidos.
¿Cómo conciliar por lo demás las gigantescas tensiones que se generarían con China con las altas apuestas que Trump desea hacer también en otros escenarios? Una sola cosa parece clara, el mundo se adentra en época de fuertes tormentas cortesía de un líder tan inexperimentado como desconocedor del sentido de los límites.