El orden internacional post-Ucrania

Al igual que el 11 de Septiembre los eventos en Ucrania pueden sacudir hasta sus cimientos al orden internacional imperante.

Los países de Europa del Este que formaron parte de la URSS y que hoy integran la OTAN, vienen insistiendo desde hace años en el establecimiento de bases militares de dicha organización en sus territorios. Ello en función de su paranoia anti-rusa. Hasta el presente Europa Occidental, con particular referencia a Alemania, había frenado dichas propuestas por temor a la ira de Moscú. Con los países de Europa del Este controlando el 40% de los votos al interior de la OTAN y tras los eventos de Crimea, tales bases tenderían a hacerse realidad. Ello entra en confluencia con las presiones que se ejercen sobre Obama, cuya supuesta debilidad en política exterior es responsabilizada por las acciones de Moscú en Crimea. Esto lo obligará a asumir una posición de dureza frente a Rusia. La misma incluiría previsiblemente frenar el retiro de las tropas norteamericanas en Europa, así como el despliegue de un paraguas protector anti misiles en ese continente. Dado el resquebrajamiento de las relaciones entre Moscú y las capitales de Europa occidental es probable que el flujo de gas ruso hacia estos países se vea también significativamente afectado. A ello se suma el hecho de que los gasoductos pasan por Ucrania. Tomando en consideración que un tercio del aprovisionamiento gasífero europeo proviene de Rusia, es muy posible que Estados Unidos se vea obligado a levantar la prohibición de exportar gas y petróleo de esquisto hacia ese continente, transformándose en su principal proveedor.

El ambiente de confrontación con las capitales occidentales empujará a Moscú a una alianza estratégica con Pekín. Nada más fácil que ello dada la amplitud de sus coincidencias políticas y de su convergencia económica. Dichos países no sólo hacen causa común en su defensa a la multipolaridad sino que se oponen a las políticas intervencionistas de Estados Unidos y la Unión Europea. Más aún, mientras Rusia vio al golpe de Estado en Kiev como el último capítulo de una estrategia occidental destinada a debilitarla y rodearla, China se ve bloqueada por Washington en su proyección hacia el Pacífico. La política de contención a Pekín desarrollada por Estados Unidos es visualizada por aquella como su mayor amenaza estratégica. China tendería a la vez a convertirse en el mercado natural de exportación del gas ruso, subsanando la dependencia de éste frente al incierto mercado europeo. Rusia, de su lado, le garantizaría a Pekín una fuente energética de origen continental, disminuyendo su vulnerabilidad frente a las rutas marítimas controladas por Washington. Lo anterior daría vuelo a la Organización de Cooperación de Shanghái, la cual busca unir a los poderes de Eurasia (básicamente Rusia, China y Kazajstán) para contrarrestar la influencia estadounidense. Ello consolidaría la convergencia entre productores y consumidores gigantes de recursos naturales.

Dos conjuntos de países se enfrentarían así en una nueva guerra fría atemperada por los imperativos de la globalización. De un lado los de la masa continental euroasiática soñada por Halford Mackinder y del otro los de una repotenciada Alianza Atlántica.