La condición de Iberoamericano

            En su Enfrentamiento de las Civilizaciones, Samuel P. Huntington establece una distinción entre la civilización occidental (que a su juicio se reduce a Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelandia) y la civilización latinoamericana. Tras la cortesía de regalarnos una civilización propia se encuentran reflejados los prejuicios ancestrales de la esfera anglosajona hacia el mundo hispano. Sin embargo, más allá de éstos, Huntington puso el dedo en la llaga de un debate que aún no hemos logrado resolver los propios latinoamericanos: ¿Quiénes somos? ¿Somos o no parte de Occidente?

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            En su Enfrentamiento de las Civilizaciones, Samuel P. Huntington establece una distinción entre la civilización occidental (que a su juicio se reduce a Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelandia) y la civilización latinoamericana. Tras la cortesía de regalarnos una civilización propia se encuentran reflejados los prejuicios ancestrales de la esfera anglosajona hacia el mundo hispano. Sin embargo, más allá de éstos, Huntington puso el dedo en la llaga de un debate que aún no hemos logrado resolver los propios latinoamericanos: ¿Quiénes somos? ¿Somos o no parte de Occidente?

            En su obra El Pensamiento Latinoamericano, el mexicano Leopoldo Zea habla de dos Américas: la íbera y la occidental. A partir de su común origen europeo, éste plantea distancias importantes entre ambas. Ello, a su vez, nos conduce a un debate adicional que, desde tiempos inmemoriales, se ha desarrollado en la propia Europa. Según muchos la Península Ibérica, y en particular España, no encuadran plenamente en Occidente, pues allí no afincaron dos movimientos que delinearon la identidad occidental: el renacimiento y la ilustración del siglo XVIII. Para quienes sostienen está visión, y según señala la famosa expresión atribuida a Anatole France, “Europa comienza detrás de los Pirineos”. Octavio Paz ha enfrentado este dilema señalando que el mundo hispano constituye, al igual que el mundo eslavo, una versión “excéntrica” (alejada del centro) en relación a la centralidad occidental, representada por Inglaterra o Francia.

            Así las cosas encontramos como punto de partida de nuestra herencia occidental la propia marginalidad ibérica. Pero a ésta habría que sumarle el fuerte proceso de transculturización y fusión étnica representado por la integración de lo íbero, lo amerindio y lo africano. El resultado de todo ello no es otra cosa que el de la marginalidad latinoamericana en relación a la marginalidad ibérica misma.

            Dos corrientes de pensamiento vernáculas ha buscado dilucidar el quienes somos. La primera, originaria de Venezuela, insiste en buscar la especificidad de nuestra condición iberoamericana sin hacer mucho énfasis en lo occidental. La segunda, por el contrario, intenta encontrar respuesta mediante la absorción de las claves culturales de la “centralidad” occidental. La primera vertiente se origina en Simón Bolívar por vía de su búsqueda en una institucionalidad política y social asentada en nuestras propias realidades y raíces. A ella se suman Simón Rodríguez con su insistencia en una “originalidad” cultural y Andrés Bello con su búsqueda de la “autonomía cultural” iberoamericana. Por este mismo camino transitarán también figuras como José Martí, Jesús Enrique Rodó o José de Vasconcelos.

            La segunda corriente citada cobrará fuerza a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Por allí circularán nombres como Porfirio Díaz, Domingo Faustino Sarmiento o Juan Bautista Alberdi. A ella habría que agregar al poderoso movimiento positivista que se implantó en nuestra región. Para esta vertiente los patrones políticos y culturales franceses o anglosajones, representaban la alternativa natural para librarnos de la “barbarie” que nos signaba y hacernos superar nuestras limitaciones como pueblo. No en balde una noción como la de América Latina, acuñada en la Corte de Napoleón III para brindarle legitimidad la conquista de México, fue tan fácilmente aceptada por el pensamiento dominante de la época. Un concepto acuñado por quienes querían “recolonizarnos para civilizarnos” fue así tomado como signo de identidad regional por nuestras propias élites.

          Sin embargo, más allá de dudas, debates y vergonzosas sumisiones, nuestra América tiene una clara raigambre occidental. No hay que olvidar, en efecto, que la civilización occidental tiene su punto de partida en los emperadores romanos Constantino y Teodosio, cuando imperio y cristianismo se fusionan. En esta amalgama entre el mundo clásico y la tradición judeo-cristiana surge el mundo occidental. De ella heredamos nuestras nutrientes culturales fundamentales. Como señalaba Arturo Uslar Pietri en su Fantasmas de Dos Mundos: “La familia, la casa, la relación social, la situación de la mujer y el hijo, nos vinieron por la Iglesia y por las Leyes de India, a través de las Siete Partidas, de la herencia romana del derecho. El concepto de la ley, del Estado, de la propiedad, nos vienen por día directa de la gran codificación de Justiniano”. Nuestra parte de América conforma, en efecto, una cultura católica-romana, latina, escolástica y tomista. ¿Cómo no ser occidentales?
 

            Eso sí, somos occidentales situados en las fronteras de ese mundo. Ello nos brinda una estructura mental particular, capaz de moverse con igual facilidad dentro y fuera de esas fronteras. ¿Quién más como los iberoamericanos puede circular a sus anchas por los parámetros occidentales y, a la vez, mirarlos desde afuera con la sorpresa de un extraño? Enfatizar esa dualidad es añadir un profundo valor agregado a nuestra condición de pueblo. Por el contrario, empeñarse en copiar todo lo que viene de Europa o Estados Unidos es repetir viejas inseguridades e innecesarias sumisiones culturales.