Venezuela y la gravosa herencia del colonialismo británico

Durante siglos el sistema internacional se ha regido por principios que remontan su origen al Tratado de Westfalia. Celebrado en 1648, al concluir la sangrienta Guerra de los Treinta Años, el mismo sentó las bases del Estado moderno. Ello a partir de dos nociones básicas: la exclusividad de un territorio y la exclusión de actores externos en el manejo de los asuntos domésticos. Las dos nociones anteriores conllevaron de manera natural a una tercera: la igualdad soberana de los estados.

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Durante siglos el sistema internacional se ha regido por principios que remontan su origen al Tratado de Westfalia. Celebrado en 1648, al concluir la sangrienta Guerra de los Treinta Años, el mismo sentó las bases del Estado moderno. Ello a partir de dos nociones básicas: la exclusividad de un territorio y la exclusión de actores externos en el manejo de los asuntos domésticos. Las dos nociones anteriores conllevaron de manera natural a una tercera: la igualdad soberana de los estados.

En siglos precedentes, dicho orden internacional fue fracturado de manera flagrante y violenta por el colonialismo. En virtud de coartadas conceptuales justificadoras, tales como la de  la “misión civilizadora”, las grandes potencias occidentales desconocieron el derecho a la existencia independiente o las fronteras de aquellos estados considerados como “no suficientemente civilizados”. También Japón recurrió a planteamientos conceptuales propios para construir su propio espacio colonial en las postrimerías del siglo XIX y en el siglo XX.

Arremetida colonialista

En su texto clásico La Colonización entre los pueblos Modernos Paul Leroy-Beaulieu, el más connotado tratadista de la colonización francesa del siglo XIX, dividía al mundo en cuatro grupos. A saber, los estados miembros de la civilización occidental; los estados que se dirigían en la misma dirección (principalmente Japón a partir de 1867); los estados inestables con grados civilizatorios cuestionables y las “tribus bárbaras y salvajes”. De los cuatro grupos anteriores, los dos últimos podían ser objeto de colonización por parte de las naciones occidentales. Por esa misma época en Inglaterra, John Stuart Mill trazaba una distinción entre la no intervención en los asuntos de los países civilizados y el derecho a la intervención en los “países bárbaros”.

La América Ibérica independiente, que a excepción del Imperio Brasileño de los Braganza era considerada como insuficientemente civilizada por las grandes potencias europeas, pudo librarse en importante medida del impulso depredador de aquellas. Ello en virtud del muro de delimitación hegemónico representado por la Doctrina Monroe. No en balde bastó la entrada de Estados Unidos en su Guerra Civil para que Francia se lanzara a la conquista de México.

Despojo territorial venezolano

Sin embargó, tal como lo evidenció el caso de Venezuela, la Doctrina Monroe estuvo lejos de representar una protección adecuada para los países iberoamericanos. En 1825 Londres reconoció la independencia de Colombia, la cual se encontraba compuesta por lo que son hoy los territorios de Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá. Ello, por extensión, implicaba el reconocimiento del territorio que había formado parte de la Capitanía General de Venezuela al momento de producirse su independencia. Este último delimitaba en el Río Esequibo con el territorio ocupado por los británicos en la Guayana. No obstante para 1834, y en virtud de la primera Línea Schomburg trazada por ellos, Londres usurpaba 4.920 kilómetros cuadrados de territorio venezolano al Oeste de dicho río. Para 1839 una segunda Línea Schomburg se tragaba 141.930 kilómetros cuadrados de dicho territorio. A pesar de que en 1850 Caracas y Londres llegaron a un acuerdo mediante el cual ambos gobiernos se comprometieron a no ocupar el territorio en disputa, que comprendía desde la segunda línea trazada por Schomburg hasta la línea media del Río Esequibo, Londres siguió impertérrito su avance llegando en 1877 a 167.830 kilómetros cuadrados.

La actitud firme del gobierno estadounidense de Grover Cleveland en aplicación de la Doctrina Monroe en 1895, obligó a los británicos a ir a un arbitraje internacional. Sin embargo se negó a Venezuela el derecho a ser parte del mismo. El país estuvo ausente tanto del Tratado de Arbitraje firmado en Washington en 1897 como del Laudo Arbitral de París de 1899. La decisión de dicho Laudo sustrajo 159.500 kilómetros cuadrados del territorio venezolano.

Pocos años después, en 1903, tampoco se permitiría a Venezuela su presencia en los llamados Protocolos de Washington. En ellos se resolvía, en términos altamente perjudiciales para el país, lo relativo al cobro de la deuda que mantenía con algunas naciones europeas. Dicha deuda había dado lugar al bloqueo de sus costas por parte de naves de guerra de Inglaterra y Alemania a partir de 1902. En virtud del llamado Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe quedaba claro que esta última no buscaba proteger a los países iberoamericanos sino al espacio hegemónico estadounidense.

Acuerdo de Ginebra

En relación al Laudo Arbitral de París de 1899, Venezuela lo protestó apenas se conoció su sentencia. Sin embargo hubo que esperar hasta 1962, cuando contando con elementos probatorios con respecto a las componendas geopolíticas que determinaron la sentencia y comprometieron la legalidad de la misma, cuando Venezuela denunció su validez ante la ONU. La admisión por parte de dicha organización de la demanda venezolana puso en manifiesta tela de juicio tal validez. Este evento forzó al Reino Unido a firmar en 1966 un Tratado con Venezuela, también suscrito por las autoridades de la Guayana Británica próxima a independizarse, en el que se buscaba dar una solución práctica al diferendo territorial.

Hace pocos días se celebraron los cincuenta años de dicho Tratado, conocido como el Acuerdo de Ginebra. A través del mismo “se establece una comisión mixta con el encargo de buscar soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia” que se heredó del Laudo fraudulento de 1899. En función a los establecido por el artículo IV de dicho Acuerdo de no llegarse a una solución entre las parte, la Secretaría General de la ONU dispone de la facultad para escoger uno de los medios de solución pacífica de controversias, previstos en el Artículo 33 de la Carta de la ONU.

Lamentablemente el nuevo gobierno de Guyana mantiene la posición de que el Laudo Arbitral de París de 1899 cerró legalmente el caso. Ello, en el momento mismo en que se dan concesiones petroleras que violan el espíritu del numeral 2 del Artículo V del Acuerdo de Ginebra, según el cual: “Ningún acto o actividad que se lleve a cabo mientras se halla en vigencia este Acuerdo constituirá fundamento para hacer valer, apoyar o negar una reclamación de soberanía territorial en los Territorio de Venezuela o la Guayana Británica, ni para crear derechos de soberanía en dichos territorios”.

Venezuela insiste, como lo ha hecho a lo largo de cincuenta años de negociaciones infructuosas, en su deseo de encontrar una solución pacífica, realista y práctica a esta gravosa herencia dejada por el colonialismo británico. Ojalá Guyana sepa comportarse como un actor internacional responsable.