Más que historia

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China envía de nuevo un mensaje a EEUU, el país tercero pero decisivo en Asia Pacífico, para que modere a Japón, un aliado que evidencia cada vez más intenciones y propósitos de abandonar su situación de marginalidad política, asumiendo un protagonismo negativo que preocupa en la región, generando admiración y temor al mismo tiempo, una percepción, paradójicamente, equiparable a la suscitada por China. Pekín, donde el nacionalismo también se presenta como un buen puerto de escala, no está dispuesto a transigir en cuestiones que considere de principio y que afecten a su orgullo nacional. El tiempo de las humillaciones ha pasado.
 

Nunca han sido fáciles las relaciones entre China y Japón. A los desencuentros históricos se unen ahora diferencias geopolíticas, litigios territoriales y la competencia económica y comercial en un tiempo de transición en el que un nuevo mapa se está perfilando en la región.

La falta de reconocimiento por parte de Japón, de sus responsabilidades históricas por el daño infligido a China y a otros países asiáticos no es un asunto baladí. Tampoco nuevo. La diferencia entre la actual y otras situaciones anteriores similares radica en el contexto. Primero, en el plano bilateral. China y Japón tienen dificultades para ponerse de acuerdo en las indemnizaciones a satisfacer a las víctimas por los daños causados, también en la asistencia técnica a prestar para la retirada de las armas químicas que aún se hallan en territorio manchú, mientras se multiplican los gestos de corte nacionalista que generan un profundo hastío en sus vecinos, especialmente cuando cuentan con la implicación de las máximas autoridades del país (visitas al templo Yasukuni). La decisión de conceder la exención de visado a los ciudadanos de Taiwán, la recepción al Dalai Lama, la inclusión de esta isla en el perímetro estratégico defensivo nipoestadounidense, las actuaciones desarrolladas en determinados islotes cuya titularidad es objeto de disputa, etc, tampoco son asuntos menores. Y a ello debemos añadir una tendencia de fondo, el progresivo desplazamiento de la influencia económica y comercial nipona en numerosos países de la región en beneficio de China, potencia emergente, y el subsiguiente nacionalismo-refugio que Japón avizora después de una década de crisis que no parece tener fin.

Segundo, en el plano regional y mundial. La reacción china, más intensa que en anteriores ocasiones, tiene un objetivo principal, desacreditar el intento de Japón de acceder al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Un país que se niega a asumir su pasado más tortuoso no es digno de formar parte de tan selecto sanedrín. Las manifestaciones, los millones de firmas recogidas por toda China y otros países, forman parte de una estrategia que puede dañar sensiblemente la imagen de Japón en el mundo y resultar muy exitosa. La actitud de Tokio a este respecto es difícilmente comprensible.

Por último, China, con este proceder, envía de nuevo un mensaje a EEUU, el país tercero pero decisivo en Asia Pacífico, para que modere a un aliado que evidencia cada vez más intenciones y propósitos de abandonar su situación de marginalidad política, asumiendo un protagonismo negativo que preocupa en la región, generando admiración y temor al mismo tiempo, una percepción, paradójicamente, equiparable a la suscitada por China. Pekín, donde el nacionalismo también se presenta como un buen puerto de escala, no está dispuesto a transigir en cuestiones que considere de principio y que afecten a su orgullo nacional. El tiempo de las humillaciones ha pasado.

Cabe imaginar que en los próximos años, situaciones como la presente se nos vuelvan familiares. Así será en tanto estas dos potencias no encuentren un lenguaje común para resolver sus diferencias y, sobre todo, en tanto Japón no encaje el despertar chino y sus consecuencias.

Xulio Ríos (Gloobal.net, 16/04/2005 e El Mundo, 19/04/2005)