A Barack Obama se le acaba el tiempo. Todavía le quedan tres años largos de su segundo y último mandato, pero cada vez se reduce más su margen para poder sacar adelante alguna de las reformas o medidas estrella por las cuales millones de estadounidenses le dieron su voto, el 52.8% en 2008 y el 50.2% en 2012.
A Barack Obama se le acaba el tiempo. Todavía le quedan tres años largos de su segundo y último mandato, pero cada vez se reduce más su margen para poder sacar adelante alguna de las reformas o medidas estrella por las cuales millones de estadounidenses le dieron su voto, el 52.8% en 2008 y el 50.2% en 2012.
Si el pulso que mantiene con el Partido Republicano para lograr que se aprueben los Presupuestos federales y que se eleve antes del día 17 el techo del gasto público se salda con el entierro definitivo de la reforma sanitaria, la otra gran reforma pendiente, la migratoria, que debería debatirse en los próximos meses, quedaría igualmente condenada.
Y estas son las únicas dos grandes promesas que Obama sigue defendiendo del conjunto de promesas que hizo al llegar al poder en 2009. El resto, tanto la reforma fiscal como las relacionadas con el mundo laboral o con la guerra antiterrorista, seguridad, derechos humanos, política exterior y tantas otras, se fueron cayendo por el camino.
Si Obama no consigue siquiera salvar las reformas sanitaria y migratoria, en enero de 2017, cuando abandone la Casa Blanca, deberá hacerlo sigilosamente, de noche y de puntillas, para evitar los abucheos, la ira de las millones de personas cuyas esperanzas frustró.
Si, por el contrario, el presidente consigue doblegar a los republicanos sin renunciar a la reforma sanitaria, en los libros de historia -perdón, en Wikipedia- al menos aparecerá como algo más que por haber sido el primer presidente afroamericano que tuvo Estados Unidos.
Obama viene denunciando estos últimos días ante los ciudadanos que la parálisis que está sufriendo el Gobierno desde el pasado 1 de Octubre -cuando se inició el ejercicio presupuestario 2014- por la falta de aprobación de los presupuestos federales, es responsabilidad exclusiva de los republicanos. Intenta con ello que se produzca una fuerte presión popular sobre los parlamentarios republicanos que les obligue a dar marcha atrás.
Sin embargo, los demócratas saben bien que el Partido Republicano no tuvo que pagar ningún precio político cuando entre el 16 de Diciembre de 1995 y el 5 de Enero de 1996 mantuvo paralizado al Gobierno de Bill Clinton en circunstancias similares. Y tampoco el costo económico fue demasiado alto para las arcas públicas, porque dos terceras partes de ese precio salió de los bolsillos de los miles de funcionarios públicos que no cobraron sus salarios durante ese periodo.
La reforma sanitaria
En esta ocasión, el Tea Party, a pesar de ser una corriente minoritaria del Partido Republicano -creada en 2009 y fuerte en las regiones con menos apoyo federal- ha logrado que el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, hiciera suya la idea de chantajear al Gobierno de Obama, negándose a dar luz verde a los presupuestos si no elimina a cambio la Obamacare -la forma despectiva de llamar la reforma sanitaria- o, al menos, prorroga su aplicación un año.
La táctica republicana no tiene precedentes. La reforma fue aprobada en 2010 por las dos Cámaras -ambas estaban bajo control demócrata todavía- y el Tribunal Supremo rechazó en 2012 el recurso del Partido Republicano. La abolición de la reforma sanitaria ha sido una de las principales promesas electorales del candidato presidencial republicano, Mitt Romney, en las últimas elecciones, y por iniciativa del Tea Party la Cámara de Representantes votó ya en 43 ocasiones en contra de ella. A pesar de ello, y de los votos cambiantes en el Senado, los ultras republicanos nunca consiguieron la mayoría en el Senado para que saliera aprobada.
El pasado 1 de Octubre -coincidiendo con el inicio del nuevo ejercicio presupuestario- entraba en vigor una fase fundamental de la reforma. Entre 45 y 48 millones de estadounidenses, ese 15% de la población que se encuentra bajo los índices de pobreza y que carece de cualquier tipo de cobertura sanitaria, debía escoger alguna de las opciones privadas posibles.
A pesar de la parálisis en la Administración pública, la web habilitada por el Gobierno para registrarse había recibido ya millones de entradas en los primeros diez días.
La reforma prevé que, en algunos casos, sean las empresas las que se hagan cargo de ese gasto y para aquellos con ingresos inferiores a los 28.000 dólares anuales, se contemplan subsidios públicos para que puedan pagarlos. La reforma prevé también nuevas reglas para las aseguradoras, impidiéndoles seguir rechazando como hasta ahora a nuevos asegurados si estos padecen enfermedades crónicas, algo que ha irritado al sector. Grandes empleadores y aseguradoras son, casualmente, algunos de los principales patrocinadores del Tea Party.
El discurso republicano es que la reforma "es una injerencia del Estado en la vida privada" de cada estadounidense y que, por otra parte, es un inmenso gasto que "no puede asumir el Estado federal".
Para el 1 de Enero de 2014 todos los estadounidenses tendrían que tener algún tipo de cobertura sanitaria. EE UU figura ahora en los primeros puestos de países con la sanidad más cara del mundo.
Tras una guerra abierta de 33 meses, Obama y Boehner se aprestan para la que parece la batalla final sobre la reforma sanitaria, cada uno es consciente de lo que se juega en ella.
Y este duelo incide y se solapa con la polémica sobre la elevación del techo del gasto y el endeudamiento público. Se repite nuevamente el pulso que ambos líderes mantuvieron en el verano de 2011. Obama parece haber pecado de buenismo en ese debate, tanto en ese momento como ahora. Nunca le ha recordado públicamente a Boehner que el elevado déficit público tiene su origen en la pesada herencia que le dejó el republicano George W. Bush al irse en 2009, un déficit de 10,6 billones de dólares, que se incrementó en los dos primeros años de mandato Obama hasta los 14,3 billones por el auxilio a la banca que se desmoronaba a causa de la crisis y los subsidios sociales para millones de personas con las que intentó paliar parte de sus secuelas.
Aquel duelo de 2011 se salvó in extremis por concesiones de ambas partes. Los republicanos aceptaron aumentar el techo de la deuda pública hasta los 16,7 billones actuales, a cambio de que Obama se olvidara de aumentar los impuestos a empresas y grandes fortunas y aceptara recortar el presupuesto en Sanidad, Educación y diversos servicios sociales.
Las posturas actuales son similares, pero las concesiones posibles a hacer aún más difíciles. Si Obama consigue desbloquear los presupuestos federales sin renunciar a la reforma sanitaria, igualmente se vería afectada la futura reforma migratoria -si finalmente es aprobada- y buena parte del plan social previsto para el resto de su mandato.
La reforma migratoria
La polémica sobre la reforma migratoria, con la que Obama prometió regularizar a 11 millones de inmigrantes sin papeles, ha saltado también estos días a las primeras planas. El pasado día 5 cientos de miles de personas -la mayoría hispanos- celebraron en las calles de 60 ciudades estadounidenses el Día Nacional por la Dignidad y el Respeto, pidiendo que la Cámara de Representantes debata y vote la reforma.
Los inmigrantes no solo reprochan la postura en contra de los republicanos, sino también la posición errática del propio Gobierno. Al mismo tiempo que éste aboga por la reforma sanitaria, durante la primera Administración Obama se deportó de EE UU a 1,6 millones de indocumentados y a otros 343.000 -el 43% de ellos con antecedentes delictivos- en los nueve meses transcurridos del segundo mandato, según datos del Departamento de Seguridad Nacional.
La comunidad hispana, el 75% de la cual votó por Obama, denuncia a diario la pasividad de los congresistas demócratas en relación a la reforma migratoria.
El Partido Demócrata cuenta con 201 de los 435 escaños de la Cámara de Representantes y con 51 de los 100 del Senado. Dada la falta de disciplina de voto, la postura de los parlamentarios sobre un mismo tema cambian a menudo y en eso depositan buena parte de sus expectativas ambos partidos a la hora de especular los resultados a obtener en una votación.
El legislador hispano por Illinois Luis Gutiérrez, del Partido Demócrata, se mostraba confiado en una rueda de prensa el día de las manifestaciones de los inmigrantes ilegales, de que se pueda conseguir el apoyo a la reforma migratoria de 195 de los 201 representantes demócratas y de 40 de los republicanos, superando así el mínimo de 218 necesarios para que se convierta en ley. Pero, aunque fuera acertado ese cálculo, la reforma podría encontrarse con un obstáculo previo, con la llamada Regla Hastert, que podría impedir que siquiera pudiera llegar al pleno.
La ’Regla Hastert’ y la amenaza de ’default’
Con tal nombre se conoce un procedimiento legal, aunque informal, ideado por uno de los presidentes que ha tenido la Cámara de Representantes, el republicano John Dennis Hastert, y que pueden aplicar desde mediados de los 90 quienes ostentan ese cargo.
Se la conoce también como "la regla de la mayoría de la mayoría" y consiste en una potestad del titular de la Cámara baja para impedir que se vote un proyecto de ley si no cuenta con la mayoría del partido hegemónico en el hemiciclo. Debe contar con "la mayoría de la mayoría", por lo que deja escasísimas posibilidades al partido en la oposición.
Los legisladores demócratas más activos en la campaña por la reforma migratoria, como Luis Gutiérrez, intentan conseguir apoyos en su propio partido y entre las propias filas republicanas para reclamar a John Boehner que no recurra a la Regla Hastert, de forma que la reforma pueda ser debatida y votada en el pleno. De lo contrario, no tendríaninguna opción.
El uso o no de la Regla Hastert está también presente hoy en el debate abierto sobre la elevación del techo de la deuda pública. Según informaba estos días The New York Times, a pesar de que Boehner advierte ante los medios de comunicación que no cederá ante Obama, habría asegurado a sus más estrechos colaboradores que en ningún caso dejaría que EE UU entrara en default. Una cosa es paralizar por algunos días o semanas la actividad del Gobierno y otra ser el principal responsable de llevar al país a la suspensión de pagos, con consecuencias nacionales e internacionales impredecibles.
El líder republicano, según The New York Times, estaría dispuesto a no hacer uso de la Regla Hastert y permitir que los demócratas expongan en el pleno de la Cámara de Representantes -y no en negociaciones entre pequeñas comisiones de los dos partidos como ahora- sus propuestas para elevar el techo de la deuda.
En el mismo periódico se asegura que aunque Boehner sí está preocupado por las consecuencias de un eventual default, no pocos congresistas republicanos no temen en realidad la suspensión de pagos, que piensan que sus consecuencias no serían al menos a corto plazo tan catastróficas. Creen que hay dinero para cubrir los gastos más importantes; que parte de ellos se cubrirían con los salarios que no cobrarían cientos de miles de funcionarios y que es Obama el que está provocando más inquietud en los mercados exagerando la situación.
Todo hace pensar que a pesar de las voces altisonantes en uno y otro partido, Obama y Boehner, independientemente del debate sobre la reforma sanitaria, alcanzarán antes del 17 un acuerdo para evitar el default, aunque ese acuerdo consista en una solución solamente temporal para alejarse al menos del borde del precipicio, como se hizo en 2011.
Un ’Yes, We can’, con cambio de contenido
El lema elegido por el equipo de campaña de Obama para las presidenciales de Noviembre de 2008, aquel Yes, We can que sus colaboradores quisieran borrar hoy de las hemerotecas, fue sin duda en aquel momento un acierto. Sintetizaba a la perfección el mensaje esperanzador que transmitía el ex senador de Illinois. Al asumir el poder el 20 de enero de 2009 y durante su primer año de mandato, siguió repitiendo convencido machaconamente esa frase en mítines y actos públicos de distinta índole a lo largo y ancho de EE UU.
Un Yes, We can directamente asociado a Obama y no genéricamente al Partido Demócrata. Rara vez se ha oído en boca del vicepresidente Biden, de la secretaria de Estado Clinton o de cualquier alto dirigente demócrata. Era Obama personalmente quien, en ese constante intento por mostrar su cercanía con la gente, se comprometía con sus electores, con todos los estadounidenses, a acabar con la pesada herencia económica que le dejara George W. Bush, a hacer pagar la crisis a quienes la causaron, a controlar férreamente a la banca, a las multinacionales, a aumentar los impuestos a las rentas más altas.
En 2010 aprobó la Ley Dodd-Frank, para aumentar el control de las operaciones financieras de riesgo para evitar crisis como las de 2008, una medida que Romney, el candidato republicano, prometía eliminar si ganaba las elecciones, al considerar "una carga insoportable para las empresas y la economía". A nivel social, Obama no solo retomó la batalla que Clinton perdió por una universalización de la sanidad e incorporó la lucha por resolver el anacrónico problema de la inmigración, sino que también abogó por el aborto, por los derechos de los homosexuales y por distintas medidas de inclusión e igualdad social.
Es la cara progresista de Obama que reivindican los que le volvieron a votar en noviembre de 2012, un programa que representa a uno de los sectores más liberales -léase progresista en clave estadounidense- en su mayor parte no concretado, y que año tras año ha ido perdiendo fuelle, además de perder el control de la Cámara de Representantes.
Los carteles del Yes, We can fueron abandonados en los conteiner de basura ante la campaña electoral del año pasado. Obama acotó al máximo sus promesas electorales. Su discurso victimista ante el boicot republicano -y el rechazo de una parte no despreciable del Partido Demócrata- a sus proyectadas reformas, parecía decir No, We can´t, en la campaña para su reelección.
Junto a ese Obama ha convivido todos estos años, el otro Obama, el que dejó en el camino sus promesas de acabar con la cruzada antiterrorista de Bush, de cerrar Guantánamo en un año, de juzgar en EE UU ante tribunales civiles a los prisioneros; de acabar con la tortura, de establecer una postura dialogante con el mundo musulmán, de "hablar de igual a igual" al resto del mundo.
Ese otro Obama es el que impulsó la política más proisraelí que se viera en muchos años, superando a la de Bill Clinton, tan querido, al igual que su esposa Hillary, por Israel y el lobby judío estadounidense. Con la boca chica Obama protestó por la extensión de los asentamientos en los territorios palestinos ocupados y en la práctica coordinó con el Gobierno de Netanyahu todas las principales jugadas en el tablero de Oriente Medio, desde Gaza hasta Egipto, el Magreb, el África subsahariana o Irán.
Obama dio solemnemente por terminada la cruzada antiterrorista de Bush junior al llegar al poder pero al comenzar la retirada de las tropas de Irak y Afganistán, reivindicó la obra iniciada por su predecesor, porque había permitido llevar "la democracia" a estos dos Estados fallidos. Obama camufló así la derrota política y militar sufrida por EEUU en esos dos países, y cambió de táctica. Ya no más tropas sobre el terreno, ya no más soldados volviendo a casa en bolsas de plástico negras o mutilados.
Con Obama comenzó la verdadera era de los drones y de los asesinatos selectivos. El uso de los aviones sin piloto, los Reaper y los Predator, disparando sus misiles Hellfire a cuanto objetivo sospechoso se presente en Pakistán, Somalia, Yemen o en cualquier lugar del planeta se masificó. Según cálculos de The Guardian, unas 4.000 personas, la mayoría de ellas civiles, pueden haber muerto ya por ataques de los drones en las guerras de Irak, Afganistán y Pakistán.
The New York Times ha detallado también cómo los máximos responsables de la Inteligencia de EEUU presentan regularmente al presidente su Kill List, con el curriculum vitae de supuestos terroristas candidatos a ser asesinados, a fin de que este elija.
Y Obama en persona, desde la Situation Room de la Casa Blanca, es el que da su autorización, como hizo para que se matara a sangre fría en Pakistán a Osama bin Laden, al mejor estilo de Israel con líderes palestinos en los territorios ocupados.
Es el bueno de Obama también quien autoriza los secuestros de sospechosos por parte de la CIA. Después de haber asegurado a inicios de su primer mandato que había cancelado el programa encubierto de secuestros de la CIA y los traslados en aviones civiles a centros de tortura en países aliados o a Guantánamo, Obama reivindica ahora la legitimidad de este tipo de operaciones.
El secretario de Estado, John Kerry, reivindicaba días atrás la legalidad del secuestro en Trípoli por parte de un comando de las fuerzas Delta del Ejército estadounidense de Abu Anas al Libi, acusado de participar en 1998 en los atentados contra las embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania.
Kerry dijo que el secuestrado se encontraba "en un lugar seguro", interrogado por la CIA y el FBI y que a su "debido tiempo" sería presentado ante los tribunales. Según Kerry, esa operación, al igual que el fallido intento de secuestro en Somalia por parte de los Navy Seals de otro sospechoso, Abdikadir Mohamed Abdikadir, relacionado con el grupo somalí Al Shabab, son legales, porque el Congreso autorizó en 2001 al presidente George W. Bush a hacerlo como parte de la guerra contra Al Qaeda y sus aliados.
De esta forma, Obama olvida ya abiertamente su discurso contra la cruzada de su predecesor republicano y reivindica sin tapujos las propias leyes que este impuso y que muchos creían derogadas, como la Patriot Act. Y este Obama belicista, violador de los derechos humanos, que bien podría tener ya como lema un Yes, We can...only kill people, seguirá coexistiendo tres años más con aquel otro Obama que dice luchar por la universalización de la sanidad, por unos inmigrantes con papeles, con más impuestos para los ricos, como el defensor de las minorías, frente a unos despiadados y elitistas republicanos.