Hegemonía e imperio no son lo mismo. Tanto una como otra noción entrañan la idea de control. Sin embargo, la hegemonía se encuentra directamente vinculada a la aceptación obtenida por parte de la comunidad internacional, mientras que en el imperio el poder se basta a sí mismo. De acuerdo a Andrew Gramble: “Esta perspectiva de hegemonía se asocia con Gramsci. El ejercicio del poder entraña el uso tanto de la coerción como del consentimiento, pero las formas de control político más estables son aquellas donde sobresale el consentimiento. Es decir, donde el poder es aceptado como legítimo a través de la persuasión ideológica y cultural. El énfasis es puesto en la creación y sostenimiento de una concepción del orden internacional, a través de una pléyade de agencias y organizaciones y mediante la incorporación de intereses diversos integrados en un proyecto político de amplio espectro. El aspecto ideológico de la hegemonía es lo más significativo” (David Forgacs, Antonio Gramsci Reader, London, 2001).
Hegemonía e imperio no son lo mismo. Tanto una como otra noción entrañan la idea de control. Sin embargo, la hegemonía se encuentra directamente vinculada a la aceptación obtenida por parte de la comunidad internacional, mientras que en el imperio el poder se basta a sí mismo. De acuerdo a Andrew Gramble: “Esta perspectiva de hegemonía se asocia con Gramsci. El ejercicio del poder entraña el uso tanto de la coerción como del consentimiento, pero las formas de control político más estables son aquellas donde sobresale el consentimiento. Es decir, donde el poder es aceptado como legítimo a través de la persuasión ideológica y cultural. El énfasis es puesto en la creación y sostenimiento de una concepción del orden internacional, a través de una pléyade de agencias y organizaciones y mediante la incorporación de intereses diversos integrados en un proyecto político de amplio espectro. El aspecto ideológico de la hegemonía es lo más significativo” (David Forgacs, Antonio Gramsci Reader, London, 2001).
El imperio, por el contrario, no requiere de consentimiento o legitimidad y se basta con la fuerza. Ni el imperio ruso, el francés o el austro-húngaro, por sólo citar algunos, requirieron del beneplácito de los pueblos sometidos a su dominio. Ello no impidía, desde luego, que casi todos los imperios buscasen un basamento conceptual que brindase justificación a su control. Refiriéndose a esa necesidad de justificación Niall Ferguson señala: “Tal como refería el Senador J. William Fulbright en 1968 ‘Los británicos lo llamaban la carga del hombre blanco. Los franceses lo denominaban su misión civilizadora. Los estadounidenses del siglo diecinueve lo llamaban el destino manifiesto’”(Colossus, London, 2004).
A finales de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos comenzó a crear una estructura hegemónica a imagen y semejanza de sus intereses, la cual se iría articulando aún más en las décadas subsiguientes. El impulso de Roosevelt permitiría dar forma a la ONU y a los acuerdos de Bretton Woods, con la aparición del FMI, el Banco Mundial y la Organización Internacional de Comercio. Bajo Truman aparecería el GATT como sucesor de la Organización Internacional de Comercio, de corta vida, así como todo un sistema de alianzas y organizaciones que vincularía a los Estados Unidos con Europa Occidental, Japón y América Latina. Este entretejido se consolidaría, ya en tiempos de Kennedy, con el fortalecimiento de la OTAN y con la conversión del mecanismo de cooperación económica europea en la OCDE.
Se estructuró así un sofisticado sistema multilateral al amparo de la primacía de Washington. Del otro lado, desde luego, se alzaba el bloque comunista con sus propios mecanismos de alianza y organizaciones de integración económica. Aunque de alcance más limitado, este último imponía límites y retos al poder de los Estados Unidos, al tiempo que ambos compartían su influencia al interior de la ONU. Sin embargo, la existencia de esta dualidad resultó de mucha utilidad para afianzar el control norteamericano sobre su gigantesca esfera de influencia.
Los años setenta trajeron consigo una profunda crisis al marco de referencia anterior. El conflicto de Vietnam sacudió fuertemente la credibilidad internacional estadounidense, mientras que la flotación del dólar, bajo la presidencia de Nixon, puso en entredicho toda la estructura de Bretton Woods. Sin embargo, la ausencia de alternativas al liderazgo norteamericano, en tiempos de la Guerra Fría, terminó subsanando lo primero, mientras que la crisis mundial de la deuda permitió relanzar bajo nuevos parámetros a los organismos de Bretton Woods.
Tras el colapso del comunismo el mundo entero tuvo que buscar acomodo bajo este sistema. Un sistema que ahora pasaba a ser global y sólo admitía una cabeza. Simultáneamente la ideología neoliberal, propia del Consenso de Washington, se transformó en la esencia de lo que fue bautizado como el “pensamiento único”. Con la llegada de Clinton a la presidencia el sistema pudo refinarse aún más, gracias a la comprensión que se tuvo con respecto al llamado “poder suave”, el cual según Joseph S. Nye “coopta a la gente en lugar de coercionarla”. (The Paradox of American Power, Oxford, 2002). Bajo Clinton Estados Unidos supo sacar pleno provecho a una globalización que se expresaba a través de los usos, símbolos y costumbres norteamericanos. En definitiva, el nuevo milenio comenzó bajo un marco hegemónico sin paralelos en la historia.
Pero con la llegada de Bush todo se vino abajo. Lanzándose por la ruta del unilateralismo militante, Estados Unidos reivindicó de manera brutal las prerrogativas de su interés nacional, afirmando que su poder lo eximía del cumplimiento de reglas y normas internacionales. Si bien Obama intentó retomar la senda hegemónica, Trump confirmó su final al desentenderse de acuerdos y consensos internacionales para apelar sin cortapisas al “Estados Unidos primero”.