¿Tontea China con la democracia?

El XVIII Congreso del Partido Comunista de China (PCCh) que se reunió en Beijing entre el 8 y 14 de noviembre de 2012, ha vuelto a entonar su compromiso con una reforma política que amplíe los horizontes democráticos del país. No hubo grandes detalles concretos, aunque si afirmaciones de la contundencia habitual: el objetivo no es la homologación con los sistemas políticos de Occidente. Por si hubiera dudas.

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El XVIII Congreso del Partido Comunista de China (PCCh) que se reunió en Beijing entre el 8 y 14 de noviembre de 2012, ha vuelto a entonar su compromiso con una reforma política que amplíe los horizontes democráticos del país. No hubo grandes detalles concretos, aunque si afirmaciones de la contundencia habitual: el objetivo no es la homologación con los sistemas políticos de Occidente. Por si hubiera dudas.

El debate no es nuevo. Aunque oficialmente siempre se ha defendido que la reforma política en China ha discurrido en paralelo a las reformas económicas, lo cierto es que mientras en estas se ha avanzado a un ritmo sorprendente, en lo político han predominado los juegos de palabras y poco más. Algo cambió, no obstante, en el anterior congreso del PCCh, celebrado en 2007, cuando se convirtió en uno de los asuntos centrales. Desde entonces, el debate ha seguido creciendo, destacando la irrupción de los neomaoístas, que reivindican una tercera vía entre el inmovilismo y la democracia occidental: el espíritu de la Nueva Democracia por el que Mao clamaba en los años treinta. Descartada esta opción, como también la sugerida por los firmantes de la Carta 08, todo parece indicar que el rumbo de la reforma política seguirá una ruta paralela a la económica: si en una se trató de domesticar el mercado sin renunciar a la planificación, en otra se trataría de domesticar la democracia sin renunciar a la hegemonía política del PCCh.

La verdad es que no son horas propicias para cantar las excelencias de las democracias occidentales, inmersas en procesos de deterioro y pérdida de sustancia que ahondan sus déficits no menos tradicionales. Los diversos movimientos sociales que hemos vivido en los últimos tiempos en torno al rechazo de un sistema representativo si bien legitimado por la aritmética del sufragio muy cuestionado por su deriva corrupta y a despecho de programas electorales desmentidos por una praxis abiertamente contradictoria, advierten de su encogimiento y adulteración ante el enorme poder de los mercados cuyo voto se impone sin ambages. 

Así las cosas, parece que a China se le pone más fácil reivindicar su derecho a explorar la construcción de una democracia diferente, ahondando para ello en su tradición cultural, en sus especificidades demográficas y geográficas, y también políticas, en torno a un PCCh que, por el momento, parece capaz de imponer su criterio a los poderes económicos que controla muy directamente a través de la poderosa red de empresas estatales situadas en los sectores estratégicos de la economía nacional.

Cuando el PCCh habla de democracia está pensando en varias cosas: en alargar la base de sus decisiones políticas estimulando un proceso de consultas con el auxilio de las nuevas tecnologías; en someter su gestión al análisis y dictamen de la ciudadanía a través de asambleas abiertas, proceso que se viene experimentando en varias ciudades del país y especialmente en el mundo rural; en la elección de representantes políticos en condiciones de una pluralidad controlada y con la participación de candidatos independientes; en la afirmación de mecanismos que aseguren el pleno respeto a una ley que se pretende igual para todos operando un cambio cultural basado en su preeminencia frente a la fuerza tradicional de la costumbre; en la dotación de instrumentos mejorados para luchar contra la corrupción y los abusos de poder, fenómenos que lastran su credibilidad ante la ciudadanía de modo muy explícito, etc.

No estamos hablando, pues, de la separación de Estado y Partido, tampoco de independencia de la justicia, ni mucho menos de pluralismo político más allá del numerus clausus vigente a través de la Conferencia Consultiva Política, tampoco de alteración del liderazgo absoluto del PCCh y su régimen de co-participación en la gestión pública… Se trata, por lo tanto, de plantearse la identificación de aquellos fenómenos que dificultan el funcionamiento del sistema y afectan a su eficiencia y apoyo social, arbitrando medidas concretas de corrección, todas ellas puntuales. El siguiente paso, hoy objeto de reflexión en el mundo académico y partidario, consiste en el establecimiento de un diseño de alto nivel y más completo que confiera las vigas básicas de un desarrollo del sistema político vigente, mejorando su gobernanza y legitimidad.

La democracia (popular, interna del Partido, deliberativa o incremental) tiene en el PCCh el sentido de una proposición llamada a incidir en el saneamiento de su vida interna y en la higiene de un mandarinato hoy sometido al escrutinio público por medio de cauces que se le escapan (Internet). Una sociedad cada vez más autónoma encuentra en este discurso una oportunidad de incidencia mejorada a través de mecanismos de expresión complejos de reprimir y que sitúan al PCCh tanto a la defensiva como en disposición de aliarse con los críticos para anticipar soluciones.

Quizás el PCCh considera que la combinación de crecimiento, mejoras sociales y un perfeccionamiento de la casta burocrática, actualizando sus formas y mecanismos de funcionamiento, sus niveles de institucionalidad y virtuosidad, puede ser suficiente para preservar su hegemonía. El problema radica en que este planteamiento no altera el paradigma que caracteriza la relación poder-sociedad que sigue instalado en un escenario que diferencia entre quien manda y quien obedece, quien dirige y quien es dirigido.

La sucesión de muestras de descontento, de raíz diversa (laboral, ambiental, social, etcétera), muy abundantes en los últimos años, inciden en dos claves de difícil admisión para el PCCh: la autoorganización social y el ejercicio de libertades igualmente básicas como el derecho de expresión o manifestación. Lo más natural es que ese desafío vaya en aumento a medida que se consolide el proceso de urbanización y que las clases medias progresen en importancia y en cohesión. Integrar esa trayectoria convirtiéndola en aliada y no en desafío sugiere una mayor generosidad en cuanto a los instrumentos de participación y a la tolerancia en materia de libertades públicas.

Si la democracia tiene que ser económica, social, cultural y política, no será fácil limitar su progresión. Por el contrario, unas dimensiones se interrelacionan con otras de modo inevitable. Obstinarse en establecer diques de conveniencia puede resultar un ejercicio de muy difícil encaje.

Que la tradición del mandarinato virtuoso sea capaz de mitigar la fuerza del impulso democrático que plantea no solo formas distintas de elección sino una transformación más profunda de las relaciones poder-sociedad está por ver. Es evidente que ese magma civilizatorio tiene una fuerza que no se puede despreciar, pero difícilmente cuajará si solo se trata de un recurso adicional para blindar un autoritarismo a la medida del PCCh.

No todas las democracias tienen por qué ser iguales, pero cualquiera que sea la definición, formal o informal, del sistema político chino, no puede dejar de incorporar ciertos valores en su agenda. Si el PCCh ha sido capaz de desterrar la asociación entre socialismo y pobreza, a la que tantas veces aludió Deng Xiaoping para justificar el abandono del maoísmo económico, si bien por el momento a un coste social y ambiental difícilmente soportable, desterrar el autoritarismo constituye  el reto adicional al que tampoco podrá sustraerse.