Un hombre de Partido

Centrista, nacionalista moderado y, sobre todo, un pragmático en toda regla leal a Deng Xiaoping, el Jiang Zemin que ahora abandona la máxima jefatura del Partido se ha revelado en su largo mandato ““más de trece años- como un hábil estratega. Cooptado por Deng en Shanghai para evitar el giro conservador que pretendía Li Peng en los amargos días de Tiananmen (1989), su gestión ha estado bendecida por numerosos eventos, desde la retrocesión de Hong Kong a la entrada en la Organización Mundial del Comercio, que le han permitido afirmar su liderazgo, acaparando, progresivamente, todo el poder: si en noviembre de 1989, cinco meses después de ser elegido secretario general, asumía la presidencia de la Comisión Militar Central, en 1993, haría lo propio con la presidencia del Estado. El XV Congreso, celebrado hace cinco años, consagró su plena autoridad. Aún con el apoyo entre bambalinas de Deng necesitó un lustro para asegurar su posición y despejar las sombras de duda. ¿Cuánto necesitará ahora Hu Jintao?

Desinteresado por la economía en un país que hizo del cambio económico su principal seña de identidad, gestionada por un hombre de su total confianza, Zhu Rongji, la figura de Jiang, bien es verdad que sin traspasar nunca las rígidas fronteras del sistema, quedará asociada en el futuro a los primeros y tímidos intentos de reforma política. En primer lugar, acentuando la renovación de los dirigentes, como se ha visto en este XVI Congreso, e intensificando la lucha contra la corrupción. En segundo lugar, aún rechazando toda forma de democracia pluralista, ha explorado en la política nuevas formas de participación y gestión que permitieran suavizar ese descontento que crece en el campo y que afecta a una de sus obsesiones básicas, la estabilidad. Bajo su mandato se han producido las primeras elecciones directas de los comités de aldeanos, en las que participan varios cientos de millones de personas, y que ahora se han extendido, experimentalmente, al ámbito urbano. Jiang, ante todo un hombre de Partido, ha procurado estrategias para asegurar la pervivencia de su autoridad pero que abren huecos por los que puede comenzar a resquebrajarse la inalterabilidad política.

Esa circunstancia explica en último término sus últimas dos grandes preocupaciones. En la represión de la secta Falun Gong ha encabezado la línea más dura, halagando toda alerta contra la contaminación espiritual, en abierta contradicción incluso con el propio Hu Jintao. Pero ha sabido combinar esas muestras de evidente intolerancia, que traen su causa de la necesidad de impedir toda consolidación de un rival que discuta la hegemonía del Partido, con una imagen de cierta modernidad, algo histriónica en ocasiones, evidenciada durante la visita de Clinton, en 1998, discutiendo en público sobre los derechos humanos, mientras Li Peng optaba por dejar plantada a la prensa. La inclusión de los empresarios en el Partido obedece a esa misma lógica.

Después del 11S, en política exterior, la mayor inserción internacional de China y el equilibrado y siempre difícil diálogo con Washington, moderados éxitos, no consiguen eclipsar la gran incógnita que hoy planea sobre el futuro de la diplomacia china y que constituirá uno de los grandes retos de Hu Jintao.

El gran fracaso de Jiang ha sido Taiwán. “Será nuestro como sea”, llegó a decir. Sus intentos de establecer un diálogo normalizado que pueda conducir algún día a la reunificación pacífica se han visto frustrados. La insistencia en las viejas formulaciones le ha impedido construir un discurso más innovador, audaz y aceptable por Taipei. Habría sido su mayor victoria y le habría garantizado un lugar en la historia moderna de China, pero ha desperdiciado la oportunidad. Es aquí, en este asunto tan crucial para la política china, donde se ha evidenciado su talante más gris y mediocre. Y era la prueba de fuego para demostrar que estaba a la altura de su tiempo.