La presidencia Obama

Pocos actos han resultado tan quijotescos en la historia de las últimas décadas como el lanzamiento de la candidatura presidencial de Obama. Teniendo como única experiencia política relevante un par de años en el Senado, siendo miembro de una minoría y careciendo de maquinaria o recursos, éste decidió enfrentarse a la todopoderosa y multimillonaria maquinaria Clinton. Sin embargo, ganó la candidatura demócrata, para luego prevalecer contra un partido como el republicano que había ganado siete de las últimas nueve elecciones presidenciales.

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Pocos actos han resultado tan quijotescos en la historia de las últimas décadas como el lanzamiento de la candidatura presidencial de Obama. Teniendo como única experiencia política relevante un par de años en el Senado, siendo miembro de una minoría y careciendo de maquinaria o recursos, éste decidió enfrentarse a la todopoderosa y multimillonaria maquinaria Clinton. Sin embargo, ganó la candidatura demócrata, para luego prevalecer contra un partido como el republicano que había ganado siete de las últimas nueve elecciones presidenciales.

                Ese Obama, que inesperadamente llegaba a la presidencia, encarnaba un mandato de cambio. Tal como refería Time: “La coalición que llevó a Obama a la presidencia es tan tenaz como las que condujeron a la victoria a las dos últimas coaliciones políticas dominantes: las que eligieron a Franklin Roosevelt y a Ronald Reagan. La mayoría de Obama es tenaz por una razón clave adicional: su connotación progresista” (24 noviembre, 2008). Como bien señaló en su momento el Premio Nobel de Economía Paul Krugman: “Hay que tener en cuenta que la elección presidencial de este año era un claro referéndum sobre filosofías políticas y venció la filosofía liberal” (El País, 9 noviembre 2008).

                 Pero Obama representaba algo más que un mandato de corte progresista y de allí la razón fundamental de su éxito electoral: Junto a Franklin Roosevelt, John Kennedy y Ronald Reagan, constituía uno de los cuatro grandes comunicadores llegados a la presidencia de Estados Unidos en el último siglo. Esa condición se identificaba con la capacidad para movilizar las fibras emocionales de sus ciudadanos, logrando transmitir ideas y esperanzas. La fórmula, desde luego, no siempre era la misma. Roosevelt y Reagan lo lograron proyectando un ambiente distendido, susceptible de crear una sensación de intimidad entre ellos y los radioescuchas o los televidentes. Eran, en tal sentido, maestros de los medios de comunicación a su alcance. Kennedy y Obama caen en la categoría más convencional de los grandes oradores. Políticos en sintonía con la herencia retórica de Lincoln.

                Si bien la condición de gran comunicador se identifica con un  liderazgo de alto vuelo, es evidente que ésta por sí sola no está en capacidad de garantizar resultados. Roosevelt y Reagan supieron combinarla con eficacia política y consistencia de propósito extraordinarios, lo que se tradujo en presidencias transformacionales. Kennedy, por el contrario, estuvo lejos de ser un artífice del cambio. Fueron necesarios el impacto emocional de su asesinato y la condición de gran operador político de su sucesor, Lyndon Johnson, para que los ideales de Kennedy tomaran forma.

                Pero junto a la oratoria, Obama parecía tener en común con Kennedy dos hechos adicionales: la excesiva cautela y el ser un operador político mediocre. La razón de lo primero podría quizás encontrarse en el origen de ambos. La condición de irlandés de Kennedy, profundamente significativa en aquellos tiempos, lo habituó demasiado a la práctica de la concertación para no lucir como radical, lo cual le hubiera imposibilitado su ascenso a las grandes ligas políticas. Este también lucía como el caso de Obama, dado su origen racial. Ocurre, sin embargo, que el mundo político de Washington resulta demasiado atomizado, la cultura organizacional de sus instituciones públicas demasiado enraizada, los intereses creados que se confrontan demasiado poderosos, como para prevalecer por el camino de la cautela. Hoy, cabría agregar, ello es sustancialmente más palpable que en tiempos de Kennedy. La cautela, por lo demás, resultaba particularmente contraproducente para ambos pues neutralizaba el principal activo político del que disponían: la capacidad para movilizar a la opinión pública. Al someterse al juego de la concertación renunciaban, en efecto, a la posibilidad de generar una corriente de opinión pública apta para doblegar las resistencias de los intereses creados y los poderes establecidos.

                A diferencia de Johnson, su sucesor, Kennedy nunca destacó por sus dotes de operador político. En el caso de Obama ello ha resultado mucho más marcado. Este último evidencia una personalidad introvertida y distante, lo que le dificulta conectarse con sus colaboradores y con los líderes y miembros del Congreso. Según el decir de los analistas, no coordina, no da seguimiento adecuado a las iniciativas, no cultiva amistades políticas y menosprecia los rituales del oficio. En la edición de junio de 2015 de la revista Harper’s, David Bromwich relataba como en los tres años y medio previos a la puesta en práctica de su política de salud pública, la más importante de su mandato, sólo mantuvo una conversación cara a cara con su Secretaria de Salud.

                Todo parecía indicar entonces que la presidencia Obama no sólo estaría a años luz de encarnar la esperanza de transformación representada por su campaña, sino incluso de ser considerada como una gestión exitosa. Sin embargo, de manera sorpresiva, 2015 lo cambió todo. Luego de haber propiciado en importante medida la peor derrota electoral legislativa de su partido desde 1931, Obama pareció revivir. En pocos meses ha logrado concretar tres iniciativas trascendentes e inesperadas: El acuerdo con Irán, la normalización de relaciones con Cuba y la aprobación del Acuerdo Transpacífico de Libre Comercio.

                Así las cosas, aún es temprano para hacer el balance Obama. Bien pudiera todavía resultar una presidencia transformacional.