Cuando aún no se han apagado los ecos del XVII Congreso que el Partido Comunista de China (PCCh) celebró en Beijing entre el 15 y 21 de octubre pasado, apreciada la insistencia en la simbología comunista y en la reivindicación del marxismo, advertida la declaración de fe en la muy larga primera etapa de la construcción del socialismo, o contabilizadas esas cifras que abundan en los millones y millones de ciudadanos que militan en sus filas, y todo ello a la vista de una realidad que parece desmentir cualquier signo que asocie la apariencia de la China de hoy día con lo que en nuestro imaginario es el comunismo o con aquello que aspira a ser, parece inevitable la pregunta: ¿son o necesitan ser comunistas los miembros del PCCh?
En los últimos tiempos, desde la Escuela Central del PCCh se han promovido investigaciones para profundizar en el conocimiento de la socialdemocracia europea. Hace unos meses, Hu Jintao recibía en Beijing a varios líderes socialistas del viejo continente. Por otra parte, a la reiteración de las quejas de los militantes veteranos sobre el rumbo capitalista de la reforma, se unen, en el otro extremo, las alabanzas ““desde el ateísmo”“ al papel de la religión como factor de estabilidad social e incluso se reivindica cada vez más el lenguaje confuciano como aliado esencial en la consecución de la estabilidad del orden social vigente. La apertura del PCCh a los nuevos sectores sociales, su definición como vanguardia de todo el pueblo, sus alusiones a la búsqueda de mecanismos de funcionamiento más democráticos, los primeros balbuceos de una cierta heterogeneidad fáctica, ¿indican alguna evolución?
Convive a diario con la injusticia, no se opone al mercado, tampoco a la globalización, dice que acepta los derechos humanos pero que necesita tiempo… Al PCCh se le asocia con el inmovilismo, pero si en verdad fuera dogmático, no resistiría el primer año de reforma. El pragmatismo es un talismán que facilita una adaptación sin traumas, evitando la conversión automática. No obstante, parece consciente de la debilidad de su consistencia ideológica para justificar los desmanes de la China actual que, en no pocos casos, sacarían los colores no ya a cualquier comunista sino a un simple liberal. El PCCh se conforma con demostrar ante la ciudadanía su capacidad de gestión del sistema y la generación subsiguiente de mejores condiciones de vida, mientras elude tirar por la borda la simbología, la historia, la propaganda y los mecanismos clásicos de control, quizás no siempre porque aún crean en ellos, sino porque son el refugio seguro que en caso de crisis puede justificar la negativa a ceder el poder. Mientras tanto, gana tiempo para encontrar una nueva identidad, a sabiendas de que su fundamento en la revolución, cuando la naturaleza del poder y sus objetivos a duras penas coinciden, tiene los días contados. El hábil manejo de la ambigüedad, tan propio del imaginario chino, y la inexistencia de una oposición organizada que promueva el cambio político, con voces débiles y que gozan de escasa proyección, proporcionan al régimen fortalezas y valiosos recursos para defender su atalaya. Pero el rumbo actual tiene fecha de caducidad. Y esa búsqueda de otro perfil para su identidad indica precisamente que lo saben.