Los disturbios ocurridos en Wukan, en la provincia sureña de Guangdong, son reveladores no solo del aumento del número de incidentes sociales en China sino también de su creciente gravedad. En Wukan se han dado cita el abuso de poder y la corrupción de los funcionarios locales, la impotencia de los campesinos y los límites del cambio en China. Paradójicamente, el hecho se ha producido en una de las provincias con mayor apertura del país, no solo económica, también política. Su gobernador, Huang Huahua, próximo a Hu Jintao, es una de las figuras en ascenso en el estrellato chino. Una mala gestión de los desórdenes puede afectar a sus posibilidades y favorecer las de otros líderes, en especial de quienes apuestan por el populismo rojo, simbolizado en el experimento que Bo Xilai promueve en la ciudad de Chongqing. Por ello, no falta quienes ven en la proyección de estos incidentes la mano del aprovechamiento interesado que en China acostumbra a acompañar los entresijos de los grandes eventos políticos, sobre todo cuando la fragilidad caracteriza el consenso en la cúpula. Sucesos similares ocurridos hace unos meses en Mongolia Interior no han tenido la misma repercusión.
Sea como fuere, a menos de un año del próximo congreso del Partido Comunista, el desafío social se reafirma como una de las claves esenciales del futuro inmediato. Un nuevo enfoque, más receptivo, se viene pregonando desde hace más de un lustro, pero con escaso impacto real. El gobierno ha aumentado los gastos en educación, salud y otros capítulos sociales, pero ante el incesante avance de las desigualdades, se diluyen como un azucarillo. Ello explica la irritación social con algunas manifestaciones de la ayuda china al desarrollo o la política de socorro de la deuda europea o estadounidense desconfiando no solo de su idoneidad o utilidad final sino incluso poniendo en solfa a sus gestores sobre quienes se albergan sospechas de enriquecimiento personal.
A lo largo de 2011, a raíz de la primavera árabe, se ha especulado hasta la saciedad sobre las posibilidades de propagación de una revuelta similar al gigante asiático. Las convocatorias realizadas a través de la Red en algunas ciudades chinas fracasaron estrepitosamente. Ello, sin embargo, no debe interpretarse como un indicio de que en China las cosas van viento en popa y que el poder no tiene de que preocuparse. Por el contrario, tal como se evidenció con las medidas preventivas adoptadas, esa preocupación existe porque las razones para el descontento son generosas. Otra cosa es que las protestas en China se vayan a producir a imitación de lo ocurrido en otros lugares. No va a ser así. Tienen sus propias dinámicas, tanto en el ámbito urbano como rural, lo que singulariza su alcance.
Obsesionadas con el control macroeconómico (inflación, crecimiento…) en un contexto internacional de crisis, las autoridades han venido confiando en que la combinación de grandes paquetes de inversiones públicas y medidas paliativas (como la reciente alteración de las cifras de la pobreza y el consiguiente aumento de los subsidios para unos 80 millones de personas pobres) ayudarían a superar unas quiebras sociales que daban por hechas. Así, desde hace meses, el gobierno central viene recomendando mano izquierda a las autoridades a todos los niveles para evitar desbordamientos críticos como el vivido en Wukan.
Los impactos en el empleo de la reducción de las exportaciones (solo la provincia de Guangdong es responsable del 25 por ciento de las exportaciones chinas), las dificultades para reconducir el modelo de crecimiento y la escasa credibilidad de cuanto huela a oficialismo pueden derivar en un aumento de la inestabilidad. Las dificultades para sincronizar una potencia económica de esta magnitud con una sociedad urbana en efervescencia y el descontento rural pueden conducir a una tragedia si la rigidez acompaña el delicado momento actual. La reiteración de conflictos sociales y su gravedad viene a dar la razón a los reclamos del primer ministro Wen Jiabao, quien a lo largo de 2011 ha demandado mayores avances en la democratización del país.
La tendencia a preservar la estabilidad social a toda costa será un imperativo en 2012. A juzgar por el eco de los asertos de Wen Jiabao, ello acentuará el control y la represión, diferenciando gestión de la disidencia política y del descontento social. Con la primera no habrá contemplaciones y el endurecimiento será la norma en un contexto favorecido por la relajación de las críticas occidentales ante la necesidad de los respectivos gobiernos de congraciarse con Beijing. Por el contrario, una mayor delicadeza puede acompañar la respuesta a disturbios de otra naturaleza. ¿Algo más puede esperarse?
El apelo al patriotismo es el aglutinante que cohesiona a la dirigencia china. Volverán a subir el volumen para acallar las discrepancias. El cambio de líderes en octubre exige una puesta a punto del país en todos los órdenes. Solo una situación que se les vaya de las manos podría poner en peligro ese consenso que nace de la ambición de volver a situar al Imperio en el centro del mundo. Y harán lo imposible por evitarla.