Todo el poder para Hu Jintao

La manera en que los medios chinos destacaron la comparecencia de Hu Jintao ante el Parlamento a mediados de la semana pasada asegurando que seguir ciegamente los sistemas políticos de Occidente conduciría a China a un callejón sin salida, fue un tanto desconcertante. Era cosa sabida, formaba parte del lenguaje políticamente correcto, pero se producía en vísperas de esta crucial reunión del Comité Central del Partido Comunista. Dicha declaración tenía un objetivo: facilitar la retirada plena de Jiang Zemin con una formal y solemne muestra de confianza en el sistema. Se podía ir tranquilo: Hu mantendría el rumbo elegido.

La obsesión por asegurarse el máximo poder obedece a una larga tradición en la historia china. Se cuenta que en los comienzos de la dinastía Song (960-1279), el emperador Zhao Kuangyi, después de exaltar sus buenas relaciones con los principales ministros y generales a su servicio y lamentar las pocas ocasiones que tenía de explicitarlo debido a las numerosas ocupaciones del cargo, sorprendió a todos al afirmar que desde su acceso a la condición de emperador no conseguía dormir bien (curiosamente, también Mao, según coinciden todos sus biógrafos, tenía grandes dificultades para conciliar el sueño). Cuando uno de sus generales le preguntó cual podía ser la causa de tanto desvelo, el emperador no vaciló al contestar: “piensen un poco: el trono del emperador es único. ¿Quién no lo quiere para sí? Pensando en esto, no duermo tranquilo”. Sus ministros y generales se deshicieron en garantías y apoyos inquebrantables, pero Zhao optó finalmente por lo que dio en llamar la prevención: “es mejor que me entreguen sus poderes, así evitaremos que los subalternos sueñen con hacerlos reyes y por otro lado, evitaremos los recelos entre nosotros”.

Jiang Zemin, que había accedido a la máxima jefatura del Partido en 1989, debió aguardar hasta 1997 para completar el control absoluto de las estructuras del poder. Hu Jintao parece haber consumado la operación en menos de dos años. El nuevo líder chino, con fama acreditada de discreto y muy eficaz, quiere ir más rápido que Jiang, pero afirmando el camino para que nadie tema desviaciones en lo esencial. En la retirada de Jiang, han obrado los buenos oficios de los tentáculos de Qiao Shi o Li Ruihan, sus antiguos rivales, quienes habían aceptado en su día la renuncia a sus puestos confiando en la subsiguiente retirada de Jiang, para dejar paso a la nueva generación. Ese proceso no ha sido fácil, ha habido amagos de denuncias de corrupción sobre allegados, pero en su conjunto ha primado la estabilidad y la concepción de que no puede haber sombras ni excepciones. Todos deben acatar y acatan esa nueva institucionalización.

Con la retirada de Jiang, el proceso chino entra en un nuevo tiempo. En primer lugar, en el Partido: por detrás de la afirmación de su papel rector en la sociedad, respeto a la legalidad, o la necesidad de impulsar una mayor separación entre partido y estado, se afirma un nuevo estilo que ha costado décadas de esfuerzos y sacrificios, la idea de la institucionalidad y del consenso interno como requisito de la estabilidad. En segundo lugar, en el Ejército, que deberá acentuar la profesionalización. La ausencia de Zeng Qinghong en la vicepresidencia, acentúa el perfil netamente corporativo y su relativo alejamiento de los juegos de poder, aunque siempre sometido a los imperativos partidarios. En tercer lugar, lo más decisivo, sabremos que tiene en mente Hu Jintao para China, cual es la visión de su papel en el mundo en una época en la que debe optar entre la consolidación de un perfil autónomo a nivel internacional o su incorporación a las reglas de Occidente. Y todo apunta a la primera opción como principal apuesta.