Donald Trump y el discurso del odio

            Según señalaba la revista Rolling Stones, citada por Courtland Milloy en el Washington Post el pasado 11 de octubre: “Las bases de Trump asustan tanto por constituir un batallón de gente brava, mayormente blancos, llenos de resentimiento y hartos de lo políticamente correcto y de la diversidad racial. Los mítines de Trump se llenan porque permiten a la gente dar rienda suelta a la intolerancia”. En efecto, con su retórica racista y populista, la candidatura presidencial de Trump ha legitimado las expresiones públicas de odio, racismo, xenofobia e intolerancia. Más aún, la misma ha articulado un poderoso movimiento sustentado en estos elementos que habrá de pervivir más allá del posible fracaso de esa candidatura.

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            Según señalaba la revista Rolling Stones, citada por Courtland Milloy en el Washington Post el pasado 11 de octubre: “Las bases de Trump asustan tanto por constituir un batallón de gente brava, mayormente blancos, llenos de resentimiento y hartos de lo políticamente correcto y de la diversidad racial. Los mítines de Trump se llenan porque permiten a la gente dar rienda suelta a la intolerancia”. En efecto, con su retórica racista y populista, la candidatura presidencial de Trump ha legitimado las expresiones públicas de odio, racismo, xenofobia e intolerancia. Más aún, la misma ha articulado un poderoso movimiento sustentado en estos elementos que habrá de pervivir más allá del posible fracaso de esa candidatura.

            Es evidente que si bien Trump posibilitó lo anterior, existían tanto una realidad socio-económica como unos antecedentes que le permitieron hacerlo. La realidad es clara. Mientras el salario de la mayoría de los trabajadores ha permanecido relativamente estancado desde finales de los setenta, las ganancias del 1% del tope se han incrementado en 156% y las del 0,1% del vértice piramidal han crecido en 362% (Alvin Powell, “The cost of inequality”, Harvard Gazzete, February 1, 2016). Pero no sólo desapareció la movilidad social, sino que los indicadores sociales comienzan a mostrar señales de injusticia alarmantes.

 Una investigación reciente de la Universidad de Harvard, que pasó revista a centenares de millones de archivos del Servicio de Recaudación Fiscal, determinó la existencia de una brecha exorbitante entre las expectativas de vida de los sectores ricos y pobres de dicho país. En efecto, las personas pertenecientes a los grupos privilegiados suelen vivir un promedio de 15 años más que los situados en los sectores de menor ingreso. En el caso de estos últimos su expectativa de vida resulta similar a la de los habitantes de Sudán o Pakistán (Peter Reuell, “For life expectancy, money matters”, Harvard Gazzete, April 11, 2016).

Curiosamente la distinción racial no guarda relación con los mayores niveles de morbilidad. De hecho está resulta mayor en la llamada franja del herrumbre del Medio Oeste, conformada por obreros de raza blanca, que en el denominado Sur Profundo, donde predomina la población negra. No en balde Paul Krugman afirmaba: “El colapso social en la clase trabajadora blanca es mortalmente serio…La mortalidad entre los estadounidenses de raza blanca y edad media, que había venido declinando por generaciones, comenzó a subir de nuevo a partir del 2000. Este incremento en la tasa de mortalidad se refleja en importante medida por un aumento en los suicidios, el alcoholismo y el abuso de opioides prescritos…Algo está realmente mal en el país de tierra adentro” (Republican elite’s reign of disdain”, The International New York Times, March 19-20, 2016).

Pero más allá de esa situación socio-económica existían también antecedentes precisos. El primero es el “pluto-populismo” al cual se refería Martin Wolf en un importante artículo: “...el ‘obstruccionismo salvaje’, la demonización política de las instituciones, el coqueteo con la intolerancia y el racismo… ¿Por qué ha ocurrido esto? La respuesta es que esta es la manera en la que una poderosa casta de donantes, abocada a cortar impuestos y a achicar al Estado, logra ganarse a los soldados de a pie y a los votantes que necesita. Se trata, por tanto, de un ‘pluto-populismo’: un matrimonio de la plutocracia con el populismo de derecha”  (“Donald Trump embodies how great republics meet their end”, Financial Times, March 1, 2016).

Los plutócratas aludidos por Wolf son aquellos a los que se refiere Jane Mayer en su libro Dark Money (New York, 2016). En él se explica cómo un grupo de billonarios, liderados por los hermanos Charles y David Koch, se ha dedicado al financiamiento y control del partido Republicano desde hace varias elecciones. Fueron ellos los primeros en propiciar el extremismo político dentro de dicho partido, como vía para movilizar respaldo popular hacia una agenda programática que se amoldaba a sus intereses económicos. Trump no ha hecho otra cosa que apropiarse de los “soldados de a pie” de los Koch, dándole mucho mayor consistencia al caldo de cultivo que aquellos venían preparando desde hace años.

            Pero independientemente de los “plutócratas”, la aparición de las redes sociales posibilitó que, al menos desde 2005, se haya venido dando cabida a manifestaciones de extremismo e intolerancia por su intermedio. Por vía de sitios web específicos como NewSaxonStormfront o Vanguard News Network o masivos como MySpace o Facebook, los supremacistas blancos han venido volcando su veneno desde esa fecha. Otro tanto ha ocurrido con los grupos de discusión online anti-semitas, los cuales se incrementaron marcadamente a partir de 2008.

            Como bien decía Obama, en un discurso pronunciado en Las Vegas el pasado 23 de octubre, Trump no inició el lenguaje de odio sino que, como a tantas otras cosas, le puso su marca particular.