Los años ochenta del siglo pasado marcaron su final con una convergencia de fenómenos: el colapso del comunismo, la crisis de la deuda externa en los países en desarrollo, el fortalecimiento de los mercados financieros, la caída en el precio de los recursos naturales y el reemerger del GATT, el FMI y el Banco Mundial. En síntesis, Occidente lucía imbatible mientras el mundo en desarrollo se veía obligado a alinearse al paradigma emergente: la economía de mercado. Un paradigma que resurgía tras largos años de declive gracias a la conjunción Reagan-Thatcher en Estados Unidos y el Reino Unido.
Los años ochenta del siglo pasado marcaron su final con una convergencia de fenómenos: el colapso del comunismo, la crisis de la deuda externa en los países en desarrollo, el fortalecimiento de los mercados financieros, la caída en el precio de los recursos naturales y el reemerger del GATT, el FMI y el Banco Mundial. En síntesis, Occidente lucía imbatible mientras el mundo en desarrollo se veía obligado a alinearse al paradigma emergente: la economía de mercado. Un paradigma que resurgía tras largos años de declive gracias a la conjunción Reagan-Thatcher en Estados Unidos y el Reino Unido.
De un lado, el Consenso de Washington hizo su aparición imponiendo su decálogo de normas neoliberales. Del otro, las negociaciones entre los países desarrollados y en desarrollo al interior de la Ronda Uruguay del Gatt, condujeron a un proceso de concesiones múltiples por parte de estos últimos. Consenso y Ronda se presentaron como dos grandes pinzas que comprimieron el cuerpo del mundo en desarrollo, imponiéndole la aceptación del orden económico dominante. A ello se unieron, a la vez, los oligopolios de la información y los grandes mercados financieros de Occidente, determinando parámetros de aceptación u ostracismo en función de la sujeción o rechazo a ese orden.
Este nuevo orden económico pasó a sustentarse en la combinación de corporaciones que guiaban sus decisiones en función de sus ganancias trimestrales y de estados que eludían consideraciones estructurales de largo plazo dentro de una actitud de laiseez faire.Esta mayor flexibilidad y fluidez de movimiento, se suponía, permitiría capitalizar mejor la dinámica económica globalizada. A través de la apertura de los mercados del mundo en desarrollo a sus inversiones y a sus reglas, se propiciaba una carrera hacia la mano de obra más barata y por ende hacia los menores costos de producción. Para ello se facilitó el acceso de China a la Organización Mundial de Comercio y a sus reglas universalmente aceptadas. En definitiva, por esta vía se propulsó una economía mundial cabalmente integrada que habría de ser controlada por quienes llevaran mayor velocidad y dispusiesen de mayor peso negociador. Es decir, los países desarrollados y sus grandes corporaciones.
No obstante, al promoverse la inclusión de 1,2 millardos de chinos o 1,2 millardos de indios, dentro del marco de una competencia hacia la mano de obra más barata, las naciones occidentales comenzaron a transformarse en fortalezas asediadas. Si bien ello generó inmensas ganancias a sus corporaciones, fue haciendo cada vez más innecesarios a sus propios trabajadores. Más aún, en la medida en que tales corporaciones eludían el pago de impuestos en sus naciones de origen, gracias a leyes favorables y a legiones de abogados a su servicio, la globalización tampoco representó para éstas beneficios fiscales significativos. En el fondo, las únicas ventajas tangibles obtenidas por el mundo desarrollado fueron productos más económicos para su población y dinero barato proveniente del excedente financiero obtenido por China en un intercambio comercial que la favorecía.
Sin embargo esta abundancia de dinero barato, combinada con los excesos de la desregulación bancaria y del llamado sistema bancario en la sombra en Estados Unidos, generados también por el laissez faire neoliberal, fueron responsables de la mayor crisis financiera global en 78 años. Las mayores víctimas de esta situación, al igual que en el caso de la externalización de empleos hacia los países en desarrollo, fueron los más vulnerables. En efecto, el “hombre olvidado” al que aludía Roosevelt en 1932, hubo de ser nuevamente el más castigado dentro del mundo desarrollado. Sin embargo éste habría de sufrir dos poderosos golpes adicionales. En primer lugar, la perdida de empleos y la erosión de beneficios sociales resultantes de las políticas de austeridad implementadas para superar la crisis financiera y los altos niveles de endeudamiento. En segundo lugar, el recurso a la automatización de empleos para competir contra los productos de menor costo provenientes de los países en desarrollo. Así las cosas, mientras las grandes corporaciones y sus principales accionistas se enriquecían cada vez más, los ciudadanos olvidados iban asumiendo los costos del modelo en curso. No en balde en Estados Unidos la riqueza del 0,1% de arriba es igual a la del 90% de la población contada desde abajo.
El triunfo de Trump confirma lo que ya el Brexit había anticipado: el ciudadano olvidado se declara en rebeldía contra la élite globalizadora y exige que sus temores y ansiedades sean tomados en cuenta. Todo hace suponer que la conjunción Trump-Brexit, al igual que la Reagan-Thatcher hace más de tres décadas, conducirá a un nuevo paradigma. Uno de corte antiglobalizador, ultranacionalista y populista. En Europa, los miembros de esta cofradía esperan con impaciencia la llegada a sus costas de esta poderosa marea.