De Yeltsin a Putin, a vueltas con Rusia

En un momento decisivo para el hipotético fin de la intensa guerra librada en Chechenia; después de un triunfo electoral sin paliativos y a conveniencia de los sectores oligárquicos ligados a las tramas y grupos de poder más opacos y próximos al Kremlin; sin que en su estado de salud pudiera advertirse un empeoramiento sustancial o que hiciera temer minimamente por su vida; con una Duma incapaz y desinteresada en iniciar procesos de destitución; incluso sin nuevos escándalos que pudieran haberle quitado el sueño, el presidente Yeltsin tomó de nuevo la iniciativa y, por sorpresa, presentó su dimisión el pasado 31 de diciembre.

Y si no existían datos o circunstancias especialmente alarmantes (recordemos el contraste con el escenario de la dimisión de Mijail Gorbachov aquel 25 de diciembre de 1991) que expliquen una medida de estas características, ¿porqué la dimisión de Yeltsin? ¿responde a esta conocida tendencia de imprevisibilidad, aparentemente caprichosa, de Borís Nikolaievich? Unicamente cabe comprender este gesto si atendemos al peculiar desarrollo de la estrategia de sucesión sin cambio que se alienta desde el partido del poder (llamemosle nuestra Nuestra Casa Rusia, ayer, o Unidad, hoy), toda una estratagema que se inició en mayo pasado con el nombramiento del efímero Serguei Stepashin, en sustitución de Evgueni Primakov, y continuó con Vladimir Putin, el principal brazo ejecutor del gabinete en la sombra.

En suma, la dimisión de Yeltsin es otra pieza más que encaja sin esfuerzo en el mismo puzzle. Lo de menos ahora es la dimisión en si, lo que realmente importa es el apresuramiento electoral. No hay vacío de poder y nadie en Rusia se sentirá ni más ni menos desamparado. Ya en vísperas de las elecciones legislativas del pasado 19 de diciembre se especulaba en algunos medios sobre la hipótesis de una anticipación de las elecciones presidenciales, si las formaciones afines al poder obtenían buenos resultados. El principal obstáculo para poner en marcha esta operación política consistía en convencer a Yeltsin. El presidente tiene apego al poder, pero la insistencia de su hija Tatiana ha tenido éxito. El magnate Berezovski, principal figura pública de la "Familia", ese nuevo Politburó que gobierna Rusia, contemplaba con satisfacción la plena realización de un plan que persigue satisfacer el ansia protectora de Yeltsin y su entorno más próximo, pero que debe garantizar también un horizonte de estabilidad y de impunidad a los negocios de esa élite económica formada por auténticos depredadores del patrimonio estatal.

¿Y que puede venir de la mano de Vladimir Putin? El tono de su primer discurso como Presidente interino, asociando en una misma idea la preservación del sistema democrático (?) en Rusia, el decreto que otorga garantías de inmunidad penal para Yeltsin y su familia, el guiño permanente a las fuerzas armadas y a los servicios de seguridad, y la reserva de dureza para los que definió como intentos de desestabilización, sin mentar la corrupción ni la criminalidad, revelan el momento de esplendor de una nueva alianza trilateral (burocracia-negocios-militares) que se proyecta como principal polo de poder en la nueva etapa que ahora comienza.

Yeltsin puede marchar tranquilo. Ya nadie se molestará en pedirle cuentas por las dos guerras de Chechenia, el bombardeo del Parlamento o la disolución de la URSS. Putin puede ganar en las elecciones del próximo 26 de Marzo, incluso sin necesidad de acudir a una segunda vuelta. En esa ecuación, los rebeldes chechenos llevan todas las de perder, si bien nadie duda de que venderán muy cara su derrota. Pero serán sacrificados sin contemplaciones, cueste lo que cueste, para mayor gloria de la Patria Rusia y del señor Putin. Mientras, Yeltsin, más allá de una nefasta gestión política y social, del consumo desmedido de vodka o la exhibición de comportamientos pintorescos, en la historia quedará asociado a la figura de un líder populista, vacío y sin proyecto. También en esta definición, Gorbachov tenía razón.

La victoria de la impunidad

La llave de la nueva situación rusa han sido las elecciones legislativas de diciembre. Corrió el caviar y el vodka en las dachas de las proximidades de Moscú. Era la escenificación de la alegría por tantos temores disipados. La pírrica victoria del Partido Comunista de Guennadi Ziúganov; la franca decepción de la esperanza reformista y modernizadora que representaba Evgueni Primakov; y los excelentes resultados obtenidos por ese triángulo de perversión que representa Yeltsin, el Kremlin y la denominada Familia, garantizaban el continuismo político en Rusia.

A diferencia de lo ocurrido en buena parte de los países del Este europeo en los que, a un período más o menos largo de aplicación de la terapia de shock para operar esa ultrarrápida conversión al mercado, proceso liderado políticamente por las fuerzas "democráticas", le sucedía otra etapa de reequilibrio, amortiguadora del fortísimo impacto social provocado por la caída en picado de los índices de bienestar, el saqueo (leáse privatización) y la corrupción, fase políticamente conducida por fuerzas políticas herederas de los antiguos partidos comunistas o muy próximos a ellos, en Rusia, las posibilidades de alternancia se aplazan, una vez más, sine die. En una década de post-comunismo, parece que se ha pulverizado literalmente lo poco que podía quedar de setenta años de arduo empeño en la construcción del hombre nuevo. Cosacos o siberianos, los rusos pueden ser, al igual que todos nosotros, víctimas de la más burda alienación.

En su tiempo, la perestroika había iniciado una tímida escisión de las élites política y económica; pero Yeltsin consiguió refundirlas en una nomenklatura de nuevo cuño que no duda en rentabilizar todo lo aprendido para orientarlo a la consecución de nuevos objetivos. Los vencedores de las elecciones legislativas de diciembre son esas elites procedentes en su inmensa mayoría, del viejo sistema soviético que desde las empresas, la corrupción o las mafias liquidaron la "propiedad socialista de todo el pueblo" para convertirse en la nueva élite poseedora. La "Familia que rodea a Yeltsin tiene asi su prolongación en las múltiples "familias" que en las repúblicas, territorios y regiones de la Federación rusa han reproducido buena parte del modelo. Un empeño nada complejo de realizar en un país en el que históricamente no es la riqueza lo que aporta poder, sino que son los hombres con poder quienes aspiran a apropiarse de las riquezas y a disponer de ellas a su antojo.

Al margen de esa perfidia estructural, resulta difícil comprender como una mayoría social puede dar la espalda a una realidad tan dura como la existente en Rusia. Según un informe reciente de Naciones Unidas referido a todo el territorio de la antigua URSS, la transición económica ha sido letal para millones de personas. La esperanza de vida entre la población masculina ha descendido de 62 a 58 años; las desigualdades han aumentado de forma espectacular; también han reaparecido enfermedades que habían sido totalmente erradicadas, etcétera. ¿Cómo es posible que el poder obtenga provecho de una situación tan desastrosa? Obviamente, la manipulación de los medios de información de masas y, sobre todo, el dividendo de la guerra de Chechenia, han desempeñado un papel decisivo, pero no debemos pasar por alto la incapacidad de la mayor parte de la oposición (en especial, del Partido Comunista, el principal partido) para desmarcarse de una operación, a todas luces orquestada para distraer la atención y sobre todo, para actualizar un discurso político que facilitara la aproximación de nuevos sectores sociales. A pesar de su ligera mejora, la formación de Ziúganov se enfrenta de nuevo a su techo electoral y más pronto que tarde podría iniciar su declinio.

Las ventajas del adelanto electoral

Instalados en este nuevo panorama y descartada la brusca interrupción del proceso político,el tan temido auto-golpe, numerosas razones aconsejaban el adelanto de los comicios presidenciales. En primer lugar, la situación de bonanza política que le permite a Putin imaginar que se halla en la cresta de la ola. En segundo lugar, las dificultades para mantener el consenso político-social hasta Junio. En tercer lugar, la conveniencia de dificultar las maniobras de la oposición e impedir que se fraguen alianzas competidoras. Por último, la guerra de Chechenia no puede durar mucho más. Si la victoria se retrasa, el efecto boomerang podría ser desastroso. Pero si el Kremlin gana pronto, le resultará difícil administrar los réditos del triunfo a seis meses vista.

Por otra parte, no pocos temen la imprevisibilidad de Yeltsin, un personaje solo controlable hasta cierto punto. Habida cuenta de la trayectoria presidencial, la posición del triunfante Vladimir Putin pudiera ser incluso más frágil que nunca. Seis meses en la política rusa es un horizonte demasiado amplio y da para tramar muchos enredos. Si la Familia, como han señalado algunos observadores, ha sido capaz de alentar una guerra para perpetuar su poder e influencia, nunca se pararía en barreras para intentar asegurarlo ahora que lo tenía, más que nunca, al alcance de la mano, obteniéndolo a través de procedimientos formalmente democráticos.

La victoria de la impunidad resume, pues, la tranquilidad de todos esos sectores oligárquicos temerosos de la rendición de cuentas. Unos por la anterior guerra de Chechenia o la liquidación de la URSS, realizada con nocturnidad y alevosía, nueve meses después de que un referendum popular bendijera su supervivencia como una alianza de estados soberanos; otros por la participación activa en un proceso privatizador que finiquitó practicamente los segmentos más apetitosos del Estado y empobreciendo, hasta niveles impensables, a toda la sociedad. Todos, en fin, temerosos de los avances cara un estado de derecho que en Rusia aún está por fundar.

El legado de Yeltsin: Un poder devorado por la corrupción

El término "mafia" tiene en Rusia una acepción muy extensa y abarca toda una amalgama de fenómenos que incluyen tanto la criminalidad común como las empresas paralegales y la corrupción en las más altas esferas del poder. Segundo fuentes del propio Ministerio del Interior, las organizaciones criminales podrían controlar en Rusia más del cincuenta por ciento de las empresas. La parte de la economía sumergida que actualmente se encuentra en sus manos podría rondar entre el veinte y el cincuenta por ciento. Además de las empresas y sectores productivos, regiones enteras podrían estar dominadas por la criminalidad organizada.

No hay esfera de la actividad en la que no está presente la corrupción. Las disputas por los beneficios obtenidos en negocios de dudoda legalidad o abiertamente ilegales se resuelven a tiro limpio, como en el Chicago de los años veinte. Según la agencia británica "Control Risk Group", que asesora a empresas interesadas en invertir en los países en transiciòn a la economía de mercado, la corrupción supone para Rusia la pérdida de más de dos billones de pesetas cada año, cantidad suficiente para pagar dos veces los salarios atrasados de millones de trabajadores y pensiones que sobreviven en condiciones de extrema dificultad. El calado de la corrupción es tan grande, afirma dicha fuente, que condiciona no solo la superación de la crisis económica, si no la propia estabilidad política del país. Y no tanto por que provoca desórdenes o protestas sociales de temible envergadura, como porque es la protección de los intereses de los grupos de poder que han surgido al amparo del saqueo del Estado lo que puede motivar el cese de un primer ministro tras otro y podría estar también detrás de la dimisión presidencial y la anticipación de los comicios de Junio.

Cualquier balance de la etapa de Boris Yeltsin en el poder no puede ignorar la prosperidad del matón a sueldo; el desvío de importantes reservas de divisas para ser colocadas en paraísos fiscales (hasta cinco billones de pesetas, casi treinta mil millones de euros); la existencia de varios millones de niños desprotegidos vagando por el país, y a merce de las redes de la droga o la prostitución; o, paralelamente, el dispendio de varios cientos de millones de dólares en la restauración del Gran Palacio del Kremlin, para satisfacer la renacida debilidad por la ascendencia imperial rusa. Los circulos más próximos a Yeltsin están impregnados de esta vorágine saqueadora, empezando por su propia hija, Tatiana Diachenko, y Naina Lossifovna. Boris Berezovski, el nuevo Rasputín de la corte, pasa por ser el "alma maldita" de esta atribulada Rusia post-soviética.

Tan diversas manifestaciones, aparentemente tan dispares, constitueyn, sin embargo, significativos ejemplos de un mismo fracaso: la incapacidad para vertebrar una economía saneada; para organizar un estado reconocible; para estructurar minimamente y aún de lejos algo similar a una sociedad civil; para asentar, en fin, un régimen de convivencia no condicionado por la ocupación salvaje de todos los simbolos de poder, ya sean estos económicos, sociales o políticos. Yeltsin fue incapaz de diseñar y establecer mecanismos de transformación de la sociedad post-soviética que aproximaran a Rusia a ese estado de derecho proclamado como gran objetivo por parte de aquellos "demócratas" que precipitaron la caída de Gorbachov, el único reformista verdadero que había entre todos ellos.

De comisario a ejecutivo

Frente a una amplísima franja de población ostensiblemente marginada, la vieja nomenklatura soviética rápidamente pasó a formar parte de ese capitalismo de elegidos, generosamente beneficiados por las primeras medidas privatizadoras. Los famosos bonos que distribuían gratuitamente entre toda la población buena parte del patrimonio estatal, enseguida fueron a parar a las manos de los clanes de intermediarios que rodearon de opacidad sus operaciones especulativas. Todo el poder, en otro tiempo en manos del Partido y de los Soviets, pasó a manos de una burocracia sabiamente rápidamente al mundo de los negocios, dejando atrás a los pioneros del mercado, los cooperativistas de la perestroika, que fueron concebidos como el germen de una nueva clase social poseedora.

En la actualidad, unicamente un veinte por ciento de las élites rusas, políticas y económicas, no están ligadas al antiguo sistema soviético. Esa metamorfosis, desprovista de escrúpulos, abortó toda posibilidad de ruptura real, favoreciendo el distanciamiento de la sociedad respecto de un poder en el que no podían confiar. Yelsin, por supuesto, nada hizo para quebrar esa ausencia de credibilidad.

¡Sálvese quien pueda!

Mientras en Moscú la lucha por el poder ha sido siempre una constante, cada sujeto de los ochenta y nueve de la Federación Rusa optó por construir su propio sistema, naturalmente sin pararse a observar o reflexionar sobre la legalidad que venía del centro, por lo demás de valor simplemente orientativo, con claro predominio de la política de imposición de "hombres fuertes", escasamente comprometidos con concepciones e ideas vagamente asociables con categorías como legitimidad democrática, transparencia, independencia judicial o de los medios de comunicación. Natalia Lapina, investigadora de la Academia de Ciencias de Rusia, considera que en esta evolución se han definido hasta cuatro grandes modelos: el apadrinamiento, propio de regiones o ciudades como Tatarstán, Bajkortostán, Ulianovsk, Krasnodar, o Moscú; la asociación, especialmente presente en Nijni Nóvgorod, Leningrado, Volga,o San Petersburgo; la coacción, fenómeno muy marcado en la región de Kírov; y la privatización de los asuntos públicos, muy extendida en Kalmukia, Krasnoyarsk, Tiúmen, Murmansk, o Jabarovsk. Mientras en los dos primeros modelos se puede hablar de cierto estímulo del desarrollo local, en los dos últimos simplemente se ha favorecido la dilapidación de las riquezas y propiedades públicas y la expansión de la mafia.

En la Rusia de Yeltsin, repúblicas enteras, como Kalmukia, se han transformado en auténticas sociedades anónimas en las que toda la actividad está sometida al control de su Presidente, Kirsan Iliumdjinov. Otro tanto podría decirse de la república de Kakasia. Aquí, Alexei Lebed, hermano de Alexander, es conocido como el "gobernador del aluminio", por sus especialísimos vínculos con este sector. Son muchas las fuentes que aseguran que esta rama de la producción está en manos de grupos criminales, y que cuentan además con la compliciad y la protección de las más altas esferas del estado. En todos estos territorios, la simbiosis entre política, economía y mafia está al orden del día.

Por lo demás, sus tentáculos se han extendido por medio mundo. De New York a París o Ginebra, las mafias buscan vías para drenar sus inmensas ganancias. Incluso en España han buscado su propio cobijo. Las investigaciones realizadas por la Policía revelan que algunos jefes de la mafia rusa incluso dirigen sus negocios en Moscú desde sus confortables mansiones de la Marbella de Jesús Gil. Alexander Sigarev es el principal exponente de ese desembarco que, vía Gibraltar, moviliza varios millones de dólares procedentes de casinos, contrabando y estafas. La Costa del Sol se ha convertido para los nuevos ricos rusos en el lugar ideal para blanquear sus ganancias y, de paso, ponerse morenos.

Una Rusia sin mundo propio

En política exterior, los más de ocho años de mandato de Borís Yeltsin han transcurrido entre una breve primera etapa de abrazo ciego e incondicional a Occidente y otra segunda, de progresiva recuperación formal de un discurso moderadamente nacionalista que a duras penas conseguía disimular sus graves carencias e inconcrecciones, en particular, por causa de una situación económica permanentemente al borde del abismo y unas Fuerzas Armadas, con una capacidad operativa e incluso tecnológica en estado catastrófico. Unicamente el arsenal nuclear, con más de diez mil cabezas, le garantiza un lugar al lado de los siete grandes. Yeltsin, en modo alguno es ajeno a tal estado de cosas. La misión de liquidar la capacidad real de los ejércitos y su sustitución por múltiples guardias pretorianos que situaran a buen recaudo sus anchas espaldas ha sido una constante en esa agenda para la estabilidad política que siguió a la liquidación de la URSS y que dejó convertida a Rusia, su principal heredera, en una burda caricatura de lo que había sido en otro tiempo.

La política exterior rusa ha estado siempre muy condicionada por los avatares de la situación interna. En la etapa de Yegor Gaidar, en el primer gobierno de la presidencia de Yeltsin. E incluso en los primeros gabinetes de Victor Chernomirdin, en los que destacaba la fuerte participación de los sectores reformistas procedebtes del movimiento democrático que aupó a Yeltsin hasta la jefatura del Estado, Rusia apelaba y confiaba en la ayuda económica de Occidente para superar la crisis y asegurar una transición sin cataclismos, del comunismo al capitalismo, al que llamaban mundo "normal". Pero la terapia de shock acabó en desastre total y ahora, hasta el propio Jeffrey Sachs, director del Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard y principal valedor de esta especie de big-bang para la liquidación de las economías planificadas, reconoce que gran parte de la culpa de la actual situación rusa corresponde a Occidente por su despreocupación, tacañería y falta de control. La cuantía de la ayuda, afirma, ha sido insignificante, comparada con la dimensión de sus necesidades, ha llegado tarde y fue a parar a las manos de auténticos cleptócratas, carentes del más elemental compromiso reformista.

Muchos rusos, por oportunismo o quizás por convicción, comparten hoy ese discurso de resentimiento y desconfianza, y argumentan la necesidad de contar con las propias fuerzas para evitar el total naufragio de la gran potencia. Rusia no se resigna a desempeñar un papel menor en el escenario internacional y, mucho menos, a actuar de mero comparsa de un hegemón americano que no toma en consideración, de forma suficiente, sus intereses.

De la guerra a la paz fría, Yeltsin, dotado de un incuestionable olfato político, comprendió rápidamente que la carta nacionalista era el último recurso para mantener un mínimo nivel de aceptación por parte de una ciudadanía que hace tiempo le dio la espalda y, sobre todo, para atraer y desarmar el mensaje de los sectores neoeslavófilos, llámense tradicionalistas, patriotas o modernistas. A partir de 1995, Yeltsin vio con algo más que buenos ojos el proceso de distanciamiento formal y epidérmico con Occidente, participando del endurecimiento del lenguaje, incluso a veces con tonos patéticamente desafiantes. La última, esa reciente bravata recordando desde Beijing el potencial nuclear de Rusia, en respuesta a las criticas formuladas por la Casa Blanca, naturalmente para consumo interno y con la boca pequeña, por el modo de conducir la guerra en Chechenia (¿por su brutalidad o por no ser capaces de acabar pronto?) y la expulsión de un diplomático estadounidense acusado de espionaje. Todo un desacuerdo, quizás pactado, y, en todo caso, muy oportuno en época electoral, para afirmar un discurso que deje entrever que Rusia aún puede reproducir comportamientos de la otrora gran potencia.

Pero nadie puede llamarse a engaño. El ya ex-presidente ruso siempre ha sido consciente de que debía pagar un precio por la masiva y generosa intervención occidental en apoyo de su candidatura en los anteriores comicios presidenciales y en otros momentos delicados de su mandato. A pesar de su notoria incapacidad para dirigir los destinos de Rusia, Yeltsin siempre encontraría en el exterior, el firme apoyo que se le negaba dentro del país.

Suma de desacuerdos

La campaña aliada en Bosnia; la ampliación de la OTAN a los países de Europa central y oriental, antiguos aliados en el Tratado de Varsovia; las sucesivas operaciones militares contra Iraq; la guerra por Kosovo; o las discrepancias contra las "injerencias externas" en la eufemísticamente denominada campaña "antiterrorista" de Chechenia, evidencian una considerable suma de desacuerdos que dificilmente pueden ser obviados por el Kremlin. Pero era Evgueni Primakov el único capaz de dotar de un mínimo de credibilidad una política llena de gestos que, con acierto, se acostumbra a calificar de simple retórica. Cuando las fuerzas anglonorteamericanas bombardearon de nuevo Bagdad, Primakov no dudó en llamar a consultas a los embajadores en Londres y Washington y, por primera vez en los últimos diez anos, las tropas fueron colocadas en estado de alerta.

En la política exterior rusa se puede advertir, pues, un progresivo distanciamiento de Occidente que se inicia en 1993 con la adopción de una nueva doctrina militar que, en esencia, apuesta por la recuperación de la influencia tradicional en el llamado "extranjero próximo" (toda la ex-URSS, a excepción del Báltico). A pesar de contar con numerosos detractores en el propio Kremlin, esta tendencia ha ido ganando terreno por imperativos internos, merced al éxito de una doble táctica: diplomática, en la zona europea, estrechando los vínculos con Bielorrusia para contrarrestar la expansión de la OTAN hacia el Este; y estratégico-militar, principalmente en la región caucásica y transcaucásica, en la que convergen poderosos intereses económicos y comerciales (la explotación de los recursos energérticos y sus rutas).

El otro pilar de esta orientación lo constituye la intensificación del viraje hacia el gran vecino asiático, la China, una aproximada iniciada en 1989 con Gorbachov y que se enfrió años más tarde, al calor del abrazo a Occidente. El entendimiento estratégico entre China y Rusia descansa fundamentalmente en su lógica resistencia a admitir sin más el dominio imperial estadounidense y, por lo tanto, en la compartida necesidad de evolucionar hacia la multipolaridad, estableciendo un frente común que paralice la presión occidental en materias consideradas sensibles (Chechenia-Tíbet ou Taiwán).

Putin y la continuidad

Asi las cosas, es de temer que el probable triunfo de Vladimir Putin en la primera vuelta de las elecciones del próximo 26 de Marzo, signifique simplemente más de lo mismo, es decir, continuidad pura y dura del yeltsinismo sin yeltsin en todos los frentes: económico, social, exterior, etc. En cualquier caso, su hipotética victoria en Moscú pasa necesariamente el mantenimiento a raya o por la derrota de los rebeldes atrincherados en Grozni, la capital chechena.

Con los grandes medios de información sometidos a un férreo control, la hipotésis de pequeños reveses en la campaña militar, dificilmente pueden influir en la minoración de unas expectativas de victoria que se aventura holgada, a lo sumo en segunda vuelta y, sobre todo, de tener que competir con Ziuganov, aún en el supuesto de lograr este un acuerdo que se antoja complicado con el tándem Primakov-Luzkov. Para Másjadov, el presidente de Chechenia, resistir hasta el 26 de marzo es cuestión de vida o muerte. Solo cuando se clarifique la lucha por el poder en el Kremlin, su nuevo inquilino se avendría a negociar un acuerdo político para poner fin a las hostilidades.