Que el dinero ejerce una influencia desmesurada en la vida política de Estados Unidos es de sobra conocido. Por vía de los comités de acción política, del cabildeo y de los triángulos de acero, los dueños del capital han ejercido por décadas un gigantesco control sobre la toma de decisiones políticas en ese país. Para Arianna Huffington existen dos grupos de reglas, una para la clase corporativa y otra para la clase media. Según sus palabras la clase media juega limpio y ve desaparecer sus empleos, mientras la clase corporativa ha logrado que su derecho a romper las reglas haya quedado incorporado en la definición política y legal de las reglas mismas (Third World America, New York, 2012).
Que el dinero ejerce una influencia desmesurada en la vida política de Estados Unidos es de sobra conocido. Por vía de los comités de acción política, del cabildeo y de los triángulos de acero, los dueños del capital han ejercido por décadas un gigantesco control sobre la toma de decisiones políticas en ese país. Para Arianna Huffington existen dos grupos de reglas, una para la clase corporativa y otra para la clase media. Según sus palabras la clase media juega limpio y ve desaparecer sus empleos, mientras la clase corporativa ha logrado que su derecho a romper las reglas haya quedado incorporado en la definición política y legal de las reglas mismas (Third World America, New York, 2012).
Un libro reciente de la reconocida periodista Jane Mayer resulta esclarecedor. En él se explica cómo Carles y David Koch, dueños de la sexta y séptima fortunas mayores del mundo respectivamente, crearon en la más absoluta opacidad una suerte de banco político dedicado al financiamiento y control del partido Republicano. Con fortunas combinadas que superan los 214 mil millones de dólares, los integrantes de ese grupo han venido propulsando por años las nociones de un gobierno limitado, de la drástica reducción de impuestos, de mínimos servicios sociales y de mínima supervisión para las actividades económicas. Objetivos moldeados en función de su particular agenda patrimonial (Dark Money, New York, 2016). Aunque aún esté por publicarse algún libro que desnude con igual acuciosidad la interacción entre dinero y poder político al interior del Partido Demócrata, nadie duda que también allí se da una relación simbiótica entre ambos.
Esta situación no puede más que agravarse ante la evidencia de una desigualdad económica que avanza aceleradamente. En 2013 la riqueza combinada de las cuatrocientas personas más acaudaladas de ese país alcanzó a 2 millones de millones de dólares, habiéndose duplicado entre 2003 y esa última fecha. La riqueza poseída por el 0,1% de arriba resulta igual al del 90% de su población contada a partir de abajo. Entre 2002 y 2007 el 1% de su población acumuló dos tercios de las ganancias resultantes del crecimiento económico de la nación, pero lo obtenido por el 0,1% del tope superó a los dos tercios de lo alcanzado por ese 1%. En 2010 los seis herederos del fundador de Wal-Mart poseían una riqueza combinada superior a la del 40% de la población. Mientras tanto en 2009, el 80% de los estadounidenses evidenciaban una disminución neta de su patrimonio en relación a 1983.(Angela Monaghan, “US Wealth inequality”, The Guardian, 13 November, 2014; Erik Brynjolfsson and Andrew McAffe, The Second Machine Age, 2014).
El factor determinante de esta brecha en vertiginoso ascenso es la tecnología. Mientras una minoría saca provecho de ella, una mayoría se ve desplazada o amenazada por ésta. Tal desplazamiento puede producirse por dos vías. Primero, por la externalización de empleos hacia el exterior que se posibilita por el gigantesco avance en las tecnologías del transporte, las comunicaciones y la informática. Segundo, como resultado de la sustitución del empleo humano por las diversas variantes de la revolución digital. Durante los años iniciales del presente siglo prevaleció lo primero, pero a partir de la crisis económica del 2008 se aceleró exponencialmente lo segundo. De acuerdo a Carl Frey y Michael Osborne, el 47% de los empleos en Estados Unidos corren el riesgo de ser automatizados en poco más de una década (“The Future of Employment”, Oxford University, 2013).
En medio de esta división entre los que se van haciendo cada vez más ricos y los que se van viendo laboral y económicamente excluidos, surge la interrogante de cómo se sostendrá la demanda agregada en ese país. ¿Podrán las minorías privilegiadas mantener al aparato productivo en marcha? Ya en la actualidad el 40% del consumo doméstico estadounidense es sostenido por el 5% de su población más pudiente. Sin embargo, la automatización no sólo afectará al 95% de la población, sino también a parte importante de ese 5% (Martin Ford, Rise of the Robots, New York, 2015).
El escenario más aterrador sería que el sistema económico estadounidense lograse adaptarse a esta nueva realidad. En un proceso perverso de creación destructiva, la primacía de las industrias de consumo masivo pudiese verse reemplazada por la de empresas de bienes y servicios enfocadas a la élite súper rica. Muy a su pesar Paul Krugman visualiza como plausible este escenario, reconociendo la viabilidad de una economía concentrada prioritariamente en el consumo suntuario (referido por Martin Ford, supra). La clase media podría así contraerse hasta resultar numéricamente irrelevante, sin con ello afectar la sustentabilidad de la economía de ese país.
Plutocracia, polarización económica y tendencia a la primacía del consumo suntuario son tres de las características más resaltantes de ese país. ¿Cómo extrañarnos entonces de la fuerza obtenida por Trump?