Poco tiempo duró la paz en la eurozona, compartida por dieciséis países europeos. Después de que el FMI y el Banco Central Europeo (BCE) rescataran a Grecia en mayo pasado de la bancarrota con un préstamo de 110.000 millones de euros a tres años, bajo durísimas condiciones económicas y sociales, los líderes europeos se fotografiaron sonrientes en Bruselas, dando por cerrada la crisis.
Los dirigentes de la Unión Europea aseguraron en su momento que habían logrado “calmar a los mercados financieros”, esas abstractas y a su vez poderosas instituciones globales que muestran a diario estar por encima de gobiernos democráticamente constituidos, con capacidad especulativa para hacerlos tambalear y hundir.
Sólo hacía falta, decían entonces, que los gobiernos europeos, disciplinadamente, aplicaran drásticos planes de ajuste, con durísimos recortes del gasto público y de las conquistas sociales de sus cientos de millones de ciudadanos. Y empezaron los ajustazos por doquier, sin importar si el gobierno de turno de tal o cual país llevara la etiqueta de conservador, liberal, laborista, socialista o socialdemócrata.
Poco se diferencian las recetas de todos ellos. Las orientaciones económicas de Bruselas, donde tienen sus sedes centrales las distintas instituciones que dirigen la Unión Europea, de neto corte ultraliberal, rigen para todos, son obligatorias y las violaciones a las mismas son castigadas con sanciones.
El viernes pasado, seis meses después del rescate de Grecia, una decena de técnicos del FMI, el BCE y representantes de la UE, desembarcaban en Dublín con sus cuentas en la mano para explicar al Gobierno conservador irlandés de Brian Cowen, las condiciones que deberá cumplir para ser “rescatado”. A Irlanda se le exige subir vertiginosamente su impuesto de sociedades, que está en el 12,5%, menos de la mitad de la media europea; reestructurar su sistema bancario –al que el Gobierno garantizó el 100% de los depósitos, en una decisión muy criticada por la UE– y atajar su déficit público, del 32%. Los técnicos visitantes revisarán también con lupa los detalles del plan de ajuste de 15.000 millones de dólares para los próximos cuatro que debe presentar el Gobierno irlandés a fines de noviembre.
Para aplacar las resistencias soberanistas de Owen ante las presiones internacionales, le recordarán seguramente que Irlanda dejó de ser el país más pobre de la Unión Europea, para pasar a ser el segundo con renta per cápita más alta, al que se terminó por calificar de el “Tigre Celta”, gracias a los millonarios Fondos de Cohesión que la UE le aportó al entrar en esa comunidad europea para solidificar su economía y homologarla a estándares del resto de sus socios.
Irlanda se obnubiló, se endeudó, y se hundió, como España, atrapada por la burbuja inmobiliaria. Hoy toda la UE paga esas consecuencias y provoca divisiones entre sus miembros sobre los límites que deben ponerse a los rescates a países en crisis por irresponsabilidad.
El primer ministro griego, el socialdemócrata Yorgos Papandreu, criticaba días atrás, por ejemplo, a Alemania, por exigir que los bancos asuman parte de las pérdidas en el caso de suspensión de pagos de un país, por entender que tal medida “crea una espiral de tipos de interés más altos para aquellos países en dificultades”.
Y, acto seguido, Papandreu reconocía ante otro grupo de técnicos del FMI, BCE y la UE que también revisaron en Atenas la marcha de sus planes de ajuste, que el déficit público de 2009 no había sido del 13,6% tal como aseguró antes su Gobierno, sino del 15,4%.
Por ello, el Gobierno se comprometió a reducir este mismo año el déficit en seis puntos, por medio de una reducción del gasto en hospitales públicos y el saneamiento de la Administración.
Pese a la supuesta solución del caso griego de seis meses atrás, la Unión Europea viene viviendo en realidad bajo un ataque de nervios, apagando fuegos aquí y allí, tratando de prever cuál será el próximo país contagiado.
Portugal es hoy el más vulnerable a sufrir el contagio de la crisis irlandesa. El ministro de Finanzas, Fernando Teixeira dos Santos, reconoció la existencia de “un riesgo elevado” de que su país se vea obligado a recurrir también al Fondo de Rescate de la UE y a la ayuda de la FMI. El ministro de Exteriores portugués, Luis Amado, ha reconocido que si fracasa el pacto del Gobierno socialista –en minoría– con la oposición socialdemócrata para enfrentar la crisis, “Portugal podría verse obligado a abandonar el euro”. Es el primer Gobierno de la UE que plantea explícitamente esa posibilidad.
La canciller alemana, Angela Merkel, advertía precisamente en el reciente congreso de su partido, la Unión Demócrata Cristiana (CDU), que “hay mucho en juego, si el euro cae, Europa cae”. Según la líder conservadora, “la idea de los valores europeos y la unidad fracasarán, una idea que dio a nuestro continente fuerza y prosperidad después de las guerras y la destrucción del siglo pasado”.
Por su parte, el Gobierno de Rodríguez Zapatero se ha apresurado a decir que “España no es Irlanda ni Grecia”, que tiene una economía sólida, que su sistema bancario es de los más saneados de Europa y que, como garantía extra a “los mercados”, dado que reconoce que la anunciada recuperación económica es aún imperceptible, adoptará medidas de ajuste adicionales.
A la reforma laboral recientemente aprobada se sumará en breve la reforma de las pensiones, un control más estricto del subsidio de desempleo que cobran gran parte de los más de cuatro millones de desempleados; un racionamiento del sector público empresarial, que pasaría a tener 77 empresas en vez de las 106 actuales; un brutal recorte al apoyo a la industria alternativa de energía fotovoltaica y una serie de medidas más. El Gobierno del socialista Rodríguez Zapatero sigue haciendo buena letra con el FMI, con el BCE, con la UE y los omnipresentes mercados.
¿Y después de Irlanda, quién seguirá?.