Un plus de supervivencia

Tres son las principales claves que pueden condicionar medularmente el futuro del régimen norcoreano.

En primer lugar, su propia evolución interna. En un país en el que el factor personal incide de forma tan decisiva en el ejercicio del poder, unido a la ausencia de sociedad civil organizada de forma autónoma, sin la más mínima oposición, es generoso el terreno abonado para que en cualquier momento un simple accidente pueda hacer zozobrarlo todo, propiciando una sucesión de cambios que alteren la naturaleza del sistema. En esa estabilidad precaria influye la subsistencia económica, hoy dependiente en buena medida de la ayuda externa. En ausencia de esta, la crisis del régimen se agravaría pero probablemente no debilitaría su control político, sostenido por el Partido y el Ejército. La aplicación de una política de reformas “a la china” entrañaría importantes riesgos políticos para el régimen, por ello Kim Jong Il no arriesgará en exceso en ese terreno.

En segundo lugar, la unificación. Corea del Norte dice apostar por ella, aún a sabiendas de que su subsistencia sería inviable en un marco estatal unificado. La división de la península no es consecuencia exclusiva del enfrentamiento ideológico. Los coreanos han sabido conservar su unidad política hasta el siglo XX. La división de la antigua Choson a través del paralelo 38 se remonta a finales del siglo XIX cuando Japón se propone la anexión del país y la mediación británica fracasa ante la inminencia de un enfrentamiento entre las tropas niponas y chinas (estacionadas en su territorio a petición de la dinastía coreana), hostilidades que conducen al Tratado de Shimonosaki (1895) que anuncia el comienzo de una colonización que se completa en 1910. Las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial diseñaron entonces un régimen de tutela temporal -cinco años- y cuatripartita (Estados Unidos, URSS, Gran Bretaña y China) para Corea que es rechazado por buena parte de una población que aspira a la recuperación de su plena independencia. El fracaso de esta fórmula y las aspiraciones encontradas de Washington y Moscú conducen a la división primero y a la guerra fratricida después que se saldó con cinco millones de muertos. El escenario de la unificación entre las dos Coreas no es para mañana, se define a medio plazo y no dispone de entidad propia suficiente para desarrollarse con autonomía respecto a las demás claves del proceso.

En tercer lugar, la actitud internacional. Paradójicamente, los principales actores exteriores están poco interesados en pisar el acelerador en Corea del Norte ante el temor a sus consecuencias desestabilizadoras en la región y la magnitud de sus reacomodos. EEUU debería replantearse su presencia en la zona, Japón tendría un nuevo competidor a corto plazo, Rusia perdería su ya escasa influencia en la región, y a China tampoco le valdría de ejemplo para seducir a Taiwán. Solo Corea del Sur tiene interés real en impulsar una aproximación que acabe en unificación, tanto por imperativos políticos como económicos, aunque esas mismas razones aconsejan moderación y cautela en su plasmación práctica. Ello otorga a Pyongyang un plus de supervivencia adicional que administra con el refuerzo de una lógica nuclear que le permite ganar tiempo en un contexto macabro en el cual poco parecen importar a todos las carencias y privaciones de sus depauperados millones de habitantes.