Es evidente la confirmación de una tendencia al reforzamiento de las relaciones bilaterales entre Moscú y Beijing. A su favor juega la superación de los viejos contenciosos fronterizos, la complementariedad de sus economías, la recreación de un espacio de interés común en materia de defensa y, sobre todo, el compartir una similar concepción del momento internacional actual. Si para China, la lucha contra el hegemonismo constituye una de las tres tareas políticas que Deng Xiaoping definió como principales para el período de la reforma (junto a las cuatro modernizaciones y la reunificación del país), para Rusia, cultivar las diferencias con Occidente (Chechenia, guerra de espías, recordatorio de la capacidad nuclear, etc), representa la mejor inversión electoral para asegurar cierta viabilidad al actual régimen en el post-yeltsinismo que ya se avecina.
En un contexto de evidente aislamiento internacional debido a la brutal guerra del Cáucaso, el apoyo chino se recibe en Moscú como agua de mayo. Pero en un ámbito más general, la escenificación del buen entendimiento es de sumo interés para consumo interno de ambas sociedades. A Beijing, la sintonía con Rusia le puede granjear excelentes réditos en la defensa de lo que aún entiende como cuestiones de principio (no injerencia en los asuntos internos) que hoy se concretan en la represión de la secta Falun Gong pero que mañana pueden alcanzar a un hipotético enfrentamiento abierto con Taiwán.
Aún así, ¿puede haber algo más que una coyuntural alianza de conveniencia? ¿Se dan hoy similares condiciones a las existentes en los años setenta cuando Mao sorprendió al mundo admitiendo la alianza con los imperialistas o “tigres de papel”? El sarcasmo de Bill Clinton resulta ilustrador. Rusia está en situación de quiebra (política, social, económica y también moral) y a China aún le falta un buen tramo para culminar su proyecto modernizador. Ambos precisan del auxilio estadounidense y occidental. La formulación de una alianza estratégica llena de contenido supondría un giro demasiado drástico y peligroso para ambos. No es probable. Pesan aún demasiado el sentido de la oportunidad y las fragilidades internas.
Pero que nadie se llame a engaño. Más allá del asunto de Chechenia o de Taiwán o las discrepancias en materia de derechos humanos, el juego de la abrumadora superioridad de Occidente, sobre todo respecto a China, se percibe como una amenaza peligrosa para su estabilidad política. Si las bravatas de Yeltsin pocos pueden tomarlas en serio, conviene tener presente que la normalización bilateral que Beijing impulsa desde 1993 obedece a una estrategia calculada, muy alejada de la improvisación y que lejos de ser un amor de un día, bien pudiera abocarnos a una dinámica de atracción de resultado fatal a medio plazo.