Al igual que en vísperas de los Juegos Olímpicos de 2008, la fatalidad ha querido que en vísperas de la apertura de la Expo Shanghai, otro terremoto sacudiera a China, sumándose a una larga lista de catástrofes que en los últimos tiempos afectan de lleno al país (heladas, sequías, graves accidentes en las minas, etc.). El terremoto ocurrido en Qinghai el 14 de abril prácticamente ha paralizado durante varios días la agenda diplomática del presidente Hu Jintao y los máximos dirigentes, todos ellos volcados en la gestión de la ayuda a las víctimas.
Como en anteriores ocasiones, el gobierno chino ha movilizado sus recursos evidenciando que dispone de musculatura (soldados, personal médico, voluntarios) y empeño suficientes para afrontar esta nueva crisis. A ese despliegue se ha sumado nuevamente un auténtico alud informativo que, pese a todo, no ha impedido la aparición de rumores comprometedores de todo tipo cuestionando la ecuanimidad de la actuación gubernamental. En este caso, habida cuenta que la mayoría de las víctimas pertenecen a la nacionalidad tibetana, la tentación de convertir el desastre en una ocasión para mostrar la presunta fortaleza de la unidad nacional ha sido especialmente irresistible. El gobierno espera que, al igual que ocurrió en el caso del accidente de Shanxi donde fueron salvados 115 mineros, su esfuerzo, calificado de “milagro”, se vea compensado con la ausencia de rencor por parte de los afectados, habitualmente presos de un sentimiento de injusticia ante la falta de previsión y de asunción de responsabilidades.
El modo de actuar del gobierno chino frente a este tipo de desastres, con una puesta en escena cada vez más sorprendente que alienta sospechas y acusaciones de manipulación, revela también, por otra parte, la precariedad del PCCh, que necesita, a toda costa, evitar que las crisis humanitarias, agravadas por su irresponsable inhibición preventiva, deriven en crisis políticas, más aún en zonas donde existen antecedentes problemáticos. En la zona del terremoto de Qinghai, por ejemplo, situada en el Gran Tibet, en marzo de 2008, cuando se produjo el alzamiento en Lhasa, se registraron serios disturbios. El gobierno reaccionó con rapidez, tratando de afirmar su protagonismo en las labores de rescate frente a los monjes llegados en auxilio desde diferentes partes.
El terremoto se ha llevado por delante gran cantidad de viviendas y escuelas (como en Sichuan). Al ser una zona menos poblada, las cifras de víctimas serán “modestas”, pero ello no impedirá las críticas a la pésima calidad de las construcciones, en especial de las públicas, llevadas a cabo sin respetar los códigos técnicos exigidos con el aval y consentimiento de los jefes locales, de nuevo el blanco de todas las miradas. Pero el gobierno central no puede eludir su responsabilidad.
La clave esencial radica en el reiterado desprecio a la observación de las medidas de seguridad más elementales. Pasa en las zonas de peligro sísmico o en las minas, en China las más peligrosas del mundo, con una tasa de accidentes seis veces superior a la de Rusia, que no es precisamente la panacea. La irresponsabilidad alcanza a los propietarios y a los funcionarios a diferentes niveles, pero es producto también de un sistema donde la corrupción lo gangrena todo, una vez que la escala de valores predominante, pese a las reiteradas loas a la virtud y la ejemplaridad de los castigos aplicados a los delincuentes y desaprensivos, ha sacrificado la natural decencia para ceder paso al “todo vale” (incluyendo las intoxicaciones alimenticias masivas) con tal de hacer un buen negocio.
Ni el carácter imprevisible de ciertos fenómenos ni el posterior compromiso reparador de las autoridades ante el agravamiento de las calamidades por su impericia ni mucho menos su manipulación perversa, pueden justificar tal estado de cosas. Es hora ya de poner coto al contraste entre la visión de largo plazo que los dirigentes chinos aplican a su proyecto de reforma y la insensibilidad e improvisación del día a día que reinan en aspectos esenciales relacionados con la vida, el bienestar y la seguridad de su pueblo.