Hu Jintao y la nueva institucionalidad china

Es casi un tópico decir que en los sistemas políticos alejados de las reglas democráticas, los cambios en la dirigencia son muy difíciles de digerir y cuando no se resuelven por la anodina vía de la sucesión dinástica, están inevitablemente abocados a situaciones traumáticas, intrigas y crisis que pueden arrastrar depuraciones, disidencias y todas las penalidades imaginables que acaban por debilitar enormemente las propias capacidades del país y desnaturalizan absolutamente el ideario emancipador que acostumbra acompañar inicialmente estos procesos. Por desgracia, hay ejemplos numerosos en la literatura política de estas manifestaciones. En China también en esto parecen querer singularizar sus peculiaridades.

La retirada de Jiang Zemin en el pleno del Comité Central del Partido Comunista celebrado en Beijing el último fin de semana cabe contextualizarla en ese intento por establecer una nueva institucionalidad que, sin copiar del modelo occidental en el que la alternancia por vía electoral resuelve la forma del problema, defina unas reglas de juego que todos deben de aceptar. Esas reglas (nadie mayor de setenta años en el Politburó, nadie más de dos mandatos consecutivos, consenso para la elección de los dirigentes principales, etc.) constituyen toda una revolución en el ejercicio del incuestionable papel dirigente del Partido, algo que también estaba en la mesa de los debates de esta reunión y que ha actuado como hilo conductor esencial de los demás problemas, más usuales en este tipo de encuentros: la separación del estado-partido, o el respeto de la ley y el derecho, etc.

Unos días antes de esta reunión, Hu Jintao compareció ante el Parlamento para proclamar que China nunca seguiría el rumbo de los países occidentales. Hu insistió en la definición de un modelo propio, adaptado a las necesidades de un país con coordenadas singulares que no desean eliminar sino cultivar y desarrollar. La declaración sirvió para explicitar solemnemente que no habrá cambio de rumbo, que Jiang Zemin podría abandonar el último cargo que le restaba, la presidencia de la Comisión Militar Central, con total tranquilidad. Pero también enfatizaba esa otra idea: somos capaces de definir una institucionalidad diferente, de establecer mecanismos de sucesión civilizados y pactados sin que nadie tema una crisis política que dañe la estabilidad del país o suponga el traslado para el destierro o el cautiverio. Es lo que llama mejorar la capacidad gobernante del Partido.

Que Jiang aceptara renunciar antes de tiempo (las resistencias fueron importantes) revela sin duda la habilidad y eficacia de Hu Jintao, pero también la existencia de un colectivo importante en el seno del liderazgo chino que apuesta por asentar nuevos métodos de dirección, nuevos procedimientos, más regulares, más dignos de confianza, para sus propios miembros y para el conjunto de una sociedad que en numerosas ocasiones ha sido objeto de moneda de cambio y manipulación para reforzar las posiciones de las diferentes facciones en conflicto.
En un país de más de mil trescientos millones de habitantes, solo uno tiene en sus manos todo el poder. La obsesión por asegurarse el máximo poder hunde sus raíces más allá del maoísmo y obedece a una larga tradición en la historia china. Se cuenta que en los comienzos de la dinastía Song (960-1279), el emperador Zhao Kuangyi, después de exaltar sus buenas relaciones con los principales ministros y generales a su servicio y lamentar las pocas ocasiones que tenía de explicitarlo debido a las numerosas ocupaciones del cargo, sorprendió a todos al afirmar que desde su acceso a la condición de emperador no conseguía dormir bien (curiosamente, también Mao, según coinciden todos sus biógrafos, tenía grandes dificultades para conciliar el sueño). Cuando uno de sus generales le preguntó cual podía ser la causa de tanto desvelo, el emperador no vaciló al contestar: “piensen un poco: el trono del emperador es único. ¿Quién no lo quiere para sí? Pensando en esto, no duermo tranquilo”. Sus ministros y generales se deshicieron en garantías y apoyos inquebrantables, pero Zhao optó finalmente por lo que dio en llamar la prevención: “es mejor que me entreguen sus poderes, así evitaremos que los subalternos sueñen con hacerlos reyes y por otro lado, evitaremos los recelos entre nosotros”.

Hu Jintao acumula los principales cargos de responsabilidad, en el Partido, en el Estado, en el Ejército, pero el ejercicio de ese poder deberá hacerse colegiadamente, contando con esa elite competente y moderna, cuadros cuidadosamente seleccionados y preparados durante los últimos veinte años. Como el propio Hu Jintao, promovido y designado por Deng Xiaoping a finales de los ochenta. Todos respetaron su voluntad.

El efecto de esta nueva situación sobre el Partido no solo es moralizante sino también motivo de orgullo y de confianza para perseverar en el camino elegido, afirmando esa autonomía que caracteriza todo su proyecto modernizador. Importa ahora especialmente que esta sucesión ordenada y felizmente culminada no se resuma en una excepción y consolide, además del poder de Hu Jintao, un nuevo tiempo que facilite avances en la democratización y en el desarrollo del país.