La otra bomba norcoreana

Finalmente, y tal como muchos imaginaban, la diplomacia parece haber encontrado su camino en el contencioso que enfrenta a Corea del Norte con Estados Unidos. En las últimas semanas la tensión había aumentado varias décimas. El anuncio de Pyongyang de retirarse del Tratado de No Proliferación Nuclear activó el nerviosismo de algunos países vecinos, especialmente Seúl y Tokio, que urgieron de Washington la reanudación del diálogo para evitar una escalada incontrolable de la situación.

Esta crisis, que no será la última, se inició en octubre del pasado año cuando según funcionarios de Estados Unidos, las autoridades de Corea del Norte admitieron tener un programa secreto activo de armas nucleares. El gobierno norcoreano, que ahora desmiente totalmente esa versión y alimenta de paso las interpretaciones que apuntan a una crisis ficticia, se vio obligado a reconocer su culpabilidad cuando la delegación estadounidense le presentó pruebas contundentes, según las cuales dispondría de una base de uranio y suficiente plutonio como para construir dos armas nucleares. Al parecer, las sospechas se confirmaron durante una visita del secretario de Estado adjunto para Asuntos Asiáticos, James Kelly. Pyongyang habría admitido los hechos como una respuesta-desafío a su inclusión en el “eje del mal”.

Corea del Norte había prometido suspender su programa nuclear en virtud del llamado “acuerdo marco” de 1994, por el que, a fin de resolver sus necesidades energéticas, entre otras estipulaciones, se le garantizaba un suministro anual de petróleo por parte de Estados Unidos, y la construcción de un reactor de combustible pesado y dos de agua ligera. Pero el cumplimiento de esos compromisos se venía desarrollando con considerable lentitud. La llegada de Bush a la Casa Blanca significó la suspensión de facto del acuerdo. En julio de 2001 autorizó el desbloqueo para la compra de petróleo con destino a Corea del Norte, pero en un contexto de reevaluación de sus relaciones con este país, mejoradas sensiblemente en la etapa final del mandato de su antecesor, Clinton. Por otra parte, los dos reactores deberían estar concluidos en el 2003, circunstancia muy improbable.

Y James Kelly debió regresar ahora a la zona para intentar remendar el entuerto. En Seúl, reunido con Roh Moo-hyun, el presidente electo de Corea del Sur y que aún no ha tomado posesión, han estudiado fórmulas diversas para proporcionar a Pyongyang garantías de seguridad (no el tratado de no-agresión que demandaba), la reanudación del diálogo, incluso directo, y la posibilidad de plantear ayudas al sector energético norcoreano por medio de inversores privados de Estados Unidos y otros países. Al mismo tiempo, en Nuevo México, el gobernador Bill Richardson ejercía su peculiar “diplomacia permanente” con un grupo de funcionarios norcoreanos a fin de encontrar una salida que rebaje el tono de las declaraciones y aleje la posibilidad de una opción militar.

Un panorama desolador

Corea del Norte es un país que depende considerablemente de la ayuda humanitaria. La crónica escasez de alimentos, agravada año tras año en virtud de inundaciones que asolan numerosas provincias, deja tras de si una secuela de muertes y daños enormes en una frágil agricultura, de por si afectada por la falta de abonos y otras materias fertilizantes, la ausencia de medios de transporte adecuados o las insuficiencias del suministro energético.

Corea del Norte ha reconocido la muerte de 220.000 personas por la hambruna que sacudió el país entre 1995 y 1998. Diversas organizaciones surcoreanas y estadounidenses han dado cifras que varían entre .000 y tres millones de muertes por falta de alimentos. De ser real esta cantidad, probablemente exagerada, se habrían producido más muertes en estos años que durante la guerra de Corea. Según la Oficina Nacional de Estadísticas de Corea del Sur, la esperanza de vida de los norcoreanos a finales de 1997 era de 62,1 años, cuando en 1993 había alcanzado los 66,4 años. En 1998, la renta per cápita de Corea del Norte alcanzó los 573 dólares, frente a los casi 2.500 dólares que el propio país proclamó a finales de los años ochenta.

La situación alimentaria hoy no es tan desesperada como en la segunda mitad de los años noventa, pero Naciones Unidas sigue entregando a Corea del Norte una ayuda considerable, de la que el 90 por ciento es en forma de alimentos y mejoras en la seguridad alimentaria, con proyectos en el ámbito de la nutrición, el saneamiento o la potabilización de agua. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) sigue siendo el principal donante y viene desarrollando en Corea del Norte una de sus empresas más ambiciosas. También China viene aportando unos dos millones de toneladas cada año, según estimaciones del PMA.

El principal problema con que se encuentra la ayuda internacional de emergencia consiste en la dificultad para comprobar que las ayudas van a parar a los más necesitados, debido a las restricciones impuestas por Pyongyang. Muchas ONGs se han retirado del país al impedírsele libertad de movimientos o la realización de visitas de seguimiento del proceso de ayuda. A pesar de ello, conviene señalar que en los últimos años, como señala Ernesto de Laurentis, el número de comarcas prohibidas a organizaciones internacionales se ha reducido y no puede hablarse de evidencias de desviación de cantidades significativas de ayuda alimentaria al ejército o a la élite, como se ha denunciado en diferentes medios de comunicación.

Como consecuencia de tan calamitosa situación, numerosos norcoreanos inician el camino del exilio, convirtiéndose en refugiados que huyen a través de las regiones fronterizas de China y Rusia, creando numerosos problemas en esos países e irritando a sus respectivas autoridades, especialmente molestas cuando las deportaciones transcienden a los medios de comunicación. La situación que se encuentran aquí no es mucho mejor, pero prefieren jugarse la vida a permanecer en Corea del Norte. Tres de cada cuatro norcoreanos que se fugan son mujeres que, sin derechos de ningún tipo, serán explotadas laboralmente u obligadas a casarse en matrimonios de conveniencia para evitar ser deportadas.

De una bomba a otra

Las razones de la escalada de tensión en la península coreana son difíciles de advertir a simple vista, entre otras razones, por la enorme opacidad del régimen del Norte, a quien le toca llevar la voz cantante en una crisis que, sin embargo, va como anillo al dedo a Mr. Bush.

En efecto, no resultaba del todo creíble esa inclusión de Corea del Norte en el eje del mal cuando Pyongyang ejercitaba el más serio intento de aproximación al Sur, iniciado en aquel encuentro entre los máximos líderes de ambas Coreas hace ya dos años. La política de “mano tendida” de Kim Dae Jung, Presidente saliente en Seúl, dio frutos importantes en materia de reunión de familias separadas, de fomento del diálogo y la confianza mutua, de exploración de oportunidades económicas, etc. Y también no pocos contratiempos, claro está. Esperar otra cosa sería absurdo en tan poco tiempo.

El diálogo intercoreano fue seguido de reformas en el ámbito interno, tímidas aún pero muy semejantes a las introducidas por China en los primeros años del denguismo. Asimismo, Pyongyang parecía perder el miedo a una inserción internacional que ponía en marcha con el restablecimiento de relaciones diplomáticas con numerosos países, España incluida.

¿A quien perjudicaba esa apertura? Fundamentalmente a Washington. La Administración Bush agravó el crónico retraso de los compromisos contraídos en 1994 tanto en lo que se refiere a la construcción de reactores de agua ligera como al suministro de petróleo, 50.000 toneladas cada año. Al mismo tiempo, se llamaba al orden y desautorizaba expresamente a Seúl e insistía en la consideración intrínsecamente “malévola” del régimen norcoreano.

Ante esta estrategia, Pyongyang, con pocas salidas, parece que ha mordido y bien el anzuelo. Urgido por la calamitosa situación de su economía, Kim Jong Il precisa sin demora de esas fuentes energéticas indispensables para evitar una ruina total. Los excesos verbales y bravuconadas del líder norcoreano son un grito de desesperación para comprometer a Estados Unidos y a las demás potencias (Rusia, Japón, China) en la estabilidad de la península. A nadie le interesa que el régimen del Norte se derrumbe.

Pero es Bush quien sale ganando una vez más. Primero, demuestra ante la opinión pública internacional que Corea del Norte es un régimen peligroso y que no andaba errado al incluirlo en su lista negra. Segundo, evidencia que en Washington reside la clave de la seguridad asiática, administrada en buena medida con sus 37.000 soldados estacionados en Corea del Sur y los 50.000 de Japón. Entre los ciudadanos de ambos países, especialmente en Seúl, tantas décadas después de la segunda guerra mundial y de la guerra coreana, crece la exigencia de una retirada de esas tropas, petición incómoda en un momento en que Asia forma parte de las principales prioridades estratégicas del Pentágono y cuando todo paso debe ser meditado a conciencia.

Nos hallamos, pues, ante una crisis controlada que Washington podrá enfriar, recalentar y volver a enfriar a su gusto en función de sus intereses, jugando a esta especie de ruleta nuclear con el Norte, en quien encuentra a un líder lo suficientemente trasnochado como para entrar al trapo sin pensárselo dos veces. Tiene sus peligros y también sus miserias. A ambos poco importa que los principales perjudicados de este entretenimiento maquiavélico sean los millones de norcoreanos que en el siglo XXI padecen aún penalidades propias del XIX.