El primer problema que plantea el G20, a ojos de China, es su escasa eficiencia. La razón estriba en su incapacidad para arbitrar en la práctica un espacio de intersección común capaz de sobreponerse a los intereses de cada país. Esta hipoteca, solo superada en momentos de especial gravedad, complica enormemente cualquier posibilidad de respuesta concertada y efectiva ante los grandes temas de futuro que preocupan en la economía global.
El primer problema que plantea el G20, a ojos de China, es su escasa eficiencia. La razón estriba en su incapacidad para arbitrar en la práctica un espacio de intersección común capaz de sobreponerse a los intereses de cada país. Esta hipoteca, solo superada en momentos de especial gravedad, complica enormemente cualquier posibilidad de respuesta concertada y efectiva ante los grandes temas de futuro que preocupan en la economía global.
En segundo lugar, la imposibilidad de conformarse como embrión de la reclamada gobernanza económica global en tanto no impere ese espíritu colectivo, que naturalmente debería basarse en hacer valer la primacía del interés público sobre el interés privado, flaqueza general exhibida por los gobiernos parte de este foro y de la que difícilmente podrán desprenderse.
El G20, con una andadura que se inicia realmente en 1999 a raíz de la crisis financiera asiática, incluye a las principales economías del planeta, si bien más de dos mil millones (de los siete mil millones que habitan el globo), es decir, casi el treinta por ciento, no están representados. Otros datos (el 90 por ciento del PIB, el 80 por ciento del comercio) no ofrecen dudas en cuanto a su relevancia. Cabe significar que aun llamándole G20, en él participan un total de 43 economías.
No obstante, pese a tan vasta y heterogénea representatividad, sigue actuando como un espacio difuso, limitado a la hora de decidir mancomunadamente sobre acciones de alcance efectivo y transformador. Beijing pone como ejemplo la Junta de Estabilidad Financiera (FSB, siglas en inglés), que poco ha avanzado en la estandarización de la regulación en esta materia. Naturalmente, es perfectamente explicable si nos atenemos a las prioridades de las servidumbres gubernamentales.
Tampoco nos hallamos ante un foro democrático. El poder político, económico y militar confiere a algunos países, en especial a EEUU, un singular poder de decisión, que no es comparable al exhibido por otras economías. Si el unilateralismo preside su enfoque, pasando de largo sobre las consecuencias de sus decisiones en virtud de la interdependencia actual, es difícil que el consenso y el empeño colectivo se afiancen sobre otras conductas.
Si, por ejemplo, finalmente EEUU reduce los estímulos monetarios sin tener en cuenta las consecuencias que ello puede provocar en las economías emergentes (la rupia india perdió el 20 por ciento de su valor frente al dólar en junio) ni da tiempo a que operen los ajustes necesarios controlando los trastornos que pudiera ocasionar, es natural que estas se apresten a reaccionar en función de sus propios intereses, propiciando una consolidación de sus posiciones frente a los llamados estados desarrollados. El mensaje en San Petersburgo ha sido claro. Pero Washington, que ya se ve fuera de la crisis, está a otra cosa.
En consecuencia, en la cumbre rusa, la octava de los líderes del G20, se ha hablado de muchos termas pero ha habido pocos avances concretos. Ni siquiera en la definición de una estrategia común para la salida de crisis, pesando más las advertencias y las sombras del relevo auspiciado por el grupo BRICS, volcados en la coordinación de sus políticas macroeconómicas y en la generación de una agenda propia e influyente, conformándose como un motor alternativo en el seno de este foro, demostrando capacidad de liderazgo. Lo marcado de esta tendencia es lo más relevante de esta edición del G20.
Frente a la falta de ambición y la pérdida de valor de este foro, los BRICS siguen ganando impulso con nuevas decisiones para la creación del Banco de Desarrollo, acordado en Durban en marzo, y el Fondo de Reserva de Divisas. El banco tendrá un capital de 50.000 millones de dólares y financiará proyectos de infraestructura. Su estructura fue perfilada en agosto último. El Fondo dispondrá de 100.000 millones de dólares (China aportará 41.000 millones). Ambos instrumentos dibujan alternativas al BM y el FMI, sirviendo tanto para tomar precauciones frente al dólar como para presionar a favor de las reformas en el FMI. En el G20, los países emergentes plantearon de nuevo una revisión de su influencia de acuerdo a su aporte y peso en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y la Declaración Final del G20 recogió el compromiso de llegar al acuerdo sobre las cuotas para enero del próximo año. En junio de 2012, los países del BRICS aportaron al FMI 75.000 millones de dólares, lo cual debe repercutir en más votos dentro del Fondo. Pero se viene demorando más de lo debido.
El rumbo de la economía mundial va marcando las posiciones de estos dos grupos, presentes en el seno del G20. Para China, el balance de la crisis global que comenzó en 2008 podría resultar en un cambio sustancial de su influencia en el mundo no ya venidero sino presente. Si algo permite constatar cada encuentro de este tipo es la mejora de su estatus global y el incremento sustancial de su influencia