Las nuevas caras del PCCh

El proceso para la elección de las nuevas élites dirigentes chinas ha iniciado su curso. La celebración del XVIII Congreso del partido comunista, en otoño de este año, cerrará el círculo iniciado hace pocos meses y que actualmente transcurre en lo esencial en el nivel provincial y local. Aun a sabiendas de que Xi Jinping y Li Keqiang personificarán el relevo, el interés por su desarrollo persiste en la medida en que la renovación será la mayor de los últimos treinta años y que no se descarta alguna sorpresa. De los nueve máximos dirigentes actuales, solo ellos dos permanecerán.

Pese a algunos gestos de apertura, la opacidad sigue siendo la nota característica de un procedimiento de elección que no solo margina al conjunto de la sociedad, consolada con la expectación, sino que se ha quedado corto con respecto a las promesas de más democracia interna, proclamadas en 2007. Hu Jintao quería convertir entonces el partido en un laboratorio de la democracia. Parecen tiempos muy lejanos. El resultado final será la consecuencia de una gestión minuciosa al extremo que tiene como norma básica la preservación del consenso, el inevitable contrapunto a la dispersión del poder que vive el país tras la desaparición de Deng Xiaoping en 1997. Lo dramático de la experiencia del maoísmo desaconseja la confrontación de dos o más líneas y empuja por la senda de la convergencia de las diferentes sensibilidades, corrientes y grupos de interés. La maquinaria oficial tendrá a su cargo un esfuerzo ingente para agrupar todas las fuentes de poder sin olvidar aquella importante lección.

Tras dos mandatos consecutivos, el dúo Hu Jintao-Wen Jiabao aborda su salida con una sensación agridulce. Los éxitos de su gestión se han visto empañados por los efectos de una crisis global que ha alterado su agenda. La reestructuración económica para alumbrar el nuevo modelo de desarrollo avanza a duras penas, la armonía se resiente y la reforma política o ha sido inexistente o su signo es doblemente conservador.

Xi Jinping, el probable sucesor, ha dado muestras reiteradas de su fidelidad al PCCh, pero su orientación es una incógnita. Su misión principal será velar por que no se rompan las costuras, lo cual le aboca al centrismo. Más revelador del rumbo que China pudiera seguir en los próximos años será la elección o no de Li Keqiang como primer ministro. Afín a Hu Jintao, de confirmarse los rumores de su sustitución al frente del gobierno por Wang Qishan, a quien se da por seguro en el Comité Permanente del Buró Político, significará un triunfo de las tesis más liberales en el orden económico, lo cual no equivale necesariamente a reformismo democrático en lo político. Las críticas a la lentitud del proceso de reestructuración económica dan alas a los sectores que reclaman, en la línea sugerida por el veterano Zhu Rongji, artífice del proceso privatizador con buena imagen en Occidente pero más discutida en China, un mayor impulso a las dinámicas de mercado y a la propiedad privada en detrimento del papel de los poderes públicos, tanto en lo económico como en lo político, que en estos años han ganado espacio y proyección.

El segundo duelo de interés en estos prolegómenos del XVIII Congreso se centra en dos figuras, Wang Yang y Bo Xilai, ambos representantes de los llamados modelo Guangdong y Chongqing, que revelan propuestas políticas de diferente signo para el futuro inmediato del país. Wang simpatiza con las propuestas que ha abanderado Hu Jintao, aunque parece más atrevido en lo político. Por su parte, Bo, del clan de los “príncipes rojos” (hijos de antiguos dirigentes), a pesar de su estilo personal aparentemente occidentalizado, abandera propuestas de corte neomaoísta que combinan el resurgir de la “cultura roja” con la imposición de límites a la economía privada, el fomento de la autogestión, la lucha contra las desigualdades, etc. Calificado de “populista”, las posibilidades de ingreso de Bo Xilai en el Comité Permanente son objeto de acaloradas discusiones, y muchos la consideran poco probable al no disponer de una base de poder propio ni poderosos padrinos que le respalden.

La influencia de figuras en la sombra como Jiang Zemin y su testaferro Zen Qinghong, o de Li Peng, obsesionado con impedir cualquier revisión condenatoria de su papel en la represión de 1989, también cuenta en las quinielas y tendrá su impacto en el arbitrio de ese consenso final que reflejará el nuevo sanedrín.

Los flamantes dirigentes chinos tendrán bajo su responsabilidad la gestión de una etapa clave del proceso de modernización. En primer lugar, porque en la próxima década podrían alcanzar su objetivo de recuperar cierta posición central en el orden global, primero en lo económico, pero extendiéndose a otros ámbitos a gran velocidad. En segundo lugar, porque habrán de definir el rumbo del país: la progresión de las capas medias en una sociedad ya mayoritariamente urbana, el auge que vive Internet y su capacidad para presionar al poder o la explosión que se vive en su propia periferia interna difícilmente podrán acallarse a la defensiva, con invocaciones a un Occidente desestabilizador.