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Lula, un año en el infierno

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 Luíz Inacio da Silva Lula, clic para aumentar
En los años al frente del Palacio del Planalto, el presidente brasileño ha vivido etapas bien diferenciadas: 2003, el año de la paciencia; 2004 el año de la recuperación económica; 2005, un año en el infierno y 2006, el año del veredicto final.
 

Tras varios intentos fracasados, por fin a finales del 2002 Luíz Inacio da Silva Lula, que había transitado, tres veces, los áridos desiertos de la oposición pudo llegar al paraíso de la presidencia de la República, liderando el PT (Partido dos Trabalhadores).

Lula había ganado las elecciones, pero no así el PT, que se quedaba tan solo con 90 parlamentarios de los 513.

Su victoria fue seguida con interés e ilusión desde todos los puntos cardinales del plantea, por quienes estaban huérfanos de un proyecto político de corte redistributivo. Muchos ojos se posaron en Brasil, observado como la linterna de un cambio posible.

En su primer discurso presidencial había prometido centrar su acción de gobierno en tres gruesas líneas paralelas: Primero, la lucha contra la pobreza y la desigualdad en el interior. En segundo lugar trabajar por la equidad en el comercio internacional con los países desarrollados, y por último ganarse el liderazgo regional para ser respetado internacionalmente.

En los años al frente del Palacio del Planalto, el presidente brasileño ha vivido etapas bien diferenciadas: 2003 el año de la paciencia, 2004 el año de la recuperación económica, 2005 un año en el infierno y 2006 el año del veredicto final.

Vida presidencial previa

La situación cuando recoge el testigo presidencial de Fernando Henrique Cardoso, era realmente complicada. Recibió unas arcas públicas exhaustas. En el 2002 acumulaban una deuda externa que significaba el 395% de las exportaciones y un 57% en relación al PIB, tan solo superada por la vecina y maltrecha Argentina. La mayor deuda porcentual de la historia, con encefalograma plano en crecimiento económico que no era capaz de detener la hemorragia de desempleados, donde la inflación se me movía hasta los dos dígitos y con 54 millones de brasileños que vivían con menos de 30 dólares al mes.

El gigante del Sur, había conquistado el triste honor de ser el campeón de la desigualdad continental, en el que siete millones de personas padecían el azote de la desnutrición, de la necesidad de refuerzo alimentario, o de la urgente asistencia médica. Parecía lógico poner en marcha planes como Hambre Cero, para garantizar, al menos una comida diaria y universal.

El inquilino, que precedió a Lula en el Planalto, Fernando Henrique Cardoso, cuyo mandato no estuvo exento de agrias polémicas, obtuvo sin embargo el reconocimiento de la ONU por algunos de sus programas sociales. En sus últimos ocho anos de gobierno la mortalidad infantil se había reducido en un 38%. Nueve millones de personas habían salido del umbral de la pobreza extrema, un millón de niños habían dejado de trabajar y el porcentaje de portadores de SIDA había mermado en un 64%.

2003, un año en el purgatorio

Para comenzar a tener gasolina en el motor, el gobierno decidió firmar un acuerdo con el FMI, por el que accedía a una línea de crédito por valor de 14.000 millones de dólares, pero con el compromiso de promover un duro programa de ajuste fiscal, que golpeo con más fuerza en forma de paro, o de perdida del 17% del poder adquisitivo, justo en las bases electorales, más próximas al PT. El drástico ajuste económico aplicado por el equipo gubernamental durante el primer año que perseguía contener la inflación y salir de la recesión, produjo paro, disminuyó la renta, menguó el consumo interno y contrajo la economía.

Nadie esperaba un camino de rosas, pero tampoco nadie esperaba que fuese un camino de espinas que desangrase a la organización política más estructurada y mejor organizada de Brasil.

Consciente del sacrificio que estaba infringiendo a los menos favorecidos, Lula acuñó este periodo como el Año de la paciencia. Sabía que estaba exigiendo sacrificio, pedía comprensión, y trataba de justificar su mandato: "La política de mi ejecutivo no es la ideal…, lo sé, solo es la posible".

Período en el que asistió a las primeras fracturas en el PT, a la inestabilidad en los apoyos parlamentarios y a la dureza dialéctica más ácida de buena parte de la intelectualidad que había estado empujando, con sus ideas o con sus análisis, el proyecto que Lula había encabezado en cuatro ocasiones. Intelectuales como Ricardo Antunes que llegaron a acuñar nuevos términos como "Capitalismo Popular" para definir ideológicamente la acción de gobierno emanada de Brasilia. Para este cualificado grupo de sólidos intelectuales: "La izquierda cuando asume las banderas neoliberales, no tiene límites…".

La cara más amarga del año de la paciencia, fue el primer desgarro interno que supuso la expulsión de las líderes parlamentarias Heloisa Helena o de Luciana Genro hija de Tarso Genro, ministro y ex -alcalde de Porto Alegre.

A mitad de su mandato la presidencia de Brasil se dibujaba en tres nítidas dimensiones: La del posibilismo en la economía, la de encontrarse cuestionada por las bases más radicales del PT, y la de haber irrumpido con fuerza en el escenario internacional para ser actor de primer orden.

2004, Camino de la gloria

En su discurso de fin de año, el presidente levitaba de optimismo. El PIB del gigante latinoamericano había crecido durante el 2004 más del 5%, cosa que no sucedía desde hace más de una década. En ese año se habían creado más de dos millones de empleos. El salario mínimo había crecido por encima de la inflación. El índice riesgo país que se situaba en los 1693 puntos en el último gobierno de Fernando Henrique Cardoso estaba en tan solo 430. Las encuestas ya eran el reflejo de la bonanza y Lula volvía a repuntar en las encuestas. Tenía motivos como para cerrar su discurso de fin de año vaticinando que el 2005, sería el gran año de su mandato.

El año de la paciencia 2003, dejo marcadas sus cicatrices imborrables hasta final del 2004, en el que llegaron las renuncias más dolorosas, las del círculo más próximo, las de los que aguantaron por responsabilidad la etapa más dura, pero una vez recuperado el pulso de la economía, se sintieron liberados para obrar en conciencia. Llegaron las renuncias de Frei Betto, de Bernardo Kucinski, de Ricardo Koscho. Salieron a la luz pública los detractores del posibilismo económico en las críticas de intelectuales de la talla de Chico Buarque o de Óscar Niemeyer, de la iglesia, de la CUT, del MST.

Las reformas necesarias de la fiscalidad y del sistema de pensiones, habían abierto hondas heridas en el cuerpo electoral del PT. Multitudinarias protestas, una huelga general en el sector público, manifiestos internacionales de repulsa como el Socialit Resistance firmado por ilustres nombres de la izquierda mundial…

A medida que se restaban apoyos en la base natural, aparecían socios parlamentarios, ideológicamente antinatura, dispuestos apoyar, sin precio conocido, al gobierno en minoría. Lula consiguió construir la acción del ejecutivo sobre la base de mayorías parlamentarias que se articulaban con apoyos de 13 partidos, extremadamente fragmentados y heterogéneos. En febrero de 2005, 160 parlamentario del total de 513 había cambiado de partido. Un alarde de habilidad negociación parlamentaria que dejaba muchas incógnitas.

2005, un año en el infierno

Abalado por el crecimiento económico del 2004, Lula proclama a comienzos del 2005 que ese sería el año grande de su mandato. Superada la fase de sufrimiento vivida en el purgatorio, había llegado la hora de ascender a las glorias del éxito y comenzar a redistribuir la riqueza que se había conseguido generar. Nada hacía presagiar que el ascensor rompería carcomido por la voracidad de la corrupción y se despeñaría hasta las ardientes entrañas del infierno.

No existe la transición perfecta, cada una es esclava de sus particulares ataduras, de los singulares hábitos en resolución de conflictos del país, reo de sus contradicciones. Solo así es posible entender la errática trayectoria del extraño mapa de volátiles alianzas entre partidos antagónicos que competían en las últimas décadas a las elecciones en los estados o en las alcaldías. Siempre fueron un rompecabezas difícil de encajar en la lógica de la coherencia ideológica de los principios que sustentaban las organizaciones políticas. Históricamente en Brasil nunca hubo problema para gobernar en minoría. Siempre existieron parlamentarios dispuestos a apuntalar al gobierno, independientemente de su color político.

Todos los presidentes de la República Nova, tras la dictadura: Tancredo Neves, Jose Sarney, Fernando Color de Melo, Itamar Cativerio Franco, Fernando Henrique Cardoso, Luiz inacio da Silva…Todos sin excepción, vivieron, convivieron y sobrevivieron, conociendo las corruptas prácticas que eran de dominio público. Todos las aceptaron, sin tratar de someter el tumor maligno de la democracia a la purificadora cirugía.

En franca minoría parlamentaria, desde el comienzo de la legislatura, Lula se encontró en el 2005, atrapado por dos fuegos de corrupciones que avanzaban rápidamente hasta amenazar con dejar en cenizas el proyecto histórico del PT, que ya había calcinado buena parte de su credibilidad personal y devastado el capital de confianza y honradez que había acumulado su presidente: uno tenía vivas las llamas por las noticias relacionadas con la financiación de su campaña electoral. El otro mantenía en ascuas al país con una cascada de noticias sobre sobornos para conseguir la mayoría en las votaciones parlamentarias que las elecciones del 2002 no le había concedido.

Los brasileños podían perdonar a Lula el calvario del año de la paciencia, estaban dispuestos a sufrir por la causa, pero no estaban preparados para aceptar que Lula era un eslabón más de la lista de presidentes corruptos.

Durante el 2005 pesó más el dolor de la desilusión, causado por la ruptura de la imagen de honradez del presidente de los pobres que los 3.135.000 nuevos empleos generados en 30 meses de mandato, que multiplicaban por 12 la media que durante los años 90 había cosechado Cardoso. Pesaba más que se quebrase la esperanza que venció al miedo que el hecho de tener la menor inflación de los últimos cinco años, que el hecho de poner en marcha proyectos públicos por valor de 20.000 millones de dólares, que el hecho de que Brasil cosechase un superávit comercial de 110.000 millones de dólares en el 2004, que los créditos populares que se otorgasen a las clases menos favorecidas a cargo directamente de las nóminas sin intervención ni gastos bancarios, ni el hecho de que se estuviese reduciendo por fin la pobreza…En realidad el 60% de los electores que abrazaron la esperanza que les aportaba Lula, no solo deseaban un mejor nivel de vida, también anhelaban la satisfacción de tener un presidente digno, que pudiese ser respetado internacionalmente.

La tibieza del gobierno brasileño no solo se ciñó a temas económicos, sino que se extendió sobre una gran parte de su actuación ejecutiva. Hubo que ejercer fuertes presiones nacionales e internacionales, para que se comenzasen a desclasificar los archivos secretos de la inteligencia sobre la represión a los opositores durante la última dictadura militar (1964-1985), incluyendo a las víctimas de torturas y a los desaparecidos. Hubo que aguardar a que Lula estuviese en el fondo del pozo del descrédito popular para que su gobierno hiciese un guiño a los defensores de los DDHH y abriese al público en la navidad del 2005 los documentos que permanecían bunquerizados en la Agencia Brasileña de Inteligencia (Abin). Sectores que abrazaron con ilusión y esperanza la llegada de Lula para esclarecer la vulneración de derechos ejercida durante la dictadura no alcanzaban a comprender las palabras que repetía su presidente: "Los archivos tienen que ser abiertos sólo cuando estemos preparados". Incluso esta medida de justicia histórica y de reparación a las víctimas no consiguió el beneplácito total de las organizaciones de derechos humanos brasileñas, por ser timorata y parcial, al excluirse la última década de la dictadura y solo poner luz sobre los archivos hasta el año 1975.

Cuando el 2005 se disponía a cumplir sus últimos días de vida, el clima de crispación política era irrespirable. El Presidente Lula, aparcaba su habitual moderación verbal, y afirmaba que la oposición era tan golpista como la de Venezuela. Estas manifestaciones fueron respondidas inmediatamente desde los principales partidos de la oposición. Para Alberto Goldman. jefe del bloque de diputados del opositor Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB) era evidente que esas manifestaciones solo podían venir e una persona desequilibrada y ridícula. Para el presidente del PFL, el senador Jorge Bornhausen, no se podía esperar otra cosa del peor presidente de la historia republicana brasileña.

Para terminar de amargar las navidades del Palacio del Planalto, llegaron las descalificaciones más dolorosas, las duras críticas emitidas por la Conferencia Episcopal de Brasil. Los obispos de Brasil, conservadores en materia de doctrina pero progresistas en lo social, que habían contribuido decisivamente en su conquista presidencial, descalificaban a la máxima autoridad por haber abandonado los asuntos sociales, por no beneficiar a los más pobres, por practicar una política neoliberal, continuista de la impulsada por Fernando Henrique Cardoso, que enriquece a bancos y entidades financieras internacionales, por priorizar el pago de la deuda con el FMI antes de saldar la deuda interna que sigue aumentando; por ser la alcoba de la corrupción del Gobierno.

El año llegaba a su ocaso y parecía levarse consigo el proyecto transformador del PT que caía hasta el 16% en las cotas de confianza.

Octubre 2006, veredicto final

La nueva dirección del PT procuró marcar distancia con el gobierno. En su discurso esquizofrénico lanzaba ácidos dardos a la política económica del ministro preferido por Lula: el de Hacienda, el de perfil más liberal, Antonio Palocci.

Partido y Presidencia coordinaron, sin embargo, su estrategia comunicacional en busca de un segundo mandato. Basaron su campaña en publicitar los éxitos económicos y sociales de su gestión, mientras esperaban expectantes que las investigaciones sobre corrupción acabasen en marzo.

Los diez meses de cascadas incesantes de grandes titulares con noticias de corrupción, fueron apagándose progresivamente hasta diluirse en un goteo intemporal. El público mostraba un hartazgo que se manifestaba en progresivo desinterés por tal empacho de un tipo de noticias repetitivas.

La incombustibilidad de Lula, que fue capaz de renacer de sus cenizas, hasta recuperar la posición de liderazgo en las encuestas, obligó a los grupos de presión que apostaban por arrojar a Lula a los infiernos eternos, a retomar estrategias para hacer nuevos cálculos de cercanía al poder.

Salvado de la quema en popularidad por anticipado, un nuevo dato vino a reforzar la imagen del presidente. Precisamente en marzo, tal como preveía el PT, La Policía Federal, después de ocho meses de profundas investigaciones eximía a Lula, de cualquier tipo de responsabilidad en la trama de sobornos para conseguir estabilidad parlamentaria. A pesar de que Delubio, el tesorero del PT, era uno de los hombres de confianza del Presidente, la Policía Federal no encontró rastro alguno que implicase a Lula en la trama por acción o por omisión. El informe entregado al Tribunal Supremo Federal, no solo exculpa a Lula, sino que tampoco encontró pruebas para procesar a José Dirceu, quien se había visto obligado a renunciar en el mes de junio, y había sido inhabilitado para ejercer la política durante ocho años…

Una conjunción de factores jugaron a favor de Lula. Disminuyó el desempleo desde el 9,6 que había en el 2004 hasta el 8,3% en el 2005, aumentó el salario mínimo hasta los 160 dólares en abril, creció la economía, bajó la inflación, se hizo un pago anticipado de la deuda con el Fondo Monetario Internacional, la generalización de los programas sociales como la denominada "beca-familia" que subsidia a los padres que tengan escolarizados a los hijos, la reducción de la desigualdad social.

A finales de febrero del 2006, el panorama ya había cambiado radicalmente. El 77% de los brasileños aprobaban su gestión de gobierno. El 36% lo calificaba de excelente y el 41% de bueno o regular. La mayoría de las opiniones favorables se concentraban en los segmentos de población más desfavorecidos, hacía los que el presidente había volcado su mensaje desde mediados del 2005.

Al contrario de lo que pensaban hace escasamente cinco meses, los analistas coinciden en que Luíz Inacio da Silva está muy lejos de ser un cadáver político, cada vez son más los que lo ven a las puertas repetir la gloria presidencial.

La renuncia del alcalde de Sao Paulo José Serra, a competir con Lula parece allanar el camino ya que el gobernador Geraldo Alkmin, hombre próximo al Opus dei, es un candidato electoralmente más débil, que según las últimas proyecciones podría perder con Lula, incluso en la primera vuelta.

Sólo falta por saber el veredicto final que deben sentenciar los electores en octubre.