Primavera árabe y fragancia de jazmín

Según Michael Mandelbaum: “Tanto la cultura política del Medio Oriente como la confuciana del Este de Asia tienen elementos no liberales. Ambas enfatizan la cohesión y la solidaridad más que la libertad individual…El mandatario es más un padre autoritario, presidiendo sobre una familia, que un conciudadano electo por su pueblo para cumplir con ciertos deberes limitados” (The Ideas that Conquered the World, New York, Public Affairs, 2003, p.254). La premisa anterior ha dejado obviamente de ser válida en el Medio Oriente y África del Norte, donde las aspiraciones democráticas se expanden como el fuego. ¿Ocurrirá lo mismo en China?

La legitimidad política de cualquier régimen que detente el poder en China se ha basado, desde tiempos inmemoriales, en la llamada “bendición de los cielos”. Esto significa, en esencia, que mientras las cosas vayan bien los ciudadanos estarán dispuestos a reconocer la validez del mandato de quienes los gobierne. El problema es que así como el éxito se refuerza a sí mismo, también las dificultades pueden hacerlo. Y cuando estas últimas comienzan a concatenarse, la posibilidad de un efecto cascada que todo lo arrastre se hace palpable. Es así como a lo largo de su historia cayeron sus dinastías. En la China de hoy el éxito es evidente: cuatrocientos millones de personas han sido sacadas de la pobreza en los últimos treinta años, mientras el país avanza con paso firme hacia el liderazgo económico planetario. El riesgo está en que las dificultades (corrupción, contaminación, inflación, bajos salarios, trabajadores migrantes, alto costo de la vivienda, etc.), podrían llegar a imbricarse dentro del sentimiento colectivo, o a generar coaliciones de organizaciones ciudadanas, desatando un amplio movimiento de protesta. Las señales de alerta son ya visibles.

El columnista Ching Cheon señala que de acuerdo a un estudio del Instituto de Investigación de la Opinión Pública de la Universidad de Jiaotong, en Shanghai, en 2010 se produjeron en China 72 “crisis sociales mayores” que merecieron atención nacional. Es decir, una cada cinco días (“Arab turmoil a warning for China’s ruling party”, Straits Times, 19 de febrero, 2010). Otra columnista, Goh Sui Noi, refiere que en los últimos diez años se han producido 900.000 “incidentes de masas” en China, involucrando enfrentamientos entre ciudadanos y las autoridades, aunque agrega que usualmente ello se circunscribe a acontecimientos de naturaleza local (“China assailesd by smell of jasmine”, The Straits Times, 26 de febrero, 2011).

La selección ya casi segura de Xi Jinping, como sucesor de Hu Jintao, por parte del décimo séptimo Comité Central del Partido Comunista en octubre pasado, marcó el derrotero a seguir: énfasis en el crecimiento económico sin mayores cambios en lo político. Xi es considerado, en efecto, como un liberal en lo económico y como un conservador en lo político. Más aún, como una persona más afín a Jiang Zemin, y a su énfasis en el crecimiento económico cuantitativo, que a Hu Jintao y a sus tímidos esfuerzos en materia social. La gran pregunta es si después del terremoto político que se vive en el Oriente Medio y África del Norte, ese derrotero resulta aún sostenible. Es aquí donde entran es escena dos nombres claves: Wen Jibao y Bo Xilai.

El primero, que continuará siendo Primer Ministro por un par de años, viene insistiendo desde agosto del año pasado en la necesidad de iniciar reformas sistémicas en materia política. A su juicio, las mismas deberían incluir un poder judicial independiente, mayor transparencia gubernamental, supervisión de las actividades oficiales por parte de la prensa y una participación creciente del ciudadano en el ejercicio del sufragio. Todo ello en su criterio vendría a resultar indispensable, habida cuenta de que China cuenta con 400 millones de usuarios de Internet y 800 millones de suscriptores de teléfonos móviles. Es decir, una sociedad moderna y una población despierta y políticamente movilizable. Para Wen, si el progreso económico no se vincula pronto a la reforma política, todo lo logrado hasta ahora se pondría en riesgo. Sus palabras no sólo no han sido acompañadas por las de ningún otro jerarca del partido, sino que en ocasiones se han visto sometidas a la censura de los propios medios oficiales. Sin embargo, de acuerdo a la mayoría de los analistas, más que frente a las admoniciones de un profeta solitario, parecería estarse en presencia de una confrontación de posiciones al interior del partido. La de Wen, a juzgar por los indicios, sería desde luego la minoritaria.

Bo Xilai, de su lado, es el político más populista y más popular de China. Junto a su gran carisma y a su imagen de campeón del ciudadano común, se encuentra el balance de su gestión al frente de Chongqing, calificada como la “ciudad más feliz de China”. Vitrina de inclusión y desarrollo social, y de respeto al Medio Ambiente, esta urbe sobresale por la calidad de vida de sus habitantes. Sin embargo Bo, a diferencia de Wen, no aboga por la apertura democrática. El suyo, por el contrario, es un discurso de tintes maoístas en el que se enfatiza la justicia social tras los excesos a los que condujo la economía de mercado.

Es válido suponer que después de lo que ocurre en el mundo árabe, el liderazgo chino debe estar reevaluando sus prioridades. Bien sea que se preste oídos a las advertencias de Wen y se revalorice al sector que lo apoya o que, por el contrario, se de alas al estilo populista y a las propuestas de Bo, un golpe de timón pareciera hacerse necesario. Más allá de la contundencia con la cual el régimen está enfrentando los tenues olores de jazmín, la “bendición de los cielos” pareciera exigir de un indispensable contra balance frente los excesos de la macroeconomía.