De entrada, como diría el pragmático Felipe González, conviene decir sí a la llamada Constitución de la Unión Europea (UE). En esta ocasión, la antigua AP (hoy PP) también asiente, actitud esta que rompe con la rancia tradición de la derecha española, especializada en llevar la contraria a la izquierda por interés y por el simple placer de incordiar, tal como ya ocurrió con motivo del referendo sobre la OTAN, cuando Fraga Iribarne apadrinó la abstención no se sabe por qué ni para qué…
Pero, paradojas al margen, ¿por qué habría que apoyar una mal llamada Constitución Europea que, para empezar, carece de las características propias de una carta magna y, para más inri, prescinde de aspectos que serían fundamentales para garantizar el desarrollo de un europeísmo menos dependiente de contabilidades públicas y privadas?
Abundan los analistas "tanto entre los alineados con partidos como los políticamente independientes" que apoyan el sí apelando al pragmatismo: "Es lo que hay", dicen. "Debemos ser realistas", insisten. "Para empezar, no está mal", advierten otros. "Tiempo habrá de mejorarla", añaden los pragmáticos.
En gran medida, es cierto que la actual UE, cuyas instituciones han endiosado el consenso, no da para más y esta Constitución es, muy probablemente, la única posible. Es más, a la vista del ascenso de ciertos territorialismos excluyentes y del éxito del expansionismo de George Walker Bush, convendría afianzar el proyecto europeísta. Y convendría hacerlo por razones cotidianas, porque la geopolítica, por mucho que los creadores de opinión sean incapaces de transmitirlo a la ciudadanía, afecta directamente a la vida cotidiana.
Por otro lado, mirando el ombligo de la UE, lo más preocupante no es que los gobiernos de los países socios sean incapaces de cimentar con mayor solidez la construcción del edificio humano de Europa; lo más preocupante es que el consenso que hace posible la Unión haya sido sacralizado y convertido en coartada para eludir el debate, prescindiendo del democrático principio de que las minorías deben aceptar las decisiones de la mayoría. Cuestionar esto sería cuestionar las bases de la convivencia democrática. Pero igual de grave, o más, es endiosar la discrepancia y pretender que cuatro valen más que cien mil… ¡Aunque la razón teórica ampare a los cuatro!
Si se atiende a la representatividad de los gobiernos de los Estados socios, los ciudadanos europeos partidarios de que la constitución sea menos contemporizadora serían mayoría. En realidad, el único socio grande (grande por razones demográficas, porque en cuanto europeísmo es el hermano pequeño) dispuesto a bloquear un texto más comprometido es Gran Bretaña. Desgraciadamente, la interesada actitud de la clase dirigente británica "que tan eficientemente defiende posiciones estadounidenses en el seno de la UE" ha sido aprovechada por gobiernos como el italiano (Berlusconni es el paradigma del oportunismo) para malear voluntades ajenas y, a la postre, lograr que otros gobiernos hayan caído en la trampa de confundir la convención de notables que redactó el proyecto constitucional europeo con un zoco en el que se compraban, arrendaban o intercambiaban derechos económicos y ventajismos institucionales.
Y pese a todo, de entrada, convendría decir sí a la Constitución Europea por seis motivos fundamentales:
1. Porque el texto consensuado otorga carácter vinculante a la Carta de Derechos Fundamentales, lo cual, además de tener especial relevancia jurídica en la mayoría de los nuevos socios del Este, refuerza valores y obliga legalmente a los poderes ejecutivos y judiciales de los Veinticinco a renunciar definitivamente a ciertas inhibiciones y a proteger sin matices los derechos de los ciudadanos.
2. Porque introduce un carácter inequívocamente federalista en la organización institucional de la UE y, por tanto, en los procesos de decisión y en el funcionamiento administrativo.
3. Porque supone un paso adelante "aunque tímido– en la articulación de una política exterior común.
4. Porque convierte a la UE en una institución con personalidad jurídica propia.
5. Porque ampara la posibilidad de que dos o más socios estrechen sus relaciones y coordinen políticas más allá de los mínimos establecidos en el Tratado de la Unión.
6. Y porque ratifica el criterio de la cohesión social, interterritorial y económica como un pilar consustancial de la construcción europea; circunstancia esta que es especialmente importante para las regiones menos desarrolladas.
En todo caso "y dejando constancia expresa de que defender el no es legítimo y merece respeto porque el texto que será sometido a referendo alimenta desconfianzas", por encima de motivaciones legales y políticas hay una razón de peso mayor para decir sí. La políticamente tímida Constitución Europea no sólo refleja los egoísmos y las incapacidades de sus precursores y autores, sino que también refleja el escaso arraigo que todavía acusa el europeísmo entre los ciudadanos comunitarios.
Los cuadros de los partidos de izquierda, tanto los de Galicia como los de otros territorios de la UE, acostumbran a teorizar "siguiendo una tradición que es más bakuninista que marxista" que la clase dirigente debe liderar e incluso empujar los cambios, los avances. Por su parte, la derecha clásica también apela a la responsabilidad social del dirigente o a la obligación del gobierno de tomar decisiones impopulares cuando se trata de abrir caminos que la ciudadanía ignora "según dicen" rechaza u obvia.
Sin embargo, el tiempo fluye y el siglo XIX, durante el que lenta pero imparable la actividad política se estrenó como deber y derecho de la mayoría, queda lejos. Iniciado el siglo XXI y en Europa, resulta cada vez más absurdo justificar el nihilismo, el pasotismo o la comodidad de esos cientos de miles de ciudadanos que saben informarse perfectamente de unas cosas "hay miles de personas que conocen al dedillo la vida de Sara Montiel o de David Bisbal" y, en cambio, prefieren no saber otras y, peor aún, es más cómodo no saberlas.
La información facilitada por las Administraciones españolas "todas" sobre la Constitución Europea no ha sido, de momento, la más apropiada. Pero este defecto no menoscaba el valor de un razonamiento cada vez más extendido: Votar sí o no en el referendo europeo impedirá que la abstención (¡la comodidad y el nihilismo de una amplia minoría de ciudadanos!) debilite la todavía endeble pero valiosísima estructura que ya posee la Unión Europea.
Tan débil es la participación política de los europeos "o tan peligrosamente ganan adeptos la inhibición y el individualismo", que acudir a las urnas, también si es para votar no, contribuye a reforzar el imprescindible sentido de colectividad que exige la supervivencia social, cultural e incluso económica de la actual Europa.
Los que votaremos sí queremos que haya noes, porque votar es participar. El viejo nuevo reto es el de siempre: ser ciudadanos y ¡participar!