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Morir con los ojos cerrados

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Todo europeo y norteamericano sensato y pragmático acaba reconociendo que para paliar o erradicar el terrorismo es imprescindible identificar y combatir las causas que lo generan. Sin embargo, la mayoría de los dirigentes políticos satanizan e incluso castigan (judicial o socialmente) a quienes razonan e identifican las causas o los desencadenantes de la violencia ciega. (…) El fanatismo mata, pero también mata vivir a espaldas de la realidad y con los ojos cerrados. (Ilustración: Pietro Poletto, "Railroad of death").
 

Al margen de convencimientos ideológicos, de intereses económicos, de comodidades, de inhibiciones, de miedos legítimos o de prejuicios, ¿cabe dar por buena la tesis conforme la cual las barbaries perpetradas en Nueva York, Madrid o Londres se deben exclusivamente al fanatismo religioso y a la enajenación de unos cientos de radicales?

Sinceramente y a solas consigo mismos, ¿cuántos ciudadanos de Occidente consideran creíble la cantinela de que una perversa interpretación del Islam constituye la única motivación ideológica, religiosa, espiritual, política o moral que empuja a cientos de humanos a cometer actos de violencia ciega?

Analizando con elemental rigor la información disponible, ¿son razonables las teorías con las que la mayoría de los gobiernos explican el odio que Occidente inspira entre millones de personas residentes en Marruecos, Argelia, Egipto, Nigeria, Arabia Saudí, Siria, Palestina, Irak, Irán, Pakistán o Indonesia?

La mayoría de los dirigentes de los partidos políticos de Occidente dan por cerrado el análisis y, de entrada, demandan la condena de la violencia islamista. Sin más. Por ende, esa condena debe ser irreflexiva, como si los ciudadanos necesitaran constantes ejercicios de sensatez. Cualquiera diría que existe el riesgo real de que los neoyorquinos, los madrileños o los londinenses enloquezcan y aplaudan a los insensatos que ponen bombas en los aviones, en los trenes o en las plazas públicas.

¿Acaso los líderes políticos de Occidente creen que el ciudadano común alimenta dudas a la hora de repudiar el asesinato? ¿A qué responde esa infantil insistencia en exigir condenas vacías y genéricas que, al margen de constituir un bálsamo psicológico tan positivo como inútil, carecen de prolongación efectiva en las decisiones políticas e institucionales? ¿Alguien cree que las manifestaciones colectivas de dolor o de repulsa, por sí solas, harán recapacitar a los partidarios de la violencia?

Los dirigentes políticos del Occidente democrático (estén adscritos a partidos liberales, democristianos, socialdemócratas, socialistas, ecologistas o comunistas) parecen empeñados en evitar que la ciudadanía piense, racionalice los hechos e identifique las causas, que son variadas y complejas, por las que cientos de seres humanos recurren a la violencia ciega para combatir males reales o imaginarios.

Las causas por las que un hombre o una mujer se suicida haciendo explotar una bomba en un autobús londinense son de origen variado. En mayor o menor grado, hay motivos personales y sociales, religiosos y económicos, psicológicos y políticos, incluso culturales. Pero con independencia de la enajenación que pueda sufrir, el suicida jamás actúa por motivos exclusivamente religiosos, ni por simple odio, ni porque acuse un trastorno temporal… Nunca hay una sola motivación, sino que se da una suma de condicionantes y circunstancias mezcladas en proporciones difícilmente evaluables y que, para colmo, los gobiernos no parecen interesados en analizar con detalle.

¿Quién acusa un grado de enajenación más grave y preocupante para el conjunto de la humanidad, el iraquí de dieciocho años que movido por razones religiosas o políticas se lanza contra una patrulla del ejército invasor con una bomba adosada al abdomen, o el general y los oficiales estadounidenses que ordenan o consienten la tortura sistemática de los prisioneros de guerra?

La lista de preguntas es interminable y las conclusiones, inquietantes.

Las condiciones personales y sociales, así como las motivaciones por las que cientos de personas justifican o practican el terrorismo no se dan por generación espontánea.

Todo europeo y norteamericano sensato y pragmático acaba reconociendo que para paliar o erradicar el terrorismo es imprescindible identificar y combatir las causas que lo generan. Sin embargo, la mayoría de los dirigentes políticos satanizan e incluso castigan (judicial o socialmente) a quienes razonan e identifican las causas o los desencadenantes de la violencia ciega.

Iniquidades macroeconómicas, abusos comerciales, rapiña de recursos naturales, discriminaciones raciales y religiosas, marginaciones legales, agresiones financieras, pandemias evitables… ¿A quién le extraña que un grupo de desheredados sudafricanos, nigerianos, bolivianos, indonesios o filipinos recurran a la violencia convencidos de que nada tienen que perder, salvo malvivir en la miseria y asistir impotentes a la muerte de sus hijos por inanición o por un simple catarro?

Ciertamente, hay personajes siniestros, tal sería el caso del misterioso Bin Laden, que justifican la violencia aduciendo razones radicalmente ajenas a los intereses fundamentales del ser humano. Pero los que se suicidan matando, los que colocan bombas en trenes de cercanías o los que justifican la violencia alegando motivos religiosos o ideológicos son personas de carne y hueso que, ¿para qué engañarnos?, actúan por resentimiento, por desesperación, por convicciones irracionales, por venganza, por lo que sea… Pero las condiciones para que existan esos asesinos las creamos entre todos. Indiscutiblemente, si hubiera que repartir responsabilidades las proporciones serían radicalmente distintas.

Mientras los dirigentes políticos y económicos de los países ricos se nieguen a analizar con detalle y sin prejuicios los orígenes del terrorismo, los Bin Laden dispondrán de caldos de cultivo idóneos en los que "pescar" a insensatos convencidos de que el asesinato es la única forma de poner coto, entre otras cosas, a la discriminación racial, a las leyes hechas a la medida de los ventajistas o a la matanza de tribus amazónicas para talar bosques milenarios.

La barbarie terrorista es consustancial, entre otras cosas, a la barbarie económica y cultural de éstas, mal que nos pese, también somos responsables los que disfrutamos de las ventajas del aluminio pagando la bauxita a precios de hambre a los países donde se extrae.

Hay que condenar el terrorismo, adoptar medidas policiales y judiciales al respecto, capturar y juzgar a los asesinos y a quienes les justifican… Mas todo será inútil si se obvian los males y las situaciones que alimentan la violencia, pues los terroristas encarcelados serán fácilmente sustituidos por otros enajenados.

El fanatismo mata, pero también mata vivir a espaldas de la realidad y con los ojos cerrados.